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Cebollas y zapallos. La verdad de la autoficción

Caravaggio, ‘Narciso’ (Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma)
“Habéis perdido la fe en todo lo grande; por eso debéis desaparecer si esa fe no vuelve como un cometa de lejanos cielos”.
Friedrich Hölderlin, Hiperión

 

En un estimable artículo titulado “Deriva de la pesada”, Roberto Bolaño, además de trazarnos en no más de diez páginas una sagacísima e irreverente radiografía de la literatura argentina a la muerte de Borges, interpolaba una demoledora crítica a cierta “literatura solipsista, tan en boga en Europa” por las fechas en que el chileno daba forma a sus notas. “Una literatura del yo, de la subjetividad extrema –decía el autor de Los detectives salvajes–, claro que tiene que existir y debe existir. Pero si solo existieran literatos solipsistas toda la literatura terminaría convirtiéndose en un servicio militar obligatorio del mini-yo o en un río de autobiografías, de libros de memorias, de diarios personales, que no tardaría en devenir cloaca, y la literatura también entonces dejaría de existir”.

A comienzos del presente siglo, cuando fueron escritas –y pronunciadas, durante un acto en el CCCB–, estas palabras, podían haber sonado exageradas, resultar casi una provocación. Cuando años más tarde Anna Caballé, directora de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, publicaba en El País un extenso artículo en el que abundaba en esta idea, si bien circunscribiendo el alcance de la referida tendencia al ámbito español, a nadie podía pillarle desprevenido. Merece la pena repasarlo. En su texto, tras valorar de forma positiva la “apuesta por la verdad” que la escritura autobiográfica había acarreado a la literatura española del tardofranquismo, celebrando la aparición de “obras iluminadoras, fruto de una libertad política desconocida hasta entonces”, Caballé se preguntaba al mismo tiempo si con la irrupción de la autoficción la novela española no había dejado de novelar “para enredarse en el sempiterno problema del escritor que se ve escribir”. Esto es, si al novelista había dejado de serle necesario el inventarse “un mundo imaginario, unos personajes, un paisaje”, en definitiva, si había prescindido del “andamiaje”.

Bolaño y Caballé, con más de una década de distancia se hacían eco de un malestar que palpitaba en el mundo literario dentro y fuera de nuestras fronteras. “Hace cinco siglos que la idea del yo domina el mundo; ya es hora de tomar otro camino”, afirmaba Houllebecq en uno de los artículos reunidos en El mundo como supermercado, una idea que podemos encontrar expresada de manera más cáustica en César Aira cuando señala en El juego de los mundos: “transformar toda emisión en tercera persona en emisión en primera persona. Y el resultado ha sido volvernos un hato de imbéciles pagados de sí mismos”. Recordemos que el escritor argentino llegó a llamar Biografía al personaje de su novela homónima: era la única persona de su época que no había escrito una autobiografía.

Observamos que se trata, por tanto, de un fenómeno como el terraplanismo, esto es, global, por mucho que se haya cebado en nuestras letras, como viene denunciado desde hace años el crítico, novelista y poeta Vicente Luis Mora –al que estas líneas deben más que unas cuantas citas–, para quien “La huida de la imaginación y de la complejidad es la doxa del campo literario español durante las primeras décadas del siglo XXI”.

Para este azote de la “autoficción de baja intensidad”, aquella que, dicho de forma burda, no se cansa de tomar los nombres de Proust o Montaigne en vano, “los panoramas literarios en los que la pulsión inventiva o imaginativa es la predominante producen mejores obras que aquellos donde la creación entendida en un sentido mínimo estrecha hasta la asfixia las posibilidades, generando una estética reconocible y normalizadora”. La imaginación literaria –entendiendo por tal a la capacidad de crear y desplegar mundos completos de nuevo cuño, ya sean plausibles o implausibles, tengan o no un pie en puntos reales de partida, parta el escritor “de una experiencia real, propia o ajena”–, crecería en todo su esplendor cuanto más se aleje de los referentes reales. Es decir, cuanto menos permanezca el autor “en el extrarradio de su entorno”, cuanto más se oculte –por decirlo con palabras del crítico Luis Manuel Ruiz en la reseña al imprescindible ensayo del anterior La huida de la imaginación (Pre-Textos, 2019)–, esa “descarada tendencia al narcisismo y la autoexhibición que con debilísimas excusas de recuperar no sé qué memoria, diseccionar no sé qué clase social, rescatar no sé de dónde a no sé qué pintor-escultora-dramaturgo/a nos endilga soporíferos libros de memorias que ni sus propios autores pueden soportar sin desmayo”, más cerca se encontrará de alcanzar la excelencia literaria. O, al menos, añado yo, de sortear el ridículo.

