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Mientras tantoCenaremos en el infierno

Cenaremos en el infierno


 

Don Giovanni

 

Hay una conversación recurrente, molesta incluso, cuando te preguntan a qué te dedicas: a la ópera. La primera pregunta es, luego –ojos muy abiertos– si cantas.

 

Por suerte para la Humanidad, no.

 

A continuación se produce un acto reflejo, acompañado de un movimiento hacia atrás y de la situación de las manos en posición defensiva:

 

Yo de ese mundo no tengo ni repajolera idea.

 

Una de las grandes tareas pendientes de este mundo es conseguir que la gente pierda el miedo, que entiendan que, por apabullante que sea lo que sale al escenario y lo que brota del foso, no deja de estar integrado por un número indeterminado de almas y de caras de carne y hueso, humanas: Violetta Valéry cena kebabs de vez en cuando, y Don Pasquale bien puede dejarse fascinar por una lubina del Cantábrico. Supongo que el camino, luego, se hace más sencillo.

 

Mañana se estrena en el teatro Campoamor el quinto y último título de la temporada, Don Giovanni, pilar esencial de la ópera en general y de la producción mozartiana en particular. ¿Qué es Don Giovanni? Para empezar, un arquetipo presente hasta en la sopa; para seguir, una pesadilla de las que subyugan, emocionan, alegran y revuelven; y para rematar, la crónica descarnada, traumática de la relación de Mozart con la muerte de su propio padre.

 

El final, los últimos veinte minutos de música, son de esos que atropellan a cualquier director de escena, director musical, cantante, espectador o transeúnte: de los que tienen una potencia dramática en el descenso hacia los infiernos que te pillan con el pie cambiado y aniquilan cualquier sentimiento de compasión: cuando al crápula don Juan le habíamos cogido cariño, cuando estábamos a punto de traspasar la frontera de la simpatía a pesar de sus perrerías, frivolidades y sinvergonzadas, vemos emerger de entre los muertos al Comendador para llevarle ante el mismísimo diablo a rendir cuentas. ¿Alguien quiere acompañarle?

 

Pero don Giovanni está cenando, bastante más preocupado por no ser tachado de cobarde que por deslizarse hasta el averno a explicar su rosario de corazones rotos y virginidades robadas. Don Giovanni, bien parecido, interiormente podrido, reviste tres horas de música y seducción chusca para dejarnos bien claro que quien la hace, la paga, que a cada gochín le llega su san martín y dejarnos, así, con un par de sopapos en la cara y una lección por asumir.

 

Después de un mes intenso, ayer Rodion Pogossov se calzó las botas y una mínima coleta para encarnar a don Giovanni en el ensayo general, en el primer asalto real y efectivo al papel que debutará mañana. Todo ello como envoltorio fungible, momentáneo, a un mes de trabajo aquí y sabe Dios cuántos por su cuenta, en el camino hacia el reto de convertirse en quien probablemente no sea y transitar lugares que, por su bien, esperamos que no conozca.

 

Supongo que en este punto, en el que al fin nos mira a la cara desde el escenario y asume con ganas la mano gélida y pétrea que le tiende el Comendador, es en el que reside ese acto reflejo del público temeroso de no saber, de no entender, de no estar a la altura: por suerte, sospecho que a lo largo del tiempo que pasamos ensayando y viviendo una producción como esta a los propios partícipes, mirones o espectadores se nos va olvidando su dimensión terrenal para acabar por aprender, en ensayos con orquesta y funciones, que el alma de esta obra (su música, su pulso) se ha ido apoderando de todo.

 

Cuando las cosas se hacen como es debido, según los estándares esperables de un teatro, esto sucede siempre. Se acumula energía, inercia liberada y puesta al servicio de la música y el drama. Ocurre así que, en abstracto, quien no tenía cara y vivía confinado en un cedé, en una partitura o en un trozo de papel desgastado y amarillento viene a llamar a nuestra puerta y a turbar nuestra paz: me gusta pensar que este, y no otro, es el auténtico motivo de ese paso hacia atrás, de esa pulsión defensiva de quien no cree estar preparado para sentarse en una butaca y dejarse llevar.

 

De este modo, y más en un caso como el que nos ocupa, toma cuerpo la posibilidad de que enfrentarse a Mozart, a Wagner o a Berg constituya también un acto de valor, un alarde de osadía por nuestra parte –si es que tenemos los redaños de dejarnos inundar– y brindarle a quien nos canta la oportunidad de agarrarnos de la mano y sentarnos a su mesa. Quizás, pues, estar dipuestos a cenar en el infierno o a visitarlo con él para volver transformados, distintos, mejores o (¡ay!) peores. Y ahí, en efecto, a nadie se le puede reprochar no tener el valor para acompañarnos…

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