Las comidas o las cenas de cantina suelen ser el momento más creativo de la jornada. Los expertos extranjeros nos sentamos en las mesas alargadas, con un bol de arroz y un plato del reducido menú que tenemos a disposición –olvídense de los tallarines o los rollitos de primavera, aquí se come verduras salteadas, tomate con huevo, tofu con salsa picante o tocino a secas. La conversación siempre comienza con amargura –nos dan todo el trabajo mientras ellos siguen chateando en QQ o comprando en Taobao, en lugar de darme el papel en mano me lo tira desde su mesa, nos tratan como a máquinas… Se supone que somos expertos extranjeros, nuestra función sería corregir sus traducciones y contribuir a mejorar el nivel de español, inglés, francés, portugués, árabe… de nuestros compañeros chinos. Pero no, realmente somos máquinas de importación con caducidad de cinco años. Nadie nos programa para traducir literalmente sin comentarios al margen, son las propias circunstancias las que nos abocan a esta alienación. ¿Qué circunstancias? ¿Qué inercia?
Estamos en un círculo vicioso y nuestro momento de comunicación en la cantina permite reflexionar sobre qué hacemos y por qué lo hacemos, compartir frustraciones y propósitos, analizar la situación e incluso reírnos de ella. Recientemente hicimos repaso de los otros extranjeros que habían pasado por la agencia, españoles, mexicanos, franceses, rusos, egipcios… «Podríamos hacer un vídeo, comparar el antes y el después», propuso una compañera en tono jocoso. «O crear un mural donde recordar a los que se han ido», añadió otro chico. «Lo podríamos llamar el cementerio de cerebros, ¿qué os parece?». Qué buena metáfora de este estado mental, pensé con los palillos en la mano, aunque con la agonía de verme incluida en esa categoría.