A pesar de que muchos críticos coinciden en situar la eclosión de este género en los años 70, cuando el término es acuñado –existe unanimidad en señalar que “autoficción” fue el término creado por Serge Doubrovsky en su novela Fils (1977) para designar “una ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”–, otros autores, como Vincent Colonna, han ampliado la cronología de esta ficcionalización del yo más allá del periodo bajo el signo de la crisis del sujeto. Como nos recuerda Ana Casas en el prólogo a El yo fabulado: nuevas aproximaciones críticas a la autoficción, para Colonna también serían autoficcionales (autofabulaciones) La divina comedia o “El Aleph”, aunque en ellos no hubiera sombra de duda con respecto a su ficcionalidad, y en todo caso, sin tener que remontarnos a la Edad Media –no solo Il Sommo Poeta; pensemos, por ejemplo, para el caso español, en el Arcipreste de Hita–, esta progresiva ampliación del espacio autobiográfico “venía fraguándose desde finales del siglo XIX”, momento en que los escritores “fomentaron la apropiación de la primera persona como voz del relato, la expresión introspectiva y frecuentemente digresiva, o el abandono del esquema episódico y la sucesión de aventuras como organizadores de la trama, a favor de convertir el universo íntimo de los personajes (y, cada vez más, de los propios autores) en materia narrativa”.

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La autoficción, ese mirarse a sí mismo, ese “me ha pasado esto, pues libro al canto”, según la gráfica descripción de Javier Marías, esa “literatura del literato” –para postulantes a literato, podríamos añadir maliciosamente–, como la ha denominado Luis Mateo Díaz, tiene, en este sentido, sus fervientes defensores, quienes aducen que no sería el síntoma de una imaginación agotada, ni el hijo vago de la sensibilidad cultural postmoderna, del triunfo de la individualización, de la centralidad de las identidades narcisistas y de la figura del autor, sino algo que viene acompañando a la literatura casi desde que Aristófanes, a quien se le atribuye la fundación de la crítica literaria, iba a la ludoteca.

Entre el pacto autobiográfico –nos recordaba Ángel Basanta, otro de los que se ha rebelado contra el “culto narcisista del presente”, contra “el acoso a la ficción”–, en que el lector de una autobiografía exige al autor la verdad en lo que cuenta de su vida, y el “pacto novelesco”, por el cual el lector de una novela suspende temporalmente la exigencia de verdad en favor de la verosimilitud literaria (interna) que haga creíble lo que se cuenta en el relato, existiría algo así una tercera vía, híbrida, bastarda, problemática, lo que Manuel Alberca –otro investigador que habría mostrado en los últimos tiempos su hartazgo con la autoficción, pues “los años empiezan a darme una visión más seria de la literatura”–, llamó,  homenajeando al ya clásico del francés Philippe Lejeune, Le pacte autobiographique (París, Seuil, 1975), “pacto ambiguo”, esto es, el acuerdo establecido entre el lector y el autor de una autoficción a través del cual ambos habrían de moverse en una ambigüedad calculada entre lo real, entre ese narrador en primera persona cuyo nombre coincide con el del autor, y lo inventado, el simulacro novelesco, ese campo de baches y de vacilaciones que el lector debe ir sorteando.

