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AcordeónCésar González-Ruano en el ‘Heraldo de Madrid’

César González-Ruano en el ‘Heraldo de Madrid’

 

“¡Qué difícil es desprestigiarse en este país!”, solía decir, en una de sus habituales boutades, César González-Ruano. Ya lo va logrando, sin embargo, y me refiero al muy comentado libro, al menos en ambientes periodísticos, de Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas, El marqués y la esvástica (Anagrama, 2014, fronterad adelantó hace unas semanas uno de los capítulos). Los autores buscan, infructuosamente, la prueba que relacione a González-Ruano con los judíos conducidos a la muerte en la frontera española durante la ocupación nazi de París. Y vienen a ilustrar lo que ya se sabía: la amoralidad del personaje que fue arrestado por la Gestapo y encarcelado durante 78 días en la cárcel militar de Cherché-Midi.

 

Se pregunta Jaime G. Mora en el interesante blog que mantiene en fronterad (La aldea digital) si, de confirmarse estas sospechas, leeríamos de otra manera a César González-Ruano. Pero creo que cabe una pregunta previa (que también se hace Manuel Jabois): ¿Hemos leído a González-Ruano? En 1992 dirigí una colección sobre Madrid en la que quise incluir alguna muestra de sus artículos y comprobé con desolación que, aparte de una desordenada antología que editó Abc al poco de su muerte, no había publicación alguna que recogiera la labor de un periodista que contaba entre sus valedores con Francisco Umbral, Manuel Alcántara o José-Miguel Ullán, entre otros muchos. El lío para conseguir los derechos (pues la amoralidad sexual del personaje no tiene nada que envidiar a la política) fue morrocotudo. Al final pude rescatar Madrid, entrevisto. Desde entonces se han publicado muchas más cosas, entre ellas otro libro mío que recoge los reportajes de González-Ruano enviado especial al Magreb por Abc tras las huellas de los prisioneros de Abdelkrim (Viaje a África, 1996), y sobre todo el trabajo de Miguel Pardeza, futbolista destacado de la Quinta del Buitre y autor de un riguroso estudio y de una amplia antología del González-Ruano periodista (Fundación Mapfre, 2002-2003).

 

Pardeza declara a los autores de El marqués y la esvástica que este Ruano no le interesa, y no creo que sea una salida por la tangente. De los más de 30.000 artículos que, según Manuel Alcántara, escribió durante su carrera, apenas unas docenas pertenecen a este periodo de la Segunda Guerra Mundial y responden a una coyuntura política y a unas condiciones de trabajo determinadas. Antes de que González-Ruano pase sin solución de continuidad de los altares en los que se le ignoraba a los infiernos conviene desgranar un poco el caso atendiendo a la obra. De otra forma no podríamos soportar a un rabiosamente racista Quevedo o a un funcionario corrupto como Cervantes.

 

Vamos, pues, a la obra. Y lo hacemos con motivo de la publicación de un número especial y único de Heraldo de Madrid, uno de los mejores diarios de la historia del periodismo español, a los 75 años de su incautación por parte de una escuadra falangista al final de la Guerra Civil. Además de la reivindicación histórica, esta edición extraordinaria, dirigida por Miguel Ángel Aguilar y a la venta durante todo el mes de abril, es una UTR (Unión Temporal de Redacciones, en formulación del director) y ha sido confeccionada por distintas revistas y publicaciones en su mayor parte digitales y siempre alternativas a las grandes empresas informativas. fronterad se ocupa de las páginas de internacional.

 

A menudo, y por razones más sentimentales que históricas, los periodistas solemos adscribirnos a una escuela y González-Ruano siempre declaró que pertenecía “a la escuela del Heraldo”. Tras unos primeros tanteos en La Época del marqués de Valdeiglesias, en el Heraldo –y mucho antes de su periplo por Roma, Berlín y París– aprendió el oficio y de su redacción, de sus gentes, nos ha dejado en sus memorias (Mi medio siglo se confiesa a medias, 1979) un retrato palpitante.

 

El Heraldo –que ha estudiado Gil Toll, uno de los principales impulsores del renacimiento por un día del Heraldo, en una publicación reciente (Renacimiento, 2013)– había sido el periódico de mayor tirada de España a principios del siglo XX, cuando lo dirigía Francos Rodríguez, y durante la República alcanzó los 500.000 ejemplares. El famoso trust estuvo a punto de terminar con el perfil de vespertino liberal, ameno y popular del Heraldo hasta que en 1927 su principal accionista, Manuel Busquets, decidió abandonar toda aspiración política y convertirlo en lo que debe ser un periódico para que marche: un buen negocio.

 

Nombró director a Miguel Fontdevila, nacido en Granollers en 1888. González-Ruano traza su retrato: “Era un catalán nada escritor y poco periodista, pero que tenía grandes condiciones de capataz de empresa, de capitán de barco pirata. Había reunido una redacción inteligente, audaz y hambrienta, en la que no había un tonto (…) Era áspero y a la vez simpático. Se veía en él al bohemio de las Ramblas enseñado a morder desde chico”. Sempronio, viejo y memoriado cronista de Barcelona, recoge una significativa anécdota en los alrededores del Liceo. Había allí un estanco que era un privilegiado centro de información y rumores. Un escenógrafo del teatro apellidado Vilumara dijo un día a los presentes: “Este es un mundo de hijos de p…”. Al darse cuenta de que detrás estaba Fontdevila, añadió: “Exceptuando los presentes”. El periodista respondió: “Mire, Vilumara, si es por mí no es necesario que haga excepciones”.

