Lejos de lo que pueda parecer eventualmente, el problema del hombre en nuestras sociedades no es la inseguridad, sino la atenuación afelpada del peligro, el hecho de que éste casi nunca se presente de frente, con una voz o un rostro reconocibles. Al menos según algunos, la norma es incluso la muerte a plazos por pragmatismo, a manos de una flexibilidad que no pasa por cadavérica al estar incrustada en la deriva consensuada de los cuerpos y las mentes.
¿Cómo salir victorioso en una batalla donde el enemigo es el tiempo mismo, organizado en nuestra sociedad para degradarnos suavemente en cada uno de los rituales de nuestra biografía? Modulada de manera harto paciente, ésta parece ser una de las preguntas que Richard Linklater (Houston, 1960) esconde tras la ritmada complejidad de Boyhood.
Road movie familiar, en esta obra no hay sin embargo moteles siniestros ni crímenes de carretera. Autor de una dilatada carrera que algunos apenas conocíamos hasta ahora, rodando durante doce años la vida familiar de Mason y Samantha con sus padres Olivia (Patricia Arquette) y Mason (Ethan Hawke), Linklater dirige una larga película sobre el sentido de dos vidas jóvenes que crecen hacia un mundo complejo, competitivo y bastante hostil. Un universo donde sus padres envejecen poco a poco, sobreviviendo a los sucesivos obstáculos que el tiempo impone.
En forma de drama realizado en 39 días de rodaje repartidos entre 2002 y 2013, Boyhood es también la historia de un despertar a la vida adulta que no puede dejar atrás el asombro de la infancia. Linklater sigue a Mason (Ellar Coltrane) y Samantha (Lorelei Linklater) desde los seis años y a través de una década poblada de cambios, mudanzas y controversias. Videojuegos, relaciones que se tambalean, bodas, diferentes colegios, primeros amores. También desilusiones, momentos de miedo y de una constante mezcla de desgarro y sorpresa. Y también, detrás, algunas preguntas que el director probablemente no consideraría bíblicas, pero que sí tienen para nosotros un sabor existencial: ¿Cómo muda el rostro del hombre con el paso del tiempo? ¿Cómo debe mudar una mente que no quiere o no puede abandonar sus primeros ecos?
Si la inteligencia fuese esencialmente la capacidad de adaptarse, parece insinuar Linklater, sería algo propio de suicidas. O tal vez de esclavos. Lejos de esto, su protagonista se pasa doce años de su vida pensando qué es todo lo que tiene que rechazar y escoger para lograr ser lo que ya era. Algo que parece dictarle su intuición y su pasado, golpe a golpe, beso a beso, como si el hombre (un poco a la antigua usanza) lo tuviese todo dentro.
No es tan extraño que Linklater intente ser comprensivo, como lo fue Terrence Malick, con alguna buena gente de la América profunda, sea la maestra que dirige la oración de los niños en la escuela, sean los abuelos que (con la mejor intención) regalan una Biblia y un rifle a Mason el día de su cumpleaños. Daríamos algo por saber qué opina Michael Moore de estos momentos aparentemente estereotipados de una vida cualquiera.
El caso es que, despreocupada de sus efectos y volcada en un visionario travelling por lo vulgar, la epopeya de Boyhood se desenvuelve en nuestro desierto sin dioses. Salvo, claro está, que consideremos divino trabajar para el Yes, we can de Obama en medio de la Texas profunda. Linklater logra mientras tanto que su obra tenga vida propia y que el conjunto difiera de una mera suma de partes. Hace crecer así, gradualmente, una atmósfera de lento misterio en un escenario de mudanzas, de casas, voces y gestos que pasan.
Volvamos por un momento a una escena casi sublime que, como tal, se agazapa en lo insignificante. Me refiero a ese final con una revelación nativa que Nicole (una maravillosa Jessi Mechler que apenas sale en los créditos) y Mason, casi dos trasuntos indie del joven protagonista de American beauty, comparten en mitad del desierto de Texas. Pues bien, mirada desde esta escena que explica otras, Boyhood podría insinuar que nuestra orgullosa consistencia social se sostiene, bajo los rezos tradicionales y la cultura alternativa, en la velocidad de escape de esa pueril acumulación del tiempo que no deja nada fuera, tampoco lo invisible.
¿Es la huida o la receptividad ante esa posibilidad elemental, un momento de calma que descubre el ahora inmutable del tiempo, lo que decide la degradación o la entereza de los seres humanos? Minuto a minuto, dentro de una sencillez no exenta de delicadeza, Linklater toca, desde ese instante que en cierto modo no se mueve, todas las teclas de nuestra partitura. Algunos espectadores, en el claroscuro de su vida posterior, tardarán algo en olvidar esas tres horas que desembocan en cuarenta segundos.
Nadie debe temer que le cuenten la película y estropeen alguna escena, pues la sorpresa depende en este caso más de la atmósfera que de los hechos. Al margen de lo que es usual en el cine estadounidense, durante minutos y minutos no pasa nada relevante. El público asiste más bien al desarrollo de una vida tan normal que los cambios están apenas insinuados. Y sin embargo, a pesar o gracias a esta inmensa lentitud de lo cotidiano, Linklater logra la sensación de que algo trascendente está en juego en medio de esas vidas que balbucean, un poco anodinas.