El crítico Pedro Pujante, ampliando el campo de batalla a la autoficción “fantástica” cuestionaba  que el género fuese simplemente “el producto exclusivo de una subjetividad moderna ni resultante de la crisis posmoderna del sujeto ni del psicoanálisis ni de la recomposición de las relaciones entre público y privado”. Para él se trataba de “una fuerza mucho más antigua que tiene que ver con una pulsión arcaica del discurso, una razón filosófica. La literatura de ficción –y no la escritura autobiográfica– sería, en sus palabras, “la verdadera precursora de la autoficción“. Una idea que conecta con la afirmación de Colonna de que la autoficción tiene “su corazón ardiente en la fabulación fantástica, en esa forma fabulosa de inventarse a sí mismo”.

El propio Jorge Carrión, que se ha caracterizado por su encendida apuesta por la ficción especulativa, participaba de planteamientos confluyentes con los anteriores y en un artículo publicado por el lejano 2007 –fecha en que la literatura del yo aún no era el zapallo de Macedonio Fernández que amenazaba con volverse cosmos–, proponía que frente al canon realista propio del “anquilosado discurso crítico sobre la literatura hispánica”, volviésemos a pensar la autoficción literaria partiendo de la célebre fotografía de Man Ray en que aparece Duchamp disfrazado de Rose Sélavy. El yo ficcionalizado, antiguo y clásico, se contrapondría al yo trasvestido. Es decir: el narrador casi idéntico al autor sería superado por un narrador que, pese a llamarse incluso como el autor real, llevaría a cabo actos o metamorfosis (fantásticos, de raza, de género) que lo convertirían en un personaje con entidad propia. Carrión encontraba en la literatura de Juan Goytisolo, César Aira, Manuel Vilas, Robert Juan-Cantavella o Fernando Vallejo, entre otros, ejemplos de alter ego ficcionales que se distanciaban de forma abismal del autor de carne y hueso, y que ensanchaban el campo de juego por otros imaginativos derroteros.

Pero incluso en el supuesto de que la autoficción fuese una forma narrativa vinculada a la literatura de imaginación y no tanto al relato autobiográfico –que es mucho decir–,  incluso si, como ha teorizado Alfonso Martín Jiménez, en todos los casos de autoficción, “entendidos como aquellos en los que el autor protagoniza sucesos ficticios, ya sean verosímiles o inverosímiles, se produce una ruptura de la lógica ficcional, con la consiguiente creación de mundos imposibles” y, por lo tanto, incluso si eleváramos el vuelo gallináceo que le hemos atribuido al género en los primeros compases de este artículo, pocos podrían negar honradamente que su cultivo ha terminado alcanzado dimensiones pandémicas y generado efectos empobrecedores sobre la literatura, aplanando el paladar del lector y relegando a obras de una ambición mayor a los márgenes cuando no directamente al cajón. Ni el torrente interpretativo que desde Francia ha terminado inundando los repositorios de textos académicos; ni las páginas y páginas de suplementos literarios consagrados a persuadirnos –bajo la excusa de que todo es literatura y de que es poco menos que fascista evaluar, no digamos educar, el gusto–, de sus bondades; ni las innumerables actividades de difusión científica que promueven universidades de medio mundo ni a la avasalladora presencia pública del yo-me-mí-conmigo puede ocultar esta aplastante realidad.

Como muestra, un botón. Si hace unos años alguien nos hubiese anticipado que una escritora dedicada a impartir talleres de no ficción podía llegar a fundar una editorial, naturalmente, de autoficción para publicar, en un ejercicio sin parangón de distanciamiento, las andanzas de sus amigas (sic); es más, si este visionario confidente hubiese añadido que lejos de ver implosionar tal proyecto en el momento mismo de rozar el mundo exterior, su ejecutora no solo no tendría que renunciar a su idea o, en todo caso, verla condenada a la más implacable de las marginalidades, sino que sería acogida en el prestigioso Filba, nos habríamos sonreído mientras espantábamos con las manos una mosca inexistente por el uso desmedido –nivel José Mota– del sarcasmo. Pero no solo es lo que está sucediendo, sino que preguntada en pleno acto promocional por las objeciones que algunos [snob is in the air] se empeñan en seguir poniéndole a la “literatura del yo”, todavía la protagonista de este sainete se podrá permitir tildar de boludos, entre carcajadas de complicidad con el público asistente, a quienes se preguntan si un libro concebido bajo tales parámetros –que incluirían entre sus virtudes, no bromeo, un tamaño pequeño y un peso liviano– acaso no juega en una liga diferente al Doctor Fausto, La muerte de Virgilio, Rayuela o, para que no se me reproche que tiro de cumbres inalcanzables –“A los escritores contemporáneos no les gusta que les digan que deben competir con Shakespeare y Dante”, decía Bloom antes de recordar que “esa lucha fue lo que llevó a Joyce hasta la grandeza”– de novelas más recientes del ámbito hispánico, ni siquiera especialmente transgresoras o vanguardistas, como Distancia de rescate de Samantha Schweblin o El niño que robó el caballo de Atila de Iván Repila.