 

Era Fontdevila, por tanto, el perfecto director al frente de la redacción “alegre y disparatada” que describe González-Ruano: “No se podía preguntar a nadie de donde venía y hubiera sido una locura querer saber adónde iban”. Descollaba Manuel Chaves Nogales, redactor-jefe, un gitano rubiasco, violento, alegre y amoral, “de los que mejor hicieron un tipo de reportaje europeo, sensacionalista y siempre escrito con un cierto garbo”. Fue elegido por el director para dar la vuelta a Europa en avión. Fontdevila le dio quinientas pesetas y el audaz reportero protestó diciendo que con aquello no llegaba más que a París, tal vez a Londres. “¿Y para qué lleva usted un carnet del Heraldo?”, le inquirió: “No me va usted a decir que no sabe pedir dinero en las embajadas y los consulados ¿verdad?”. El 20 de julio de 1928 se publica en la primera página la imagen de Chaves Nogales sobre un mapa recorrido por flechas que señalan hasta Persia. No llegó muy lejos, sólo a Moscú, pero sacó partido al viaje y publicó Un pequeño burgués en la Rusia roja (Madrid, 1929). Es de celebrar la recuperación en los últimos tiempos de muchos trabajos de Chaves Nogales, cuya figura se reivindica con justicia sin que haga falta saber, por el momento, cómo logró llegar a Moscú.

 

Cuando Chaves se fue, entró como redactor-jefe Francisco Lucientes. Vicente Sánchez Ocaña, uno de los “principales redactores”, salió pronto para hacer Estampa, algo así como la revista del grupo, en la que colaboró González-Ruano en casi en todos los números. Miguel Pérez Ferrero se ocupaba de la página literaria y Gerardo Ribas y Carlos Sampelayo eran las dos puntas de lanza de aquel reporterismo. Con Juan González Olmedilla, encargado de la página teatral, mantuvo el joven Ruano una estrecha amistad. Caracterizado por sus gafas redondas, simpático y despierto, con él hizo reportajes y viajes y fue el encargado de hablar en nombre de todos los compañeros en el homenaje que se ofreció a Ruano por la publicación de la biografía de Baudelaire que tanta repercusión habría de tener. Fue también Juanito Olmedilla, cree recordar Ruano, el que inventó la curiosa estratagema para huir del sastre Lobo. Harto de no cobrar, el sastre se plantaba en la puerta del periódico el día de pago, para que no hubiera escapatoria. Los redactores le sorteaban gracias a una maroma que iba del segundo piso a una de las naves.

 

Estaba la redacción del Heraldo en la calle Marqués de Cubas, 7, y tenía su cuartel general en el Café de Castilla, en la calle de las Infantas. Allí bajaba por las noches Fontdevila con su amiga Maruja, a quien llamaban los irreverentes redactores Miss Castilla la Vieja. Vivía el director en un hotelito en la Colonia de la Prensa, a la entrada de la carretera de Chamartín. “La cosa es que, dentro de un fabuloso desorden, todo marchaba bien, y el periódico, hecho con cuatro cuartos y unas gentes dormidas y medio borrachas, se vendía como agua entre el público y también era leído por los intelectuales”, concluye Ruano.

 

“Fontdevila introdujo visibles cambios en el periódico que pronto iban a convertirlo en uno de los más leídos durante la República”, escribe Miguel Pardeza. “Estaba bien hecho, graciosamente confeccionado”, añade González-Ruano, “era sensacionalista y descarado dentro de las obligadas limitaciones que imponía la Censura de la Dictadura”. Cuando llega Ruano, en 1928 –aunque había colaborado antes–, el Heraldo despliega fotografías, dibujos, recuadros y grandes titulares: “¿Qué haría usted si le engañara su mujer?”; es incisivo: “El Debate altera los dibujos y alarga las faldas de muchas de las caricaturas extranjeras que reproduce”, y gráfico: “En la plaza de la Cebada le ha costado hoy a un redactor de Heraldo de Madrid cincuenta céntimos una lechuga” (con foto de la lechuga). Incluye un consultorio grafológico, denuncias: “El vecindario de Madrid no tiene árboles”, y series de gran éxito: ‘Dime lo que comes’, de Gerardo Ribas, a la que responden Gómez de la Serna (besugo), Besteiro (gazpacho murciano), Fernández Flórez (caldo gallego). Fontdevila le dice claramente que quiere “poca literatura”: “Cosas del día, interviús y reportajes o artículos muy sobre la marcha de las cosas”. Todo aquello que, siendo del día, los redactores no pudieran traer, se publicaba y le daba cinco duros.

 

La interviú y el reportaje eran los géneros en auge, los favoritos del público ávido de información de los años de la Dictadura, y en ellos fundamentó el Heraldo su fulgurante éxito. Especialmente popular era el reportaje que se publicaba en la doble página central todos los días y abarcaba “múltiples aspectos”: figuras de relieve artístico, político o literario; corporaciones y entidades poco conocidas; acontecimientos excepcionales o de interés… “Cuanto es alma y vida, corazón y pensamiento del mundo, y particularmente de España”, según la nota explicativa del Heraldo.

