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ArpaCentro de Medellín, inframundo de neón

Centro de Medellín, inframundo de neón

 

Cualquier barrio o sector de cualquier ciudad tiene sus peculiaridades y elementos que lo hacen único y diferente a los demás. El centro de Medellín no es la excepción. Es especialmente único cuando se le transita en horas de la noche, en el momento que el comercio formal cierra sus puertas, cuando los ejecutivos y trabajadores vuelven a sus hogares, cuando las apariencias que a plena luz del día se guardan, pierden sus ataduras. Todo es distinto cuando la luz única del astro rey se cambia por la de un millar de pequeñas luces de neón, de centelleos de patrulla de policía, de llamas de encendedores que consumen cigarrillos, porros, papeletas y vidas.

 

Son muchos los transeúntes que caminan por la parte central de la ciudad cuando el sol se ha ocultado tras la barrera de montañas que cercan el Valle de Aburrá: desde vendedores informales del mercado de las pulgas hasta ladrones de celulares. Desde jóvenes en busca de diversión hasta ejecutivos que quieren desahogarse de la larga jornada laboral. Desde habitantes de la calle que buscan sus últimas –o sus primeras– monedas para pagar la pieza o consumir droga, hasta prostitutas que inician su diario ofrecimiento de compañía y calor.

 

Es evidente que un recorrido de noche por las transitadas y desgastadas aceras del centro puede hacerse desde muchos puntos de vista: este será desde el punto de vista de una persona cualquiera que, como narrador omnisciente, camina sus calles, sin conocerlas, sin miedo a ellas. Camina con el único objetivo de ver, al menos por unas horas, cómo es la vida más allá de donde transcurre la suya, tan tranquila y tan ajena, casi con seguridad, a la realidad de muchos de los seres que atestigüe en esta caminata.

 

No está acostumbrado a este sector, su vida se desarrolla en lugares muy distintos a los que ve ahora. Mientras camina, sus ojos se mueven como en un partido de tenis. De lado a lado escudriña cada esquina, mira con disimulo a las personas que pasan muy cerca de él; no quiere meterse en problemas. Está convencido de que allí, en esas escaleras de la estación Prado, empujar o mirar mal a alguien no tendría un desenlace como el que tendría la misma situación en los pasillos de un centro comercial de El Poblado.

 

Un hombre en andrajos se le acerca y le ofrece unas películas pirateadas en desgastadas fundas de plástico. Al recibir una negativa el hombre le ofrece un bolígrafo viejo y sin tapa. Su inesperado interlocutor dice que le faltan 500 pesos (unos 19 céntimos de euro) para pagar la pieza, en lo que él se pregunta si será la típica frase de cajón de los que piden o si en realidad le faltará el dinero para dormir bajo un techo en la noche calurosa. No hay más tiempo para divagar y el hombre se marcha, casi que a regañadientes, mientras se tambalea en un extraño caminar. La noche, sofocante y pegajosa, apenas empieza.

 

El penetrante hedor de la orina vieja mezclada con la nueva se percibe al entrar a un improvisado mercado de las pulgas situado bajo las vías del metro por la carrera 50. En una suerte de surrealismo los árboles aún tienen decorado navideño a pesar de que corre el mes de marzo, en el piso se ven puestos de ventas en las que una sola persona ofrece más de 80 pares de jeans y 50 pares de zapatos. No solo hay ropa, hay de todo: películas pirateadas, stickers holográficos de tigres de bengala, muñecos de Mortal Combat, celulares viejos, máquinas de coser, camisas, mp3, cadenas y collares.

 

Dos travestis cruzan la avenida Maracaibo como si se tratara de una pasarela de Milán; lo hacen mientras cada uno sostiene una cerveza Redd’s en una mano y un cigarrillo en la otra. Equilibrados en tacones de más o menos quince centímetros, pasan ante un puesto ambulante de verduras que se halla estacionada junto a una sala triple X, en la que entran con elegancia. Todo lo que observa el cronista parece sacado de una película de Buñuel, en la que cada escena da la sensación de carecer del menor sentido. Mira el reloj que señala las 8:45 de la noche. Otro paso más reanuda su recorrido.