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Podemos especular sobre si es cosa del relativismo posmoderno; del mercantilismo rampante; de la conversión de la crítica (con honrosas excepciones) en propaganda; de la profesionalización del Yo, como sugiere la citada Caballé, que provoca que todo lo que venga de él cuente con “el marchamo de legitimidad literaria”; del “eclipse de la distancia” que las artes visuales han operado en nuestra mirada; de si atravesamos, en palabras de Mora que no desagradarían a Lipovetsky, “el momento de mayor egocentrismo sociológico del que tengamos memoria como especie”, o si todo no es sino el síntoma de una época dedicada a la “intimidad transformada en un escenario expositivo”. Escojamos la variable que escojamos –o una conjunción de varias– el resultado seguirá siendo el mismo.

Santiago Alba Rico manifestaba hace unos años su extrañeza por la forma en que se había invertido perversamente el esquema liberal clásico que exige opacidad en la vida privada y transparencia en la vida pública, de tal modo que mientras hoy se habría vuelto completamente opaca la esfera pública, la vida privada habría quedado expuesta, desnuda, sin sombras ni recodos. “No lo ha hecho –concluía– mediante cámaras de vigilancia y confesiones forzadas, sino al revés, mediante la tolerancia suma y el estímulo tecnológico de las confidencias. Lo que ha conseguido es volver normativa, excitante, placentera y prestigiosa la autodelación”.

Otro pensador (y poeta) español, Alberto Santamaría, designaba por las mismas fechas principio Aub a “la habilidad del poder para generar una trama, esto es, una fábula, una narración que progresivamente invade los recintos vitales de cada sujeto”. Santamaría había tomado conciencia de este impulso leyendo La gallina ciega, el diario que el escritor exiliado había escrito durante los dos meses de permiso que el régimen franquista le había concedido bajo la excusa, en principio, de escribir un libro sobre Luis Buñuel. Una de las anotaciones que tomó Aub le sirvió en bandeja a Santamaría la clave para comprender el “impulso reprogramador del franquismo” y su potencia para generar relatos capaces de transformar las relaciones sociales, las palabras, los gestos y los afectos: “Aquí no es que no haya libertad. Es peor: no se nota su falta”.

¿Será esto lo que, prescindiendo de cuatro desfasados aguafiestas, ocurre? ¿Es la autoficción a la literatura como el olor a tabaco para el fumador, que pueda atufar la habitación o su propia ropa sin que lo note? Probemos a sustituir “franquismo” por “capitalismo” o “neoliberalismo” y veamos qué pasa. Ezra Pound vio venir una época de “franqueza sin precedentes”. ¿Una época tal vez en que la autoficción sería a la literatura como el biopic al cine, el coaching a la filosofía, el fisio a la salud, Taylor Swift a la música, los musicales al teatro? ¿Una omnisciente aliteración? Para los habitantes del panóptico ya nadie va desnudo, porque todos nos hemos quitado la ropa. No hay secreto, porque los confesonarios tienen altavoces conectados por bluetooth. Y así incluso para quienes ya venimos avisados, es difícil no vernos a nosotros mismos –Et tu, Brute?– asomados con rostro bobalicón al desfile de las pequeñas miserias humanas contadas con una mano en el bazo y la otra en la caja registradora. No desfallezcan, que continuamos.