 

 

González-Ruano con Eduardo Zamacois y su coche nuevo (31.1.28).

González-Ruano con Eduardo Zamacois y su coche nuevo (31.1.28).

 

 

Casi las dos terceras partes de la treintena de artículos publicados por González-Ruano en 1928, su primer año en el periódico, se inscriben en esta sección, ‘Una información todas las noches’, que los redactores rebautizaron como ‘biplana’ y, más en confianza, ‘biplano’. La primera de estas colaboraciones es del mes de enero (31 de enero, 1928): una entrevista con Eduardo Zamacois, escritor a quien conoce bien porque ya ha publicado una monografía sobre él, que se encarga de publicitar en el reportaje. Zamacois, por su parte, le recibe con un “¡Querido Ruano!”. Deciden almorzar en “las afueras” y emprenden la aventura en el coche nuevo que se ha comprado Zamacois y ante el cual se retratan. En marzo pasa ‘Media hora con Vargas Vila’, según el antetítulo (23 de marzo, 1928). Como de Zamacois, de Vargas Vila cuenta sabrosas anécdotas, que reproducirá en Mi medio siglo… Vila es quien le recomienda que sea fuerte en sus vicios, orgulloso y que se fabrique una leyenda. A Ruano le gustó la idea de que no había forma de desacreditarse en España, uno de sus chascarrillos predilectos.

 

Esta obsesión por ser reconocido como escritor entre los escritores es permanente en sus albores periodísticos. “¿Sabe quien soy?”, le pregunta a Pérez de Ayala a primeros de mayo (3 de mayo, 1928). “Sí señor”, responde el nuevo académico, “usted es González-Ruano. Me visitó hace unos cinco años en esta casa. Le leo a usted. ¿Quiere que le dé detalles de sus artículos, de sus libros?”. Además de estos encuentros y de varios ‘biplanos’ de carácter histórico o costumbrista –estampas de Madrid, el arte de tocar las campanas, San Isidro el labrador, las piedras preciosas, lances de esgrima– sin más interés que el alimentario, encontramos algunos retos perfectamente resueltos por un aspirante a periodista.

 

Llega a Madrid a primeros de abril Ruyard Kipling y Ruano se apresta, como otros reporteros, a entrevistarle, pero después tres horas en el Ritz no le recibe, a pesar de que le había hecho llegar una tarjeta: “César González-Ruano esperará al señor Kipling hasta verle en nombre de Heraldo de Madrid”. No se abren todas las puertas para el representante del diario más popular de la capital. El frustrado reportero debe improvisar una crónica que, con el detalle de “las cejas más grandes del comedor”, no le queda nada mal (3 de abril, 1928). Para otro ‘biplano’ se sumerge en el proceloso mundo del teatro de variedades (16 de abril). Quiere conocer el primer amor de las artistas frívolas: “Nada de lo que yo esperaba –excepto alguna– ha sucedido. El reportaje galante y sentimental, como una estampa libertina e inocente al tiempo, ha fracasado y en la monstruosidad de este fracaso radica precisamente su encanto”. El joven autor tiene una idea previa de lo que quiere escribir, que se cumple en las divagaciones históricas, pero la realidad no se ajusta a sus intereses. Sin embargo, tanto en el caso de Kipling como en el de las artistas frívolas sale del paso porque lo imprevisto, lejos de inquietarle, le despierta el ingenio. Se está haciendo periodista.

 

La primera noticia de repercusión nacional, y especialmente para el Heraldo, con la que tropezó González-Ruano fue la muerte de Blasco Ibáñez, una especie de patriarca para todo tipo de izquierdas. El reportero se trasladó a Valencia para saber cómo vivían los hijos de Blasco Ibáñez y qué contaban de su vida (14 de marzo, 1928); luego visitará a Félix Azzati, director de El Pueblo de Valencia, en el sanatorio (18 de abril) y escribirá sobre la ejemplar Casa de la Democracia de la capital levantina (2 de mayo). Toda esta actividad, sumada a los artículos que dedica a Blasco Ibáñez en los sucesivos aniversario de su muerte y  a la necrológica de Azzati (20 de junio, 1929), no se entienden sin la explicación que ofrece en su libro Caras, caretas y carotas: “Acababa de morir Vicente Blasco Ibáñez y un gran escritor (…) contestó a las preguntas de un periodista en tono despectivo e insultante para su memoria. Este escritor era don Ramón del Valle-Inclán”. Los hijos de Blasco desenterraron unas elogiosas líneas dedicadas a su padre por el marques de Bradomín, pero éste dijo que eran falsas. González-Ruano conservaba un autógrafo de la misma época y un perito calígrafo certificó que ambas habían sido escritas por Valle de su puño y letra: “Entonces yo hilvané unas líneas, descubrí la verdad, acompañé a mi artículo el acta pericial y lo envié a El Pueblo de Valencia. Armé, claro es, el cisco consiguiente”.