 

No sólo la luz brillante incomoda la vista, también lo hace la oscuridad pesada que se ve a la entrada de la Heladería Ritz: sus luces rojas y opacas son incómodas para la mirada. Se debe hacer un gran esfuerzo para distinguir las siluetas que caminan en su interior y se difuminan entre el humo de cigarrillo y las luces intermitentes. Sus ojos voltean sobresaltados después de escuchar un estruendo con el que no asocia nada en el instante; el aceite hirviendo rebota y chispea mientras las papas criollas caen y se retuercen en el líquido rebosante y fogoso. Varios transeúntes se acercan al puesto de chunchurria y los pedidos comienzan. Aquel bullicio lo saca de trance, como si un sacudón lo expulsara del letargo al observar la melancolía de quienes departen en el oscuro ambiente de la heladería.

 

Todo parece la puesta en escena del algún artista postmoderno; de la nada sale un joven de piel negra y cresta amarilla, en cada una de sus manos sostiene una correa que desemboca en dos enormes perros blancos peludos y que parecen recién bañados. Cruza la calle y una vez se pierde de vista entre la gente aparece, en medio de este teatro improvisado, un joven extranjero que camina a toda marcha volviendo su cabeza con frecuencia como si algo lo persiguiera. El gringo atraviesa Junín y sigue su frenético recorrido mientras un Mazda allegro engallado, con la música a todo volumen, pasa y, como si se tratara de la transacción más habitual, su conductor compra, sin bajarse del auto o por lo menos detenerlo, lo último que queda de un bareto que fuman dos hombres en la calle. La cara de Jorge Eliecer Gaitán impresa en el billete que completa la operación parece estupefacta ante esta escena tan atípica y a la vez tan cotidiana.

 

Una gota de sudor recorre su espalda debido al calor y la humedad. Decide quitarse su saco y continuar. Se da cuenta de que la oscuridad, lo sórdido, la decadencia y lo surreal no son los comunes denominadores del centro de Medellín, también lo son la algarabía, la amistad, la conquista y la camaradería. En pleno Maracaibo pasando la Oriental el bar Amor y amistad recibe a los peatones con música alegre y romántica de los años 60 y 70. Decenas de personas corean Tu cariño se me va del cantante chileno Buddy Richards y mientras el sonido se hace cada vez más débil, con el seguir de sus pasos que lo alejan, divisa el Parque del Periodista, donde más de cien jóvenes, metaleros y rockeros comparten una cerveza o un trago de vino en los andenes y muros que sirven como bancas improvisadas de este bar al aire libre. Dos hombres calvos, de manga sisa y jeans apretados pasan por su lado mientras se sostienen entre sí susurrándose al oído. Parecen embriagados, pero no es una embriaguez causada sólo por el alcohol, tal vez también estén ebrios de amor, romance o simple fraternidad.

 

Al llegar al Parque Bolívar lo recibe una algarabía. No es el bullicio de una pelea o de un arresto en flagrancia, sino la emoción que sólo puede producir el deporte rey: el fútbol. Ese deporte que se juega en una cancha de césped, en la mitad de un estadio para 70.000 espectadores y con un balón profesional, pero que también se juega entre las calles Perú, Ecuador, Caracas y Bolivia junto a la Iglesia Metropolitana del centro de la capital antioqueña. Que se juega con un balón viejo y sobre cemento y adoquín. Que se juega por diversión sin más límites para la salida de la bola que los de las bancas del parque. Que sirve de distracción a la dura vida a estos niños entre seis y 16 años que comienzan esta noche pateando la esférica en su improvisado terreno de juego, pero que casi de forma segura culminarán la cita ejerciendo la prostitución infantil o consumiendo drogas.

 

El panorama se vuelve sombrío de nuevo. Regresa la melancolía que esta vez se transforma en aguardiente, ese que bebe un hombre solo sentado junto a un altar del Sagrado Corazón de Jesús. La misma melancolía que acompaña al personaje que fuma, toma un trago de Pilsen, revisa los números de un billete de lotería, vuelve a tomar otro sorbo y luego mira las pajareras del parque tal vez con la añoranza de salir de allí igual que un ave lo haría. Es el inicio del viaje hacía un inframundo llamado Barbacoas. El descenso comienza con una foto gigante del Papa Juan Pablo II que vigila desde arriba la discoteca La Bolivia.

