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Novela por entregasCeder a gusto (uñate)

Ceder a gusto (uñate)

 

El tiempo seguía corriendo en contra de mi ingreso en un centro psiquiátrico, manteniendo la distancia con el amor verdadero que no por ello era el mejor. Porque a veces tocar el cielo –decídase a pasar un fin de semana enclaustrado en casa de un filósofo o aliméntense a base de espumas y aires de Adrià– no es sinónimo de mantenerse allí arriba, sino de caída libre, cuando desde la estratosfera al nivel del mar, los que han caído, no se les recuerda más que pos sus entierros o retiros tetrapléjicos.

 

Pero antes del día clave para ceder a gusto todo el trabajo realizado, dejándome perder el terreno ganado, esquivé un par de bombas de mortero, que no eran más que sus acercamientos, que a veces eran positivos “Por favor, te echo de menos: tenemos que quedar” y otros algo negativos: “Eres un mediocre, tu creatividad no existe: te dedicas a escribir sobre los demás”. Esa última ofrenda salival se produjo en una de las subidas y bajadas que nos marcaron el devenir de una relación que si lo llego a saber la grabo en video. Fue tras un emotivo correo que le envié –ya habíamos comenzado a rociarnos de opciones para quedar, que como latigazos fueron aguantados hasta que ya no pude más– en el que le hice llegar el enlace de una foto en la que yo salía durmiendo junto a un besugo. La idea surgió y valió para promocionar a Trasañejo en las redes sociales, tan necesitadas de este tipo de gilipolleces. Pero su respuesta no estuvo acorde. Me llamó “mediocre” y rasuró cualquier parecido entre mi obra y la creatividad porque en esos días Flower se movía a gusto entre mis renuncias a vernos y los insultos y reproches mutuos. Pero era evidente que la cosa comenzaba a tomar cuerpo: habíamos pasado del silencio sepulcral a las intentonas vanas para vernos. Hasta que un día Flower me envió el siguiente mensaje por Skype: “Bueno, al menos podíamos quedar para tomar un café, como seres humanos”. Me conmovió tanto aquel minúsculo texto, que como un micropoema impactó en mis sienes que rebotaron un sí melodramático. Lo más curioso de todo era que Flower ya había tomado la decisión de largarse de Camboya –a mí no me avisó, el fraude profesional del Tribunal que juzga a los Jemeres Rojos era evidente– y esos noventa días los quería vivir adosada a un amor que nunca sintió, ni de lejos, en su vida anterior. Para ayudar a completar este libro de verdades, y tras aceptar que podíamos quedar a tomar un café, Flower se volvió loca, como se volvía siempre, invitándome a Indonesia, a no sé cuál isla –viajó sola para meditar; y tras meditar me dijo que teníamos que quedar: o sea, que no debió meditar correctamente– a la que por supuesto nunca fui por dos razones esenciales: la económica y Trasañejo. Debo reconocer, con el paso del tiempo, que hubiera sido capaz de pillar el primer avión destino a su cuerpo lozano. Pero a veces ser pobre y estar ocupado tiene sus ventajas.

 

Mientras Flower hacía surf hablaba conmigo a través de la red, siempre por medio de los mensajes de texto –su voz hubiera turbado mi sueño y su imagen mi escasísima estabilidad que en aquellos días ya había saltado por los aires– para ponerme al día de lo que me echaba de menos y para refrescarme la memoria: por alguna razón metafísica se había vuelto loca por mí, exactamente lo que yo padecía, añadiendo veneno al asunto cuando me comentaba lo que soñaba con nuestros actos sexuales, preámbulos del ictus, que de nuevo se divisaban en lontananza: y yo sin seguro médico.

 

Quede claro que desde aquella cita oficial que ya era irrenunciable e inaplazable, y que se produciría a los días –cuando ella volviera de su recorrido por diversas islas de Indonesia–, mi gesto mutó, mi positivismo ascendió y mis sueños, por fin, se iban a hacer realidad, en una relación rocambolesca donde tras mis mil negativas a vernos un solo ‘sí quiero’ fue suficiente para que todo el esfuerzo por curarme cediera. A gusto, repito.

 

Por supuesto, y para dos personas que estamos medio locas y bebemos a diario, aquellos días de tensa y dulce espera no fueron sólo días de vino y rosas, ya que en medio de la cuenta atrás podíamos pelearnos, amarnos, invitarnos a compartir para siempre el resto de nuestros días o insultarnos y anular aquella cita, que según la duración de las conversaciones a través de internet, o de nuestras ingestas de vino –o de las dos cosas a la vez– podía bailar más que un flan recién salido del horno. Reproches, desprecios, carantoñas por medio de emoticonos –los odio–, recuerdos imborrables, y todos esos ingredientes para que la locura persistiera en nuestro día a día, incluso cuando nos separaban mares y cientos de kilómetros de distancia.

 

 

–Voy a quedar con Flower.

 

–¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

 

–Sí.