 

 

González-Ruano en Lisboa, enviado especial (12.6.28)

González-Ruano en Lisboa, enviado especial (12.6.28)

 

 

Si se proponía llamar la atención, lo consiguió, aunque parece que no era bastante. El Heraldo del 16 de junio, sábado, anuncia: “El lunes, a las once, saldrá del aeródromo de Getafe para Lisboa nuestro compañero el escritor César González-Ruano, con objeto de hacer en la capital lusitana unos interesantes reportajes”. El reportero sacó provecho al viaje. Varios artículos y visitas, un libro, una estrecha relación desde entonces con Portugal y un conocido requiebro a la muerte que recrea en Mi medio siglo…

 

Logrado el primer aldabonazo, sus colaboraciones se espacian y escribe su libro Un español en Portugal (Madrid, 1928). Tras la muerte de su padre, el 2 de febrero de 1929, vuelve con nuevos bríos al Heraldo. A partir de entonces y hasta su salida del periódico en agosto de 1931 su actividad será intensa, frenética. Como dice en Mi medio siglo… “no hubo en Madrid asunto, suceso, viajero ilustre, muerto importante, aniversario, lo que fuera, sobre lo que yo no cayera con velocidad y tenacidad sorprendente”. Fontdevila le ofreció veinte pesetas por artículo o interviú, en vez de las veinticinco que le venía pagando, pero podía publicar todos los días. Por los ‘biplanos’ le pagaría cuarenta pesetas y luego cincuenta. Al joven le convino –reconoce que habría pagado por publicar– porque lo que quería era hacerse un nombre “y Fontdevila en eso no era roñoso: todo se firmaba y le ponía grandes tipos al nombre”.

 

No conocemos la versión del director, pero cabe imaginar que al primer vistazo descubriera las intenciones del meritorio y perdonara sus imprudencias. Incluso le permitió alguna alusión ingenuamente malévola. “Hacer una información sobre la mantilla española”, escribe González-Ruano (28 de marzo, 1929) “es una labor de héroe. Déjeme el lector llamarme héroe en esta ocasión. Se ha de coger de los cuernos al bisonte del tópico y humillarlo a nuestros pies. ¡Ah! Téngase presente –ítem– que no vale la erudición ni el ‘camelo’ en grandes dosis. En fin, no quiero insistir más en las dificultades de esta ‘biplana’ por miedo a que el director del Heraldo me diga: ‘Hombre, si tiene tanta dificultad, no la haga usted’. Ustedes, señores lectores, pueden darse idea de lo que sería del escritor-reportero si no ‘metiera’ de doscientas a trescientas cuartillas mensuales. No quiero pensarlo porque me pongo triste y pienso en hacer unas oposiciones”.

 

La ‘biplana’, dice en la dedicada a Rubén Darío (25 de febrero, 1929), debe ser un “elegante desenfado divulgador en treinta cuartillas” y no un prólogo de una edición crítica (una “enfadosa divulgación sin elegancia”). “Basta ya”, añade en otra doble página (13 de junio, 1929): “No fue mi intención deciros la vida de Clarín ni hacer un estudio crítico en veintitantas cuartillas escritas ‘de un tirón’ desde la mesa de un café viendo pasar, a través del vidrio de la ventana, las bellas mujeres de Madrid”. Lo importante es “que la información sea literatura” (25 de febrero, 1929): “No sé si mi suerte será tan grande que los lectores de Heraldo hayan apreciado el procedimiento que yo sigo siempre en estas breves biografías (…) El procedimiento –no intento descubrir el Mediterráneo– es el mismo que seguí en algunos libros biográficos, el último sobre Enrique Gómez Carrillo: novelar la vida cuando esto es posible. Reconstruir y poner en presente, en acción, lo que es fábula de pretérito. Se me antoja que sucede en esto lo mismo que en la pasión: que la ficción es el subconsciente de lo veraz”.

 

Dominado el manejo del ‘biplano’ que le da de comer, González-Ruano se interesa por la interviú y avanza incluso el primer capítulo de su ‘manual inédito’: “Será lícito, cuando el intervievador no pueda conseguir la conversación deseada, que con las ideas suyas y las que conozca del presunto intervievado la cree” (12 de marzo, 1929). En su ‘biplano’ sobre los creadores del reportaje moderno (9 de junio, 1928) –con errores de nombres y cabeceras– ya había avanzado las dos condiciones fundamentales para la interviú: instinto de adivinación y mucha frescura: “No basta con escribir lo que dice el intervievado. Hay que averiguar lo que piensa, obligarle a hacer confesiones que luego siente haber hecho. Importan un comino el estacazo y la rectificación. Los directores del periódico recomiendan prudencia, pero al fin les pasa como a las mujeres con los enamorados: se quedan con los imprudentes”.

 

Robert M. Berry, durante nueve años director en España de Associated Press, le confirma en una entrevista que el periodismo doctrinal ha muerto, que hoy interesan los reportajes y las noticias y que el periodista debe ser imaginativo y arrojado (15 de junio, 1929), como lo es Ricardo de Pascual, reportero que se alista como soldado en busca de aventuras huyendo del aburrimiento del café (1 de junio, 1929). “¿Cree usted que la literatura estorba al periodista?”, pregunta a Berry. “El periodista ideal debe tener un gran sentido literario, precisamente para no usarlo”, le responde. Las entrevistas de Ruano son directas, casi cortantes; las preguntas breves, incisivas… Impertinentes, según opinión generalizada. “Habré de ser el más conciso reportero retrospectivo”, dice en su evocación de los primeros de mayo desde 1900 (1 de mayo, 1929), pero en las necrológicas, en sus queridos artículos sobre Madrid y en otras evocaciones sigue deslizando su visión literaria, a la que no renuncia. Sobre la cara de Rafael Barradas escribe: “Estaba hecha por cinco limones barajados al sol” (16 de febrero, 1929).

