César de Vicente (León, España, 1993) nos abre las puertas de su casa mientras sonríe achinando los ojos y nos invita a pasar a una habitación, un espacio ordenado meticulosamente a modo de taller porque si no, como remarca, el caos le comería. Diminutas cajoneras ordenadas con diminutas piezas, todas esperando a ser utilizadas en a saber qué cachivache. Le hacemos una observación acerca de la cantidad de cosas que acumula. “Esto no es nada, si os gusta ya más el cacharreo os puedo enseñar el taller que tengo montado en el bajo”. En la pared hay una pizarra llena de fórmulas electrónicas y, en la esquina, aparecen escritas dos frases motivacionales: “El esfuerzo no es inmediatez” y “transformar tu tiempo en vez de reflejarlo”. Son las dos únicas locuciones alfabéticas que se encuentran en la habitación de trabajo de este artesano que crea pedales de guitarra para inyectar su particular aliento al rock y a otras músicas que marcaron la segunda mitad del siglo XX como el jazz y el blues. Resistencia y distorsión de un neoluthier frente al cambio de paradigma a través de su marca personal LofiMind Effects que surte de rabia los directos de músicos como Sade (L. A. Witch), Pedro de Dios (Guadalupe Plata y Pelomono), Chris Turpin (Ida Mae), Ovidi García (Los Zigarros) o Pablo van den Poel (Dewolf)
Para profanos en el tema, básicamente un pedal no deja de ser un elemento que va entre el guitarrista y su amplificador. Esto no es una simplificación nuestra, es exactamente la misma definición que te puede contar cualquier persona metida en el mundo de la música. “A mí me flipan, pero es que meterte en eso es muy peligroso, porque hay cosas muy guapas”, nos explica un músico. Se nos viene a la cabeza el típico músico con una serie de cacharros a sus pies. El fascinante baile paralelo a las manos que, con firmeza, trazan acordes y recorren escalas. De otro lado, los pies aguardan impacientes sabiendo perfectamente qué pedal pisar a cada momento.
Hay un par de documentales muy interesantes sobre este extraño mundo de los pedales de guitarra. Para abrir boca hay una serie apasionante, realizada por Mark Ronson –ojo, no confundir con Mick– llamada El arte del sonido. En ella, el aclamado productor –sí, si lo buscan en la red, se darán cuenta de la cantidad de música que le han prestado atención– habla de creación musical a la par que cuenta con los más grandes artistas, y de la influencia de diversos inventos –por expresarlo de alguna manera– en la historia de la música contemporánea. Véase como ejemplo el autotune, el sampler o la propia distorsión y pedales. Luego, si ustedes se han quedado con más ganas, y no nos cabe duda de que así será, tienen The pedal movie, en la que durante más de dos horas podrán sumergirse en el apasionante mundo de los pedales de guitarra. En ambos documentales hay un momento clave que se repite cuando alguien intenta explicar qué es lo importante de lo que estamos tratando y vamos a volver al guitarrista que hemos mencionado antes. Mírenle bien, es Kurt Cobain, que (lo cuenta Dave Grohl) “cuando lo veía acercarse al pedal, empezaba a incrementar el ritmo. No había nada que pensar, sólo observar si Kurt iba a pisar el pedal o no. Algo iba a pasar”.
Los pedales de guitarra cambiaron la historia de la música. La distorsión definió el rock and roll, porque “es la cruda realidad”, manifiesta Vernon Reid, guitarrista de Living Colour, porque la distorsión “dio al rock and roll todo el espectro de expresión emocional”, dice la gran Kathleen Hanna. “Es algo que suena peligroso, algo radical, algo rebelde”, explica Ronson. Esto en pleno 2022 puede parecer una tontería. Pero observen lo que pasó con Rumble, canción de Link Wray de 1958, que fue vetada en las radios de la costa este de los Estados Unidos porque, según decían, incitaba a las peleas. Adelante, escuchen la canción, se darán cuenta de que ya la conocían, la pregunta es: ¿Cómo consiguió ese sonido el guitarrista? Pues haciendo cortes en el amplificador, de modo que a fuerza de rajar y rajar hizo historia.
También es historia de la música cómo nació el primer sonido, después llamado fuzz. Fue en 1961 y no dejó de ser por un accidente que quedaría reflejado en la canción ‘Don´t Worry’, de Marty Robbins. Un preamplificador se rompió mientras grababan y produjo ese sonido tan característico y que finalmente decidieron que sonaba increíble. Fueron muchos los músicos que quisieron grabar en aquel estudio hasta que un ingeniero pensó: ¿Y si creamos una herramienta que produzca ese sonido a propósito? Así nació el pedal fuzz, que no se popularizó entre los músicos hasta 1965 con –y esta canción sí que les va a sonar en la cabeza al instante– ‘Satisfaction’, de los Rolling Stones. Así se cambió la energía de la música y, más que la palabra, la música necesitaba de los sonidos.