El compromiso de Linklater con esta epopeya de lo ordinario, el diario de una épica ausente, conlleva que no haya apenas héroes ni villanos. La lista un poco penosa de varones dudosos que el afán de Olivia por “tener una familia” hace circular por la pantalla no incluye a ningún criminal. Ni siquiera el profesor paulovista es otra cosa que un pobre capullo; un hombre frustrado en sus gestos disciplinarios, que “no se cae bien” a sí mismo y, para compensar la ausencia de afecto y autoestima, bebe. La madre de Olivia será “una bruja”, como dice Mason padre, pero apenas se le ven más que miradas frías. Mason padre, por su parte, un poco errante e informal con su vocación musical a cuestas, tampoco parece exactamente Neil Young. En honor a la verdad, hay que decir que pronto se convierte en un personaje. En una acampada él y su hijo apagan el fuego con la orina, “devolviendo a la tierra” lo que salió de ella, como los primeros pobladores del continente. A pesar de la relativa dejadez en la que vive, Mason no es solamente el padre biológico de Samantha y Mason Jr., sino un hombre que educa desde sus vivencias y errores.
Otro aspecto de esta especie de naturalismo, donde sólo debe insinuarse un misterio que en nuestro mundo es apenas confesable, resulta tal vez la música que se ha escogido como fondo de toda la cinta. ¿Música?: Varios, dicen los créditos. Más bien anodina, en esa música no figura ninguno de nuestros grandes himnos. Cuando Mason le hace un regalo especial a su hijo en un cumpleaños, el paquete contiene una selección black de temas sueltos de los antiguos Beatles.
Las casi tres horas están llenas de una vida sin muchas estridencias, con más sangre silenciosa en las venas que ideología o convicciones muy claras. Destaca en este realismo capitalista Mason, es cierto, pero tampoco él lo hace con mucho ruido. De hecho, pocos se fijan en él. Es primero un niño reflexivo que mira mucho por la ventana y no entrega los deberes: la maestra “no me los ha pedido”, dice. Más tarde se convierte en un experto en videojuegos, que enmudece con frecuencia al cruzar situaciones inesperadas. Muy lejos del típico héroe alternativo, en buena parte de la historia apenas se expresa. Sólo su mirada congelada habla, su sonrisa; y a veces frases sueltas, mal vocalizadas bajo la media melena.
Larga y bien trabada, Boyhood escenifica el tránsito ambiguo que es la humanidad. Olivia es un poco feroz, pero también bastante humana: excepto con su exmarido, que para ella tiene tela. Perspicaz y sensible, enseguida aconseja a un joven trabajador hispano que estudie y ascienda en la escala social. Por debajo de su innegable fortaleza, Olivia sabe además llorar. Incluso Sheena, la pijita rubia que podría haber sido la primera novia de Mason, resulta más bien adorable, como una belleza ática caída cerca de Houston. Pero también ella, bastante armada: “Esto no tiene sentido. Me voy. Además, me alegro de que tener que dejar a una persona tan pesimista que piensa que todo lo que nos rodea es producto de una conspiración”. Mason, que se siente un poco culpable por esta enésima pérdida, es efectivamente así. Algo que Sheena no entiende es que quien apuesta sin rodeos por percibir la inmediatez no necesita ninguna red y ha de mirar todo eso como una trampa para peces aburridos. Lo que Mason dice de Facebook hacia sus 16 años, con Sheena en el coche, sólo puede pensarlo un medio brujo por su forma de escuchar el rumor de las cosas.
De hecho, la fotografía significa para él atender a los detalles casi imperceptibles del entorno, no a los grandes eventos programados. La sonrisa condescendiente con la que en otro momento confiesa que no le gusta el rugby ya indica que Mason camina por el otro lado. Y sin embargo, hay que insistir, poco tiene que ver con otros héroes a los que estamos acostumbrados. Valga como índice de su prudente paso silencioso el hecho de que, ante el regalo de su padre, confiese preferir a McCartney, sin mencionar a Lennon.
Lo más explosivo de él, que hace que algunas chicas le adoren y que algunos hombres le odien, es una mezcla magnética de lentitud y visiones, a veces acompañada de palabras apenas musitadas. Por una parte, en su silueta doliente e irónica, en la mirada atravesada por mil imágenes, en alguna perla que deja caer en momentos inesperados (con sus padres, con su primeros amores), podríamos decir que se parece un poco a Jesucristo. Por otra, esta idea la haría soltar por fin una carcajada, a él, que raramente va más allá de una enigmática sonrisa.