 

Dos noticias de relieve interrumpen estas divagaciones teóricas sobre el ejercicio del periodismo que tanto le interesan. El país entero vibró con la desaparición y posterior rescate del hidroavión Dornier 16. González-Ruano entrevistó al padre del comandante Ramón Franco (25 y 29 de junio, 1929) y al embajador inglés (1 de julio, 1929), pero la mayor parte de la información la reservó para su segundo libro periodístico de la época del Heraldo: La hazaña del Dornier 16. Sobre El crimen de la Gran Vía, su siguiente libro, sí aparecieron a finales de julio una serie de reportajes en los que se sumerge, a través de entrevistas con especialistas, en la psicología del agresor. Se lo dedicó a Joaquín Aznar, director de La Libertad, donde publicaba la sección ‘Procesos sensacionales’. Más allá del suceso, es el género y el tono de eco regeneracionista lo que destaca en estos reportajes que, a la postre, piden la evolución sexual y educativa del país.

 

 

González Ruano con el perro Gallo, del Círculo de Bellas Artes, que le hizo unas declaraciones (5.9.29).

González Ruano con el perro Gallo, del Círculo de Bellas Artes, que le hizo unas declaraciones (5.9.29).

 

Hasta finales de 1929 su actividad es incesante. Desde un comentario sobre el premio Nobel a Tomas Mann a la denuncia de una iglesia abulense en peligro; del escándalo del estreno de los Quintero a su ‘Nochebuena en la cárcel’, la diversidad de registros es enorme. Sólo tres trazos: su ‘biplana’ dedicada al perro del Círculo de Bellas Artes, Gallo, con el que posa mientras le hace declaraciones (5 de septiembre, 29); su lucha junto a Olmedilla por arrancar alguna palabra al presidente portugués Carmona, de visita en El Escorial (18 de octubre, 1929), y la siguiente reflexión, a propósito de un suceso que no fue tal: “Hacen muy mal los reporteros en no conceder importancia a hechos tan estupendos como el ocurrido en la calle Isaac Peral. Seguramente la mayoría de los lectores estarán encantados de que un repórter prefiera decir lo que pasa a callárselo de un modo displicente. En esa idea me fui yo a la calle de Isaac Peral…” (21 de octubre, 1929).

 

A comienzos de 1930 muestra los primeros síntomas de agotamiento. “Es una tragedia que al público se le escapa, pero no a los que pasamos tristemente por ella”, escribe con motivo de la muerte de Atanasio Rivero (4 de enero, 1930): “La vida activa del periodismo, la febril inquietud de cada día y de la vida toda, aplasta entre las rotativas y las mesas de los cafés a muchos hombres que traían una obra y se fueron sin tener tiempo siquiera de dictarla”. Su actividad periodística, sin embargo, sigue incansable. Tanto que la obsesión por el tiempo le llevará a utilizar una fórmula que ya había usado y vemos repetida. Su información sobre el Premio de Bibliografía de 1929, concedido a don Agustín Millares, lleva el siguiente titular: “Diez minutos entre legajos con el catedrático…” (7 de enero, 1930); pasará también diez minutos con Gregorio Martínez Sierra (8 de enero, 1930) y treinta y cinco con Isidoro Vega, tesorero del Ateneo (18 de febrero, 1930). Más adelante, a mediados de año, explicará cómo organiza y multiplica su tiempo.

 

Por el momento vive el bullicio de la vida madrileña, en el que parece moverse como pez en el agua. En su visita a casa de Martínez Sierra fija la atención en el acuario. “Parece que se ha comprobado”, le explica el entrevistado, “que los peces en un salón o en el escaparate de una calle animada, donde pasan mujeres bonitas y hay ruido y música, acaso viven felices mucho tiempo. En cambio, en una habitación, o en la vitrina de un lugar triste, silencioso, solitario, mueren en seguida”. Sólo en este mes de enero, Ruano se ocupa del “elegante” delincuente Chichito (17 de enero, 1930), de las monedas de dos céntimos que se utilizan fraudulentamente para hablar por teléfono (21 de enero, 1930), de un tesoro oculto ofrecido por su dueño (23 de enero, 1930) y de la auténtica Miss España (1 de febrero, 1930), además de subir y perderse en edificio de la Telefónica de la Gran Vía, “la colmena babélica” (25 de enero, 1930). Forma parte, desde luego, del más vistoso escaparate madrileño.

 

González-Ruano con Santiago Rusiñol y el librero López (9.1.30).

González-Ruano con Santiago Rusiñol y el librero López (9.1.30).