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El escritor, como se dijo de Flaubert, es siempre el idiota de la familia. Italo Calvino lo sabía, de ahí que al ser preguntado en cierta ocasión por qué se hizo escritor no tuvo más remedio que confesar: “Uno se vuelve escritor cuando no sabe hacer nada mejor”. Algo similar parece pensar su compatriota Verónica Raimo –ahí se acaban las semejanzas–, autora de Nada es verdad, Premio Strega Giovanni 2022, que ha terminado inspirando estas líneas.

De qué va. ¿Cuál es su point?, que diría hoy la chavalada (y los profes que quieren ir de guays y que, obviamente no lo consiguen, porque ‘guay’ está tan demodé como la misma ‘demodé’). Pues en la tradición de las novelas de formación, solo que en clave estrictamente autobiográfica, de la vida y ni siquiera milagros de la autora. En modo contraportada: de una chica que crece en un barrio de Roma junto a su excéntrica familia: la madre omnipresente “cuyo único principio moral es su ansiedad”, y que se empeña en atribuirle vocaciones apócrifas a la hija; de un padre lleno de excéntricas obsesiones, que se dedica a llenar de tabiques y altillos la casa en la que viven hasta hacerla prácticamente inhabitable y que lleva, vaya por Dios, una doble vida; del condescendiente hermano mayor, ojito derecho de la madre, también escritor en proceso de escribir ¡una autoficción!; del abuelo Peppino, el único que parece entender a Verika pese a su mutismo ensordecedor… Y, en el centro de la escena, de una niña, la autora, narradora, personaje, protagonista, que en medio del caos o de la indiferencia, se ve en la urgente necesidad de empezar a imaginar vocaciones tras las que ocultar sus complejos, su tristeza, su apatía… Lo que viene siendo un/a adolescente.

A partir de ahí, obsesiones, resistencias, ambiciones, complicidades, renuncias, la educación sexual, la (no) maternidad, la ternura, la escatología, el sentido del humor, la familia como infierno, “la empresa siempre incierta que es convertirse en mujer”… En suma, todo lo que podría caber en un especial de navidad de la Superpop, conforman el campo semántico de esta novela divertida por momentos, bien escrita en ocasiones, no exenta de técnica, que no habría dejado más huella en mi espíritu que un vago recuerdo y que desde luego no me habría instado a sentarme delante del ordenador –para dejar de leer otros títulos más reseñables– si no fuera porque cometí la temeridad de leer las reacciones que había generado entre la prensa especializada española, que resultaron no solo muchas más de las habituales para un libro publicado por un sello independiente, sino que parecían haber concitado una recepción unánime, de muy positiva a entusiasta, como cualquiera podrá comprobar leyendo las citas de los paratextos que acompañan a la ya cuarta edición. Fue en ese preciso momento –a buenas horas se cae este del caballo, pensarán– cuando me percaté de que algo marchaba mal y de que merecía la pena detenerse un momento a analizar qué (nos) estaba pasando.

Porque seamos sinceros: ¿qué ha tenido que ocurrir para que una obra seleccionada por un jurado compuesto por estudiantes de entre 16 y 18 años pueda llegar a ganarse el favor no ya de un público adulto sino de una audiencia a la que presumimos selecta, la de los prescriptores literarios, esto es, por aquellos que se supone tendrían que estar más entrenados a la hora de separar el grano de la paja? No sé cómo habrá salido Italia en el último informe Pisa, pero viendo en mi instituto las dificultades que presentan los chavales a la hora de aproximarse no ya a Tiempo de silencio, que para evitar ataques de ansiedad han sacado directamente del currículo, sino a una novela como El árbol de la ciencia –que provoca sudores fríos a los pocos incautos que no atajan por ChatGPT o El rincón del vago–, me cuesta imaginar que un jurado formado por alumnos de 1º y 2º de Bachillerato, en pleno siglo XXI y por precoces que sean sus miembros, hubiese premiado obras como Orlando, El ruido y la furia, Conversación en La Catedral o, sin ir más lejos, la de los autores italianos que han ganado el Premio Strega –a secas– a lo largo de su historia: los Buzzati, Eco, Bufalino, Bassani, Lampedusa, Magris… Y es normal. Pues a esa edad, salvo alguna rara excepción, el gusto no está formado, no ha habido tiempo para comparar, vencer las exigencias a las que nos somete la gran literatura, establecer categorías, formar un juicio crítico… Lo verdaderamente inquietante es pensar que lectores profesionales consideren que esta sea una novela ante la que hay que “estar preparado para estar hablando durante mucho, mucho tiempo”, como se lee, no sin sufrir microespasmos, en la faja promocional.