 

 

La conversación se produjo con Sancho, mi socio en Trasañejo y amigo fiel, preocupado por mi situación mental, y por ende la del restaurante, cuando Flower y yo pernoctábamos juntos a diario y los tsunamis se sucedían como las mañanas en los días. A Sancho nunca le gustó Flower demasiado. Sabía que no me hacía bien y que poseía particularidades, refrendadas con hechos, que le restaban pureza. O autenticidad. De hecho Sancho fue el que bautizó a sus amigos como el Grupo Tóxico, cuando curiosamente ese apelativo nada tenía que ver con las drogas sino con la toxicidad que arrojaban a una Flower que por aquellos días ya se había dado cuenta de que aquellos que decían ser sus amigos en realidad eran basura cósmica.

 

 

Justo antes de que la cita llegara a buen puerto –debían quedar un par de días para que Flower volviera a Camboya desde las islas Gili– se produjo un acontecimiento cuanto menos extraño. Marilyn, una de sus amigas predilectas, y probablemente la única que se mantuvo fiel a ella hasta el final, apareció en Trasañejo por sorpresa, ya que era una de las que menos alegre le ponían mis textos que por este medio reproduzco en donde cuento asuntos que son absolutamente ciertos y que para algunos deberían ser exclusivamente privados. Aquella noche de sábado una mesa de dieciséis comensales reservada por uno de nuestros mejores y más fieles clientes trajo en el grupo a una Marilyn que nada más entrar me reprochó mi actitud literaria así como me advirtió que únicamente había pisado mi negocio porque el grupo había reservado allí. A mí sus opiniones siempre me preocuparon poco, aún considerándola una amiga real de Flower –aunque sólo Flower y yo sabemos lo que, en su momento, dio por saco–, por lo que aparte de saludarla como si tal cosa le dije que Flower y yo habíamos retomado la comunicación, preámbulo de todo lo que iba a venir después. Creo que se alegró. O no. Las mujeres interpretan más que los hombres, y aquellos gestos, en el fondo, me daban igual.

 

Lo que ocurrió después es digno de estudio. Porque la mujer de mi mejor cliente se encontró una uña perfectamente recortada en su plato. Justamente en el suyo. Esta mujer yacía junto a Marilyn. Si aquello había sido una casualidad tenía menos visos de serlo que una venganza en toda regla. Teniendo en cuenta que nunca ni antes ni después ha aparecido uña o pelo en plato alguno, y que Marilyn hacía meses que no aparecía por mi santa casa, y que el destino decidió que a los tres minutos de su aterrizaje apareciera una uña justo en el plato del comensal de su izquierda: la mujer de uno de nuestros mejores clientes. Aparte de pedir disculpas, avergonzado, y de cambiar aquella ensalada, abrí una investigación intentando descubrir el entuerto, que desgraciadamente me llevaba a una única salida: la venganza se sirve en plato frío. Y aquello aconteció sobre un plato de ensalada de lentejas.

 

Esa noche no dormí, entreteniéndome bebiendo vino hasta que comencé a enviarle un correo a Flower indicándole que su amiga del alma había depositado una uña sobre el plato de una de nuestras mejores clientas. Me cagué en los muertos de todos. Y me quedé dormido dentro del restaurante, en un sofá que adorna la primera planta. A eso de las seis de la mañana mi teléfono y ordenador comenzaron a temblar. Como no poseía prueba alguna tuve que envainármela. Entendiendo que en 48 horas íbamos a quedar. Creo que nunca se lo comentó a su amiga, aunque a mí me dijera que sí lo hizo. Y dio por zanjado un asunto que sin que tenga hoy día mucha importancia –aquellos clientes siguen siéndolo de Trasañejo– me sigue pitando en ambos oídos: aquello tuvo que ser un sabotaje. Una venganza. O es que mi cabeza en aquellos días, crecida por las dificultades y las sorpresas inauditas, no daba para más.

 

Tras pedir disculpas –debía seguir respetando la opción de que no hubiera sido su amiga– me volqué en que esas últimas horas no fueran tormentosas. Flower tampoco debía andar muy bien de la cabeza porque si de verdad yo me había vuelto loco inventándome tal historia no tendría sentido que dos días después quisiera verme la cara cuando la ausencia de miradas y tocamientos debía superar los dos meses. La resaca fue monstruosa. A todo esto no había casi pegado ojo por culpa de aquel sofá; cuando me acosté apestando a sudor y a freidora, con la misma ropa que trabajé, enloquecido por aquella uña en la ensalada. Pero lo que había quedado claro es que nuestras ganas de vernos superaban a atentados, interpretaciones de los mismos, tensiones, insultos y desprecios. Y que la cuenta atrás había comenzado, como en esas películas exageradas donde el mundo está a punto de saltar por los aires y el guaperas protagonista desactiva la bomba en el último segundo. Que ya adelanto que nadie desactivó la nuestra.

 

 

Joaquín Campos, 16/08/14, Phnom Penh. 

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