 

 

Seguramente aleccionado por Fontdevila, que ofrece a su paisano un homenaje, dedica palabras elogiosas a Rusiñol en su visita a Madrid (9 de enero, 1930). Ya le había conocido y entrevistado para el Heraldo en Barcelona y ahora es el encargado de hacer los honores al personaje de moda que reúne en un gran banquete a más de doscientos comensales, el todo Madrid (13 de junio, 1931). Ruano afronta cualquier desafío. En su encuentro con Alfonsina Storni y Blanca de la Vega, también larga y casi textualmente recogido en Mi medio siglo…, desvela nuevas claves de su concepción periodística (18 de enero, 1930). Apenas sabe nada de ellas y no lleva cuartillas, ni estilográfica, ni preguntas de cuestionario. Se deja guiar por lo que denomina taquigrafía del corazón y se salta todas las barreras: “Supongo”, dice a Blanca de la Vega, “que aunque Alfonsina esté acostada, usted me proporcionará modo de verla”.  La ‘comedia de la interviú en una hora y quince minutos’, como subtitula, destila sensualidad. “Mira, Alfonsina”, dice De la Vega, “es uno de los pocos reporteros que no sacan cuartilla y lápiz”. “¡Ah! Algo encantador”, comenta la poetisa. “Sí”, prosigue Blanca, “luego habrá que leerle con cuidado, porque no toma una nota ni pregunta nada de lo que preguntan en las interviús”. Sabremos que Blanca de la Vega es guapa “a lo Claudina”, está casada –“¿le extraña que yo tenga marido? Lo raro sería que tuviera mujer”– y que no escribe versos sino que los recita; de Alfonsina, que se frota lentamente con agua de colonia y que insta al reportero: “Venga, confiese que arde por preguntarnos algo casi terrible”. No es una entrevista al uso y apenas se menciona la actividad literaria de Storni. Cuando el periodista asegura que recuerda poesías suyas “encendidas, apasionadas”, ella le responde riendo que en España por el momento sólo se conocen dos.

 

González-Ruano se inclina hacia la emoción que le produce el personaje, a los entresijos de la conversación, y desdeña el rigor del dato periodístico. Llegan a Madrid Lemahan y Smicht, los viajeros de Zeppelín (4 de marzo, 1930): “Famosos son sus nombres, la aventura pasada y el anuncio de la próxima aventura de la gran aeronave para descubrir su personalidad en estas columnas. De aquí, de todo esto, mi intento de verlos, de hablarlos, de que me contaran anécdotas y visiones y de escribir un lucido reportaje exprimiendo la interviú. No ha podido ser así. Pero todo tiene su enseñanza y su gracia. En esta inteligencia me pongo a escribir”. Y cuenta otra historia: que confundió al embajador alemán con un sirviente. “Esto es todo”, concluye: “si ustedes lo piensan bien, salvo que desconocemos ‘que hubieran querido ser de no ser lo que son’, es una interviú y un reportaje perfectos”.

 

Parece haber cogido el pulso a un género que frecuenta, las necrológicas. “Escama”, dice en la muerte de Ángel Ximénez Herraiz (12 de febrero, 1930), “y horroriza observar la excesiva frecuencia con que la muerte colabora con lo periodístico. Si se repasara un año de periodismo en quien se ocupa de cazar la actualidad de cada día se vería mejor que conviene cómo el cazador caza de continuo presas muertas”. Efectivamente más de una docena en el último año, desde febrero del 29. Y eso sin contar las evocaciones y efemérides diversas de personajes por lo general literarios que le abrieron las puertas de la ‘biplana’ del Heraldo. Con regularidad va publicando también artículos de tono intimista sobre paisajes y rincones madrileños que se convertirán en una de sus especialidades. “Van quedando pocos lugares vírgenes de glosa y reportaje”, reflexiona cuando llega a la taberna de los suicidas junto al Viaducto, uno de sus escenarios recurrentes (15 de enero, 1930).

 

Pero la actualidad manda y a comienzos de febrero, el intrépido reportero baja al Metro para entrevistar a las taquilleras que, según una disposición de la dirección, perderán su empleo al casarse: “En esa idea, y principalmente con la de defender su causa, me he decidido a compulsar sus opiniones, a oír sus quejas” (3 de marzo, 1930). Ganan entre quince y treinta duros al mes por ocho horas de trabajo, “aquí, donde apenas se respira, y oyendo todo lo que los maleducados nos quieren decir”. La conclusión es que las empleadas del Metro quieren dejar de trabajar cuando se casen, lo que no impide que se subraye la injusticia, como en el caso de la enérgica denuncia del caciquismo en Herencia (24 de febrero, 1930). La Dictadura de Primo de Rivera ha dado paso a la dictablanda de Berenguer y es necesario afilar la pluma “ahora que se puede hablar un poquito…”, titula nuestro autor. “Es absolutamente preciso y de justicia”, escribe, “albergar en las columnas de los diarios la petición de las pequeñas responsabilidades, en estos momentos en los que las grandes responsabilidades de un Gobierno son necesarias a la nación”.

 

 

17-4-30. Pie: Visitando la biblioteca particular de Enrique Gutiérrez-Roig (17.4.30).

Visitando la biblioteca particular de Enrique Gutiérrez-Roig (17.4.30).

