(Sant Joan Despí, Barcelona. Murió a los 87 años el 5 de abril). La tía Celia no era una tía cualquiera. Era de esas personas que en una familia se convierten en imprescindibles. Por su carisma, por su capacidad de juntarnos, por ser la estrella de la sobremesa, por su memoria prodigiosa para recordar películas, actores, actrices, canciones… y anécdotas, que pedíamos que repitiese aunque las hubiésemos escuchado decenas de veces. Porque sabíamos que íbamos a acabar otra vez llorando de la risa. La recuerdo con el pañuelo por debajo de las gafas, secándose las lágrimas. “Tía, cuéntanos el día que ibais por carretera y era de noche y buscabais una pensión…”. “Pues nada, que íbamos desesperados buscando sitio donde dormir, anochecía, y a lo lejos vimos un cartel, y todos los del coche emocionados: ¡Pensión, pensión! Y cuando nos acercamos… ¡‘Pienso’, ‘Pienso’! es lo que ponía allí!”. Escrita pierde la anécdota. Pero contada y adornada por ella, les aseguro que no. Cuando era pequeño se estilaba lo de ir a visitar a los primos y a los tíos. Un día y a una hora concreta de la semana. A casa de la tía Celia íbamos los domingos después de comer. Vivía con el tío Pedro y sus tres hijos (Pedro Luis, Antonio y David), en el último bloque de Bellvitge, top en el ranking de barrios dormitorio de Catalunya. Pero para mí, ir a Bellvitge no era ir a un barrio dormitorio. Era ir a otro mundo. Vivían en el piso número 12. Y desde la ventana de mi tía las vistas eran increíbles. Imagínense a esa altura: cómo se veía la autovía de Castelldefels, o el hospital de Bellvitge, o el aeropuerto de El Prat… Y los campos, sí, sí, campos con actividad agrícola, donde hoy está el estadio del Hospi o el parking del hospital. Aquella ventana, en los ochenta, era mi Play o mi Nintendo. Me podía pasar horas mirando por ella. Nuestra visita del domingo tenía un sentido. Mi abuelo, que vivía en Cornellà con la tía Salud (otra crack), iba los domingos a comer al piso de la tía Celia. Y se volvía con nosotros. Yo aprovechaba la siesta de mi abuelo Pedro para robarle Sugus. Y mi tía se partía viendo como se los sisaba del bolsillo de su chaqueta. Justo detrás del bloque de la tía Celia había un parque, y en medio del parque, una pequeña ermita. Allí se casaron algunos de mis primos. Porque antes los primos se casaban. Para la historia familiar quedará la boda de Pedro Luis, en medio de un diluvio, y con el cura oficiando con botas de agua y tejanos. La tía Celia siempre sostuvo que aquella ceremonia, con aquel cura y aquellas pintas, no tuvo validez. Aunque Pedro Luis y Mari Nieves siguen felizmente casados. Cuando crecimos, las visitas a Bellvitge dejaron de ser tan frecuentes, pero con los años, la tía Celia, la tía Salud y mi madre se inventaron la excusa para juntarnos: un cocido extremeño en “el terreno”. El terreno era lo que ahora más finamente llamaríamos la segunda residencia. En los ochenta se iba al terreno, porque era lo que se compraba, un terreno. Allí el tío Pedro y el tío Marcelino (que se fue demasiado pronto) se hicieron unas casitas, con su huerto. Celebramos varios años el cocido, hasta que la tía Celia tuvo un ictus. Y ya nada fue lo mismo. Aunque a veces nos sorprendía con recuerdos del pasado que evocaba con la lucidez que siempre tuvo. Quiero agradecer el ejemplo que nos han dado la tía Salud, mi padre, mi madre y mis primos, que no han permitido que la tía Celia pasase ni un solo día sin ser visitada en la residencia. Hasta que llegó el confinamiento. La paradoja es que ella, que nos juntaba a todos, se ha ido sola. Como tantos muchos otros. Exageradamente demasiados. Es la cara más cruel de esta pandemia. Que estas líneas también sirvan de recuerdo para todos ellos. Habrá que ir pensando en un cocido en el terreno, o donde sea, para juntarnos y despedirla como se merece. Comiendo, bebiendo, riendo y cantándole la canción garrovillana de San Antón, de la que todavía no se había olvidado. Jordi Évole. Gracias al diario La Vanguardia.