 

Todo se vuelve miseria ante sus ojos. Lo reciben burlas y gritos de los travestis parados afuera de la discoteca La Raza que aunque no sean contra él lo intimidan. Los habitantes de la calle lo observan con ojos brillantes y atentos. Siente un centenar de miradas clavadas en su espalda y en su rostro, el nerviosismo intenta brotar de su interior pero es contenido. A lo lejos, en la mitad de la calle, ve un automóvil negro, nuevo y brillante, que choca con su entorno de indigencia, prostitución y decadencia. Parece como si este carro fuera una especie de embarcación del único balsero que sin sudar frío puede cruzar este Estigia moderno, un río de 120 metros que se sienten como un kilómetro. Kilómetro que culmina con un fuerte olor a pescado emitido por las tiendas y puestos ambulantes de la calle Tejelo.

 

Este inframundo no ha terminado, y, como en la Comedia (lo de Divina fue un agregado de la Iglesia) de Dante, se pasa de un círculo al siguiente. Llega a la calle de la prostitución, donde lo recibe un letrero brillante de rojo intenso en el que se lee Taberna Skarlaty. Es un esplendoroso anuncio de neón igual al de los buses que pasan por la calle. Todo resplandece por las luces de los bares y de patrulla de policía que se reflejan en la botella inclinada de un hombre que baja por su garganta el último trago de cerveza, mientras llora al son de una canción de despecho. La luz se clava en los ojos, pero es una iluminación que no llega muy lejos de su foco, a pesar del brillo todo tiene un ambiente lúgubre, como de un infierno oscuro que por momentos destella por las llamas y brasas que lo rodean.

 

Con un refrescante aroma a sahumerio termina el dantesco paso por la calle de las prostitutas; pareciera ser que las hierbas utilizadas en prácticas de sanación ancestrales de dicha taberna exorcizaran los demonios de los que abandonan esta vía. Unas cuadras más adelante la vista se ilumina una vez más. Por primera vez en la noche no es un alumbrado rojo ni opaco, esta vez es blanco e inmaculado; la Iglesia de la Veracruz resplandece a su paso y actúa como un oasis en el que se refugian los agobiados transeúntes del sector.

 

Sentado, con los ojos clavados en un punto fijo de la pared que se atraviesa entre él y las alucinaciones de su mente, un joven aspira de forma frenética una bolsa negra que con seguridad contiene algún tipo de pegamento. Termina de esta forma el pequeño respiro de la Iglesia y el sahumerio. La bolsa negra se infla y se desinfla con cada segundo que transcurre y a pocos metros del joven, que sopla y aspira, yace un hombre que duerme a su lado sobre el suelo y lo hace a la intemperie, sin almohada ni cobija. Ambos personajes podrían ser hermanos, amigos o completos desconocidos; puede que nunca hayan hablado o que ya no se recuerden entre sí. Dos piedras minúsculas se raspan una contra otra generando la chispa que enciende el gas que brota del encendedor. El fuego prende otro cigarrillo y la noche continúa, igual de calurosa, igual de sofocante.

 

Una sonrisa se esboza en su rostro al ver aquel simpático borracho que baila al son de una música que parece ser escuchada sólo por esos oídos desequilibrados. Trastabilla, baila por unos segundos y vuelve a trastabillar. De pronto se queda inmóvil y parece ser, por un instante, una más de las estatuas que rodean al Parque San Antonio. Dos muchachos le ofrecen marihuana y ruedas (pepas) gritando a los cuatro vientos por las escaleras del parque. Se niega y sigue su camino. Camino que termina unas pocas cuadras después, sin olor a orina ni decadencia, sin mendicidad ni prostitución, sin ebrios ni drogados.

 

Las altas y resplandecientes lámparas del Parque de las Luces situado al frente de La Alpujarra lo reciben mientras iluminan un espacio cada vez más limpio y ordenado. Donde el Gobierno sí llega, con sus imponentes edificios y esculturas brillantes que parecen salir de un mundo completamente opuesto al que se encuentra a tan sólo unos pocos metros. Donde las estrellas se confunden con las luces de neón, con las luces de patrulla, con las llamas de encendedor. Son las luces de un inframundo que está más cerca de lo que aparenta. Que en realidad se funde con el otro mundo. Aunque pocos se inquieten o casi nadie lo advierta.

 

 

 

 

Santiago Muñoz Calvo es estudiante de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Pontificia Bolivariana, de Medellín. Hincha incondicional del Nacional, del Barcelona, de sus queridos padres y de su bella hermana. E hincha total de Djokovic y nadal de Nadal

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