 

 

A pesar de que Fontdevila le había advertido al llegar al periódico que quería “poca literatura”, en febrero de 1930 comienza a publicarse una sección que sustituirá a la “biplana” los jueves: “Literatura”, titula la página par; “Letras, crítica”, la confrontada. Desde comienzos de marzo González-Ruano colabora casi todas las semanas en estas páginas centrales, y cuando no lo hace es para dejar paso a algún comentario sobre sus libros. Es el complemento que le falta a su actividad de reportero de calle en este año de su consagración en el Heraldo. Por fin consigue hablar también de libros, lo que le produce una especial satisfacción: “Yo he querido hilvanar unas líneas de placidez, en la vorágine periodística que pocas veces da lugar a un inciso de calma, para contribuir al continuo homenaje de este gran escritor…”, escribe sobre Huysmans (6 de marzo, 1930). Por su tamiz pasarán autores consagrados y nuevos valores, visitará las bibliotecas particulares, entrevistará a los editores, evocará a sus más queridos escritores y opinará con pasión de las novedades literarias.

 

Todo ello sin descuidar la actualidad. González-Ruano se mete en la junta del Ateneo, en el patronato de la Biblioteca Nacional, en los despachos del Banco de España y en las reuniones de la Real Academia; atiende a los ilustres visitantes de Madrid, denuncia el robo de obras de arte y sale a toda prisa, con su amigo Juan G. Olmedilla, al salto del Alberche para cubrir un suceso. A finales de mayo viaja a Salamanca –enviará desde allí una curiosa divagación literaria (23 de mayo, 1930)– para entrevistar a Unamuno, que se ha convertido en la figura intelectual del momento tras su regreso del exilio. Tres meses después –el Heraldo reproduce un capítulo el 14 de agosto– publicará un nuevo libro: Vida, pensamiento y aventura de Miguel de Unamuno (Madrid, 1930).

 

Manuel Fontdevila, el director, ya le consideraba uno de los mejores redactores del periódico y le había encargado, en 1929, una serie de interviús con los ministros de una dictadura que se tambaleaba. Ruano se entrevistó con cinco de ellos, pero su trabajo fue censurado y nunca llegó a las páginas del periódico. La caída de Primo de Rivera y su sustitución por Berenguer en enero de 1930 le permitieron, junto a otros reportajes y artículos, recuperar estos testimonios en un libro más: El momento político en España a través del reportaje y la interviú (Madrid, 1930). A finales de marzo, el Heraldo anuncia su publicación: “Es una obra de perfil violento, de escorzo rápido, de grandes saltos donde se reseñan bofetadas, duelos, actos y frases que no conoce el público” (27 de marzo, 1930). La entrevista que sí se publicó es la que le hizo al jefe de la Censura, Celedonio Iglesias, en la que describe los curiosos usos del dimitido dictador (17 de marzo, 1930). Unos meses más tardes, ante el nuevo acoso de censuras y multas, el periódico dedica una ‘biplana’ a que los redactores comenten su experiencia con la censura (18 de septiembre, 1930). Opina Ruano: “A mí, sencillamente, no me entendió. Vi tachadas líneas inocentes y respetadas líneas que nunca supuse que había de dejar (…) La censura ha hecho un bien indudable e imprevisto: ha esforzado y sutilizado el tono de la Prensa. Ha creado todo un género periodístico que es el que cultivo”.

 

También se publicó estos días su interviú con una figura que iba a tener gran repercusión en el desarrollo político de España y de González-Ruano: José Antonio Primo de Rivera (13 de marzo, 1930). Fontdevila le había aleccionado para que “zarandeara a ese pollo”, pero cuando leyó la entrevista consideró que “casi le daba coba”. Hubo una corriente de simpatía recíproca, afirma González-Ruano en sus memorias, escritas en 1950. Fontdevila tuvo dudas. “Bueno”, exclamó al fin, “es que usted, por muy en el Heraldo que esté, es un señorito sentimental… Daremos la interviú”. González-Ruano era entonces un convencido liberal que luchaba por la República, como queda patente en las múltiples entrevistas y reportajes con que inunda el periódico estos meses.

 

“¿Cómo administra usted, amigo Ruano, el tiempo?”, le pregunta Luis E. Aldecoa en una interviú a raíz de la publicación de El momento político… (15 de abril, 1930). “Pues… no administrándome. Yo soy el perfecto desorganizado. Jamás trabajo de noche y nunca me levanto antes de las once de la mañana (…) Por la mañana ojeo todos los periódicos de Madrid y alguno del Extranjero. Esto lo hago aquí en el café (…) Voy sacando en una cuartilla los asuntos del día. Cuando ya tengo mi programa escribo, generalmente en el mismo café, una crónica que suelo repartir entre provincias y América, saliendo a la calle para hacer el reportaje o la interviú que creo que puede interesar a mis periódicos. La materialidad de escribir es poca cosa; lo más fastidioso es hablar a tanto ser como en la carrera vertiginosa nuestra, con gratas excepciones, nos encontramos”. Comenta que hace poco, cansado de esperar para hacer una interviú política, la escribió y se la enseñó luego al intervievado, que sólo retocó un par de cosas. “¿Cómo justifica usted esa impertinencia que positivamente existe en muchas de sus interviús?”, le pregunta Aldecoa. “Se es impertinente de nacimiento. Y además somos impertinentes quienes nunca podremos ser canallas”, responde Ruano, que acaba sus declaraciones reiterando que el alto reportaje sustituirá a la novela.