El guitarrista pisa con fuerza el pedal y es como si se encendiera una bombilla. De vuelta al presente, nuestro César de Vicente coincide en que encontrar un sonido contribuye a la creatividad. “Mantiene el sonido vivo”, nos dice César. Que sí, que el rock esté definitivamente muerto y más que enterrado. Quizá alguien lo mató, ¿la industria? ¿o tal vez fue Siniestro Total? Porque ya lo dijo Julián Hernández, o, mejor dicho, lo confesó: “vinimos a matar al rock and roll y ya lo hemos conseguido”. No lo creemos, pero sí es cierto que con los años dejó de ser peligroso y se domesticó. Pese a todo, De Vicente coincide que, “aunque ya no sean tan mayoritarios hay algunas bandas de rock que las escuchas y dices: ¡Uf!”.
Y es que es complicado expresarlo con palabras, porque ese ruido sólo se puede sentir. Se nos ocurren muchas canciones. Piensen en el cambio en ‘Creep’, de Radiohead o en ‘Rebel Girl’, de Bikini Kill, donde no sólo las guitarras atruenan, sino que también lo hace la voz de la cantante mientras pasa por un pedal de distorsión. Es cuando su voz, en palabras de la propia Kathleen Hanna, al propio sonido de un parto. Piensen en Sonic Youth, con Thurston Moore arrancando sonidos de donde puede y, de cualquier manera. “Tú creas tu propio lenguaje (…) una de las cosas geniales de la distorsión es que no es transcribible, no es técnico, sino emocional. No solo añades volumen, añades textura. Quizá llevar la música a un tipo de éxtasis”.
Cada guitarrista tiene su sonido. Este artesano leonés construye sonidos desde su acogedora gruta en un piso de un barrio residencial de Granada, la ciudad que tuvo –y algo retuvo– una escena underground muy viva y donde ha encontrado el contexto idóneo para proyectar su puente con el que conectarse con aficionados y profesionales la guitarra de todo el mundo. En realidad, el suyo es un trabajo propio de un mundo global, pues la mayoría de pedales, fuzz y aparatos que diseña los vende van a territorio anglosajón, más a Estados Unidos que a Reino Unido.
Él también es guitarrista. Desde su tierna juventud ha ido empalmando experiencias en grupos de hard rock, aunque ahora esté más centrado en ser un ingeniero en la sombra. “El tema de hacerme mis propios pedales, amplis… nace de ahí. No tenía mucho dinero y dije: bueno, pues los hago yo”. Su labor se asemeja a la de un cocinero que hace salsas para darle el mojo y el picante necesario al rock, el blues y el jazz contemporáneos en una época con dependencia emocional de lo tecnológico. Para ello, desmonta radios antiguas, rastrea ferreterías y se aferra al sabor de lo añejo antes de empezar a dar forma a los circuitos con los sonidos que piensa y sueña. Con su marca, LofiMind effects, empezó cuando llegó a la ciudad de Granada. “Vine por amor…”, confiesa mientras esboza una sonrisa tímida y continúa: “Llevaba ocho o nueve años haciendo, por encargos, para amigos, no les cobraba mucho. Y a raíz de venir aquí y decidí ponerme más en serio, hacerlos más sólidos, más bonitos”.
La verdad que es un placer mirarlos, con una estética retro y de elaboración artesanal desde las propias cajas que son de fundición o de acero plegado que también las hacen en Granada. “Algunas las preparo, luego quizá retoco y las pinto. Y en cuanto al diseño de circuitos, unos los hago yo mismo y alguno está basado en los años 60, que se rescata o se modifica”. En cuanto a sonido, nos cuenta que suenan como a viejos. “Es sonido fuzz, aunque suenan circuitos como muy antiguos. Encajan perfectamente en cualquier grupo de ahora. Cuesta a veces creer que esos pedales son del 64 o 65. A veces piensas: ¡Hostia, si en esa época no había grupos que metieran tanta caña!”.
Este muchacho de pelo ensortijado, estética rockera y gesto tranquilo no solamente es un industrioso artesano que surte buen material a chalados de la psicodelia y los efectos de las guitarras. En el fondo lo que hace tiene mucho de poeta, aunque en su cuarto-taller solamente haya chatarra, libros sobre fórmulas electrónicas y pósters de Jimi Hendrix y otros tótems de las seis cuerdas. Sus tres años de carrera inconclusa de Ingeniera Electrónica fueron su experimento fallido, allí no se topó con la autopista de futuro que buscaba y únicamente adquirió algunas pautas para proseguir su camino de autodidacta irredento.
Un joven con sobrada formación y capacidad para manejarse en diferentes que abomina de colgar títulos en la pared. Un aborrecedor del sonido limpio y del camino recto que prefiere retorcer las ondas. “El ruido es muy bonito, es un universo”, resume alguien que precisamente parte desde el silencio y la quietud para componer sus pedales, ya sean imitaciones u originales, con los que abordar nuevos riff y estrofas musicales que den algo de aliento a músicas que están perdiendo una parte esencial, su conexión con la juventud. Qué mejor que mancharse las manos con algo parecido a la magia. Brujería distorsionada.