Uno, que no es un lector especialmente dotado, dio cuenta de la misma en una tarde –son poco más de 200 páginas–, hará cosa de un mes y casi no se acuerda de nada por mucho que frases como “Mis momentos de soledad más profundos los he vivido en la taza del váter” o “La polla del tío Uccio no había sido la primera que había visto en mi vida”, que abren sendos capítulos, sean más difíciles de olvidar que los pasajes más memorables de El desierto de los tártaros o El gatopardo, que son justo el tipo de obras que cuesta pensar cómo podrían tener alguna oportunidad en caso de ser presentadas hoy en día a concurso. No quisiera sonar elitista –reproche, por cierto, que desde hace décadas pesa sobre quienes denuncian la baja calidad de ciertas producciones culturales, porque “es lo que el público pide”–, pero no puedo evitar preguntarme a mí mismo qué tipo de lector estamos conformando cuando una ¿novela? como esta es susceptible de “enamorar” a más de 100.000 lectores, de causar sensación ya por lo menos en dos países, me voy a poner estupendo, puerto y faro de la civilización latina.

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El filósofo Javier Gomá calificó de “literatura maleducada” a aquella que obliga al lector o al espectador a observar cómo el autor conjura sus demonios o se desnuda integralmente en ella, elevando a valor supremo “la exhibición impúdica de una sinceridad considerada en sí misma como un logro artístico e incluso ético”. No iría tan lejos en este caso. De hecho, no niego las virtudes que encierra el libro: lo que tiene de crítica al patriarcado, de retrato generacional –de raritos de los 90: como si los/me viera–, la calculada ambigüedad –que es, por otra parte, ínsita al género– a la hora de sumir al lector en la duda respecto a la veracidad de lo narrado. Tampoco infravaloro ni el valor de ciertas reflexiones metaliterarias, ni cómo aborda algunos de los problemas existenciales a lo que se enfrenta la protagonista, como su pecho plano, sus problemas para ir al baño o su relación con alguno de esos novios muy por debajo del punto de cocción a los que se aficiona y que representan el verdadero test de suspensión de credulidad para el lector, asuntos todos que aborda desde un sano cinismo, una amarga comicidad y un antimoralismo autoflagelatorio muy de agradecer.

Seguramente la traducción de Carlos Gumpert es estupenda –como repiten quienes la encomian, digo yo que por haber podido cotejarla con el original– y el título no puede ir más al pelo: como el editor nos advierte Niente di Vero contiene una ambigüedad intraducible al español. Significa literalmente tanto “nada de cierto”, como “nada de Vero”, en alusión a Verónica, la protagonista de la novela. No es El paraíso perdido, pero aquí hay literatura.

Pero tengo la sensación de que un poco gato por liebre sí que nos están dando. Y no hablo aquí de un sello editorial que, por lo demás, nos ha dado grandes alegrías –como me recuerda el título que leí justo antes del referido, El tiempo regalado de Andrea Köhler, el cual, por cierto, también contiene elementos autobiográficos, pero sublimados–, sino del mercado editorial en su conjunto con la colaboración activa de suplementos literarios, críticos y hasta lectores bienintencionados que terminan, terminamos, haciendo nuestros los persuasivos argumentos de las agencias de comunicación.

