(Madrid. Abuela, murió con 79 años el 29 de marzo). “Querida Abu: Te mando esta carta porque sé que estás ingresada en el hospital de La Paz. Espero que no te aburras. Vamos a intentar llamarte todos los días para que no te sientas mal. Un abrazo, ¡TODO VA A SALIR BIEN!”. ADRI.
Como ejercicio para las clases virtuales de Lengua, los alumnos de 4º de Primaria tenían que escribir una carta a alguno de los pacientes anónimos que estos días abarrotan por miles los centros sanitarios de Madrid. Los niños podían elegir el hospital. Los textos serían enviados a través de los servicios improvisados en las últimas semanas en cada uno de ellos para dar ánimos a los enfermos. Adrián, de nueve años, quiso saltarse un poco las directrices. Tenía sus motivos. La abuela Celia acababa de ser ingresada en el hospital de La Paz ese mismo día. Era el domingo 22 de marzo. “La he recibido, Adrián. Me ha hecho mucha ilusión”, contestó diligente la abuela a través de WhatsApp. La Paz estaba esos días más que saturado. Celia tardó un par de días en disponer de cama. Mientras, la espera se alargaba en un sillón. Y justo en el hospital al que no quería ir la mujer porque es ahí donde había muerto su marido de cáncer. Lo cuenta sin querer hacer de ello una denuncia Silvia Revuelto, de 44 años. Es hija de Celia y madre de Adrián. Su relato es durísimo, pero no destila odio. Si algo desea es que, por encima de todo, quede el poso del recuerdo de la carta con el dibujo del virus cruzado por una franja roja. “Se nos muere la gente por los pasillos. No sois conscientes desde casa de lo que es esto”, le decían desbordados los sanitarios desde el centro hospitalario a Silvia. “Me solidarizo con ellos, con esa situación. Llegué a ofrecer mi propio coche para trasladar a mi madre a otro centro”. La abuela cada vez tenía menos fuerza, cada vez le costaba más hablar por teléfono y contestar a los mensajes. El móvil era para Silvia, su hermana y su hermano un buen termómetro para saber que estaba empeorando. “Veíamos que hacía horas que no se conectaba”. El único cordón umbilical acabó siendo la carta de Adrián que aparece junto a estas líneas y alguna otra en la que también participó su hermano Guillermo, de cinco años. “Mi madre estaba perfecta”, rememora el pasado más reciente Silvia. “Imagínate, quiso dejar la calefacción puesta en casa cuando la llevamos al hospital”. Es verdad que los días previos Celia, de 79 años, pegó un bajonazo. Había empezado con algo de fiebre, después había dejado de comer, seguidamente diarreas… “Yo creo que pudo estar 10 días en casa con el virus, pero no presentaba problemas respiratorios y no le hicieron la prueba”, relata Silvia. Eso sí, habían enterrado a su cuñado, el marido de su hermana, hacía pocos días. También lo atropelló la Covid-19. Aun así, todo ha sido muy repentino recalca la madre de Adrián con cierta incredulidad. Incluso asumiendo que las personas mayores corren más riesgo, para miles de familias el virus acaba asestando un hachazo seco y traicionero. El temor de los tres hijos enfiló un camino casi sin retorno cuando su madre fue trasladada al hospital de Cantoblanco, adscrito a La Paz. Los peores presagios se iban cumpliendo. El sábado 28 fueron llamados para ir a visitarla. Cruzaron la puerta vestidos con bata y desinfectados. Allí estaba Celia con su oxígeno. Plenamente consciente también del trance. “Claro, nos veía allí a los tres, todos tan solemnes”. Conscientes todos de que aquella era una visita mucho más que extraordinaria. Consciente la abuela de que dos días después era el cumpleaños de una de sus hijas. Consciente de que no tenía zapatillas. “Mamá nos pidió que le trajéramos unas”. Como queriendo quitar hierro al asunto. Como queriendo negar lo evidente. Lo que los cuatro barruntaban. Fueron 10 minutos de la madre con sus tres hijos. “En esos momentos le dices a tu madre cosas para despedirte, para quedarte en paz”. Los médicos no se habían equivocado con la convocatoria. Al día siguiente, el domingo 29 de marzo, Celia falleció. “Hemos sido muy afortunados por haber podido ir a verla, a despedirnos el día antes”, cuenta con voz serena Silvia. “Cantoblanco es un remanso de paz. Nadie corre. El lugar perfecto para este desenlace”. Quedaba por delante una dura semana por la saturación de las funerarias. Hay que estar pendiente las 24 horas del día por si te llaman. “Si no coges el teléfono se te puede pasar el turno, nos advirtieron”. Un día sonó a las tres de la madrugada. Tocaba elegir el tipo de féretro. Otro eran sobre las cuatro. Anunciaron que el entierro sería el viernes en La Almudena, cinco días después del fallecimiento. “Tuvimos suerte, porque mi tío tuvo que esperar más días. Además el cuerpo de mi madre fue de Cantoblanco al tanatorio de la M-30. Evitamos el baile de que se la llevaran al Palacio de Hielo”, relata Silvia refiriéndose a una de las tres morgues de emergencia habilitadas por la acumulación de cadáveres en la capital. El sepelio es un trámite áspero y amargo, pero con frecuencia el calor de los más cercanos acaba siendo ese bálsamo con el que empieza a cicatrizar la ausencia del ser querido. Hoy la frialdad de los cementerios se multiplica con las restricciones que la expansión del virus impone a los familiares. Máximo tres. Es lo estipulado. Solo Silvia, su hermana y su hermano ya cubrían el cupo permitido. “Mi marido vino. Dijo que si nos ponían una multa, la pagábamos”. No fue necesario. Viernes de Dolores en el cementerio de La Almudena. “La Abu ya está en el cielo con el abuelo”, escucharon Adrián y Guillermo. El primero lo ha aceptado, el pequeño es escéptico. El deseo exclamado por el nieto como cierre epistolar no se cumplió. ¡TODO VA A SALIR BIEN! Sí queda, después de todo, el archivo digital de la carta enviada al hospital de La Paz. La familia ha permitido que se publique como último homenaje a la abuela Celia, al igual que la foto con sus nietos que llevaba en su perfil de WhatsApp. Para Adrián todo esto es muchísimo más que un ejercicio de Lengua realizado bajo el confinamiento. Luis de Vega. Gracias al diario El País.