¿Qué ocurre cuando no pasa nada?, se preguntaba Sokurov. De ahí su idea de poner una cámara allí donde la norma es que no la haya. La salas de cine donde se proyectan estos momentos de una vida mantienen, extrañamente, a los espectadores clavados en el asiento. Y esto incluye a una parte del público que parece al límite de su paciencia, el que sale después, tras el larguísimo largometraje, un poco agotado y desconcertado. Pero nadie se atrevió a irse. Ocurre como si los espectadores, atrapados por esta inmensa piedad hacia lo ordinario, no pudieran dejar de asistir a una panorámica de la propia normalidad, donde nunca hay “acción” ni cámaras. No falta en Boyhood un guión, ni una trama muy bien tejida. Pero no hay casi nada de lo que se llama tradicionalmente una historia, la presentación de un problema y un desenlace posterior entre distintos personajes. Nada se desenlaza: ¿cómo hacer la historia de una cara? Salvo sutiles momentos, como ese final esotérico en el desierto, las tres horas tienen un textura de incesante planicie americana. Digamos, eso que otros han llamado el “terror de la inmanencia”, cuando la angustia parece consistir en que nadie la siente. Pero aquí, hasta eso parece teñido de un aura de ternura; sino de final feliz, sí, de cierta dulzura.
Nuestro celebrado espectáculo, reconfortante incluso en el horror, es excluido desde el comienzo. Sólo queda entonces asistir a unas vidas que siguen, un poco mudas y sin ninguna garantía de una estación de término. Una vez que comprobamos que tras el niño que se columpia no hay ningún monstruo, que en los coches que surcan velozmente la autopista tampoco ocurre nada, ni en las escenas domésticas o escolares susceptibles de violencia… llegamos a aceptar algo así como una cifra final de sentido. La hay, pero tan ambigua que uno ha de reconocer que el resultado final (en una historia que aún va a ser más lenta después, girando en nuestras cabezas) es impresionante, aunque cueste bastante explicar por qué.
No ocurre nada espectacular, nunca, pero la mezcla de vaivenes y claroscuros, la variedad de tipos humanos es tal; sobre todo, el dolor de las pérdidas es tan grande, que Mason Jr. tiene que preguntarle a su padre, desde unos 16 años expropiados lentamente de inocencia: “¿Qué sentido tiene el mundo, papá? ¿Qué sentido tiene todo esto?”. Su padre, amable rockero un poco aguado, en cierto modo más convencional que su hijo, sólo puede exclamar, entre la cerveza que salta en borbotones de sorpresa: “¿Qué? ¿Estás de broma?… ¡No tengo ni idea!… Bueno, vale. Primero sufres mucho, después se te endurece la piel. Lo importante es que lo estás viviendo, lo que estás sintiendo ahora”.
En el fondo, a pesar de la complicidad de padre e hijo, los dos parecen temer que Mason Jr. padece la maldición de Peter Pan y será uno de esos adultos que nunca tendrá la desvergüenza de crecer, de adulterarse en la economía de la conformidad. Es como si la pérdida de inocencia infantil, en tantas partidas, en tantas casas abandonadas, amigos y hermanastros dejados, vacunase a Mason contra el coma insensible de la madurez.
Una de las claves está en la última parte, y directamente en la escena final, pero ésta, un poco antes de que el sol se ponga en el desierto, nos devuelve a un cierto estupor inicial. Mason y Nicole, su nueva amiga universitaria, ambos un poco drogados (también por el paseo y una larga conversación sobre niños, adultos, música y baile), contemplan un paisaje grandioso. Sus amigos juegan y gritan al fondo, sobre las rocas peladas. “La gente habla de atrapar el momento”, dice Nicole. “No sé. Pienso que, si hay un momento, es él quien te atrapa”. Mason contesta, aproximadamente: “Sí, lo sé, los momentos son constantes, como si cada uno fuera el ahora del tiempo. ¿No crees?”. Quien vive en una suerte de instante sin tiempo ha sido prometido a un vida un poco difícil en esta sociedad de carreras. Afortunadamente, sólo vemos el retrato del artista adolescente, no su probable martirio adulto en esta sociedad que teme a pararse.
El mérito de Linklater, por concluir de algún modo, es darle verosimilitud a ese vértigo que atraviesa las sombras de lo cotidiano. Digamos, hacer creíble esa ambigüedad de un universo que siempre será adolescente, sin despegarse de la noche, viajando del enigma de un origen a otro enigma final. Esta suite de miradas y silencio es sólo un poco más que nada y, sin embargo, deja un fuerte poso agridulce. Lento, a la manera del veneno. Un veneno que nos vacuna, como si la humanidad estuviera redimida por el simple hecho de que quede en ella algo de una vieja emoción sonriente, un poco estúpida y un poco santa. Hablo de ese generoso y tímido no saber que mantiene a dos jóvenes juntos en el desierto, felices y un poco heridos, casi con temor de besarse.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Siguiendo una línea de sombra que va de Nietzsche a Agamben, de Baudrillard a Sokurov, escribe en distintos medios sobre filosofía, cine, política y arte contemporáneo. Entre sus libros últimos cabe destacar: Votos de riqueza, Roxe de Sebes, La depresión informativa del sujeto y Sociedad y barbarie. En fronterad ha publicado, entre otros, Marx en red. (El origen de la religión verdadera), Cuarteto neoyorquino, El cuerpo de la desintegración, Bajo la máscara. Patología y concepto en el sistema filosófico y ¿Una segunda transición?, y mantiene el blog Crítica y barbarie