No por archiconocidas –aunque de un tiempo a esta parte parece que no puedan citarse sin antes pedir perdón– las palabras de Dialéctica de la Ilustración dejan de reverberar aquí. La “absolutización de la imitación”, la “individualidad” tolerada solo en tanto identidad incondicionada con lo universal, el humor concebido como “triunfo sobre lo bello”, la “fusión de cultura y entretenimiento”, la “espiritualización forzada de la diversión”, el “culto efímero de la celebridad”, la “liquidación de lo trágico”, “la apariencia de la posibilidad de elección”… Quisiéramos que estos sombríos acordes se hubiesen quedado obsoletos, pero hay pasajes escritos antes de la invención del televisor que parecen reservados a propósito para definir nuestras sociedades reticulares postmodernas.

“El engaño –señalan Adorno y Horkheimer– no reside en que la industria cultural sirve distracción, sino en que echa a perder el placer al quedar ligada, por su celo comercial, a los clichés de la cultura que se liquida a sí misma”. La “atrofia de la imaginación, “la misma vida cotidiana de la que se quería escapar” ofrecida como “paraíso” anticipan esta “economía de la confidencia”, esta Industria Extractiva de la Subjetividad –por utilizar las palabras de Eloy Fernández Porta– que sustentan nuestra época y que inevitablemente terminan devaluando sus manifestaciones artísticas.

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Ningún gran artista ha ocultado tanto su yo como Shakespeare, ninguno ha sido más elusivo, oblicuo respecto a su biografía, ninguno se ha diseminado en tantas direcciones, ninguno ha estado más cerca –a pesar de que Tolstoi presentó en firme sus credenciales– de rivalizar con Dios. Kafka confesó que se inició en la literatura cuando pudo sustituir el “Yo” por el “Él”. ¿No debieran ser estos suficientes indicios?

Decía Nabokov a sus jóvenes pupilos: “El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción. (…) La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad”.  Cuando su propia máscara aún no lo había devorado –casi no recordamos lo extraordinariamente bien que llegó a escribir (y a discurrir) este hombre–, Vargas Llosa dijo algo que participa de esta idea y que parece olvidarse pese a haberse convertido en un lugar común, casi un eslogan –la famosa “verdad de las mentiras”– cada vez que se alude a la estética del escritor peruano, esto es, que “toda buena novela dice la verdad y toda novela mala miente. Porque decir la verdad para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión, y mentir, ser incapaz de lograr esa superchería”.

¿Entonces? Si nadie discute la tesis, tan frecuentemente desarrollada por George Steiner, acerca de la verdad de los grandes personajes literarios, llamados de forma escandalosa a sobrevivirnos en el tiempo “cruelmente” y, en los casos más logrados, como la Natacha de Guerra y paz, a “reducir nuestra biografía a un gris fantasmal”, si hasta en el taller literario de la más remota aldea de la España vacía escriben en la pizarra el primer día  aquel aserto de Wilde de “toda mala poesía es sincera”,  ¿a qué este ensimismamiento, este repliegue, este engolfamiento en nuestras propias minurrias, este miedo a salir a campo abierto, este pánico a la libertad creativa?

Blanchot vio que los escritores que tienen diario son los más “literarios”. A partir del momento en que la obra se convierte en búsqueda del arte, en literatura, el escritor siente “la necesidad de conservar una relación consigo”. El diario es ese lugar en que la intimidad, la soledad pueden respirar en la “humildad de lo cotidiano”. Es el antídoto frente a la tentación del exhibicionismo. El autor se reconoce ahí y se desfoga ante la agotadora, la primordial tarea de “entregarse a la fascinación de la ausencia de tiempo”, que es escribir ficciones.

Y cuando hablamos de ficciones no excluimos las que pudiéramos considerar realistas, entendiendo por estas aquellas en que el grado de invención –no existe la transparencia en literatura– pudiera aproximarse a cero. Incluso un crítico como Vicente Luis Mora, para quien “El peso de lo real hunde la obra”, admite que ciertas narrativas que se acercan a lo real y a lo biográfico, como la mexicana o argentina, han sabido compensar la falta de imaginación con “una acerada tensión estilística y con una visión de la realidad afilada y más dirigida al entendimiento de la situación social”. Como dice en otro lugar: no es el asunto de la obra lo relevante, ni siquiera hablar de uno mismo, “sino hacerlo sin ambición artística y sin recursos técnicos”.

Los cuentos de Borges son el ejemplo de que ambos tipos de ficciones, ambas tradiciones, la realista y la fantástica, pueden producir frutos exquisitos. ¿Pero quién querría ser alfarero pudiendo erigirse como emprendedor de sí mismo?

“Las diferentes estrategias comerciales –decía César Rendueles en Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital: título que prueba que un ensayo notable puede tener buenas ventas y que el público puede pedir algo si se le ofrece– tienen un efecto de retroalimentación crucial sobre el conjunto de prácticas relacionadas con la lectura y la escritura en nuestros días”. Y puesto que la evaluación de novelas es, efectivamente, un “proceso lento y complejo”, si no queremos delegar la construcción del gusto literario en los comentarios de usuarios en redes sociales, en reseñas favorables pagadas para escalar en los ránkings, en oscuras estrategias que, con la excusa de un supuesto “giro democrático”, de una ayuna cuando no existente deliberación colectiva, abaratan cuanto tocan, habrá que convenir que la mediación especializada –pese a la “disminución del sentido sacro de la autoridad” descrita por Edward Shils en su día– seguirá desempeñando “un papel crucial”. Al menos por un tiempo.

Por eso quienes se dedican a analizar el hecho literario, no digamos ya quienes por su profesión o su posición cuentan con una audiencia, deberían ser cuidadosos. Evitar decir, por ejemplo, que “El buen periodismo y la buena literatura son una y la misma cosa”, como leo mientras termino estas líneas en la faja promocional del último libro de Leila Guerriero. Tales aseveraciones –iba a decir que gratuitas–, servirán para vender libros, pero no le hacen ningún favor ni a la literatura ni al periodismo ni a la receptora de tales halagos, cuyo talento para la escritura está, por otra parte, fuera de duda, ni al escritor de éxito que las profiere y que bien podría figurar en lugar tan preeminente sin necesidad de recurrir al trazo grueso.

No se trata tampoco de desaconsejar la lectura de libros como este Nada es verdad, más síntoma que causa de algo que viene de muy atrás y que lo trasciende. No es peor que muchas otras obras autoficcionales que llegan a las librerías. Incluso es probable que sea mejor que la mayoría y, como un capítulo del 99% de esas series que tanta distinción y buena conciencia nos aportan, como un concierto de Lori Meyers o Vetusta Morla, como alguna de esas exposiciones “inmersivas” que ahora están tan de moda, en definitiva, como todas esas manifestaciones de lo que Dwight Macdonald llamó en su día Midcult, puede suponer –siempre que tengamos claro el terreno que pisamos– un grato pasatiempo. Si pensamos que hasta principios del siglo XIX, como nos recuerda Daniel Bell, los entretenimientos populares en un país como Inglaterra se limitaban a riñas de gallos, peleas de perros y osos y ejecuciones públicas de criminales, no se puede negar que algo hemos avanzado. Además, volviendo al caso que nos ocupa, al lado del nivel medio de los últimos premios Planeta, Raimo es Faulkner. Pero si hablamos de leer, de formar parte como lectores de la grandeza, “base de la experiencia estética que antaño se llamó lo Sublime”; si –siguiendo la argumentación de Bloom–, mantenemos abierta la pregunta “¿Qué debo leer?”, conscientes de que nuestro tiempo es escaso, y no tanto “¿Debo molestarme en leer?”, que reduce el libro a uno más entre los múltiples productos que podemos consumir en nuestro tiempo libre; si un siglo después de haber sido proferidas aún damos algún crédito a las palabras de Lukács cuando definía a la novela como “la epopeya del mundo abandonado por los dioses”, entonces deberíamos tomarnos en serio a los potenciales lectores y tener claro que no por participar en ambos casos de la biocenosis podemos pretender que una cebolla sea una orquídea.

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Corolario. Dice Bolaño al final del artículo citado al inicio:

“Corolario. Hay que releer a Borges otra vez”.

Digo yo: para que siga habiendo cosmos más allá del zapallo.

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