 

El verano del 30 lo pasa en San Sebastián, defendiendo el uso por parte de las mujeres del maillot en las playas (1 de agosto, 1930). A su regreso, notamos un descenso en los temas políticos nacionales y un cierto interés por descubrir personajes curiosos, originales, histriónicos, aunque resulta difícil resumir en pocas líneas tan profusa producción. Sigue con sus temas literarios y se interesa por lo que ocurre en cuatro países americanos: Venezuela, Chile, Cuba y Perú. Reportajes, interviús y artículos que confluirán en otro libro: El terror en América (Madrid, 1930), “la crónica de esas tiranías, o, si se quiere, un itinerario de crímenes políticos”, según el comentario que firma Luis E. Aldecoa (16 de octubre, 1930). Aldecoa no puede por menos que mencionar la “prodigiosa fecundidad periodística” de su compañero, que suma con éste tres libros en pocos meses y cinco en un año, además de tres opúsculos: una biografía de Zola, otra de Baudelaire y una vida de Juana de Arco.

 

Todavía publicará otro libro en 1930, Caras, caretas y carotas (Madrid, 1930), en cuyo prólogo explica que el origen de su periodismo fueron las visitas que hacía, con un amigo, a encumbrados varones de las letras. Con el pretexto de fundar una revista les hacían “preguntas insensatas” sobre preferencias y proyectos y luego les pedían libros que vendían en la calle San Bernardo. Miguel Pérez Ferrero trazará un muy certero perfil del personaje que era entonces González-Ruano (8 de enero, 1931): querido y odiado, imaginativo y poco riguroso, omnipresente y polémico, inclasificable e inconquistable… En definitiva “el más interesante periodista literario de nuestros días”. Nada hacía presagiar un cambio de rumbo. Ruano está en la cresta de la ola y parece haber descubierto el valor del periodismo: “La Divina Comedia de nuestro tiempo no habría de ser mucho más que un vivo libro periodístico. Un reportaje es algo tan duro, tan patético, tan hondo, como la poesía misma” (29 de enero, 1931). Con ‘El caballero y el libro’, artículo publicado en las página literarias (27 de marzo, 1931), obtiene, además, el primer premio del concurso oficial de la Cámara del Libro de Madrid.

 

 

En el convento de las Maravillas, tras los sucesos de mayo de 1931 (13.5.31)

En el convento de las Maravillas, tras los sucesos de mayo de 1931 (13.5.31)

 

Los acontecimientos políticos se precipitan y el 14 de abril se proclama la República. El Heraldo, que ha luchado denodadamente contra la Dictadura, estalla en páginas jubilosas y se vuelca en la cobertura del nuevo régimen. La redacción es una piña y González-Ruano no desentona. Un mes después (13 de mayo, 1931), visita el convento de las Maravillas, uno de los que fueron quemados por lo que luego se llamó la ‘horda roja’. Exhibe su carnet –“Heraldo de Madrid tiene una simpatía general”– y logra pasar al interior, que describe con minuciosidad. La destrucción, concluye, ha sido debida a los propios religiosos, que querían ocultar sus archivos, como en todos los casos excepto el de los jesuitas de la calle de la Flor. “El pueblo ha comido, ha bebido”, escribe, “por una vez como ellos comieron toda su vida. Se necesita ser muy miserable para llamar a esto pillaje y no llamárselo a lo otro. El recuerdo de la leyenda que no es leyenda de los curas y frailes dieciochescos, glotones y entregados al pacto de la sensualidad, acude, sin quererlo, a la imaginación”. Termina con un voto a la generosidad y la paz de la República. Unos días antes, en lo que es su último gran reportaje en el diario madrileño, había viajado a Barcelona para investigar una conspiración monárquica. Un republicano militante, hasta entonces.

 

Rosa Sala Rose y Plàcid Garcia-Planas despachan el asunto en su libro diciendo que se bajó de un tranvía y se subió a otro de dirección contraria. Creo, sin embargo, que merece atención y el súbito cambio ideológico de González-Ruano es un aspecto en el que vale la pena detenerse. Tengo la sospecha de que la clave está en el recuadro publicado en la primera página del Heraldo el 27 de mayo de 1931. El periódico se ha renovado después de la proclamación de la República y anuncia el fichaje de cuatro nuevos colaboradores que comulgan con el “sentir nacional”: Gregorio Marañón, Eduardo Marquina, Julio Senador Gómez y Ramón Franco. Pasarán a aumentar la nómina de las “firmas prestigiosísimas” que con “su doctrina liberal o su rápido comentario de cronistas de lo actual animan frecuentemente nuestras columnas”. Entre estas firmas se cita a José Rocamora, Emilio Carrere y Joaquín Belda, pero ni rastro de González-Ruano.

 

En Mi medio siglo… afirma que su obra Baudelaire cambió su manera de ver, de hacer y de sentir su vida literaria. Hasta entonces todos sus libros habían sido “de circunstancias, escritos sólo para ganar algún dinero y con prisa y desgana”, pero esta vez fue abandonando todas sus colaboraciones para no dedicarse a otra cosa y “en casa se llegó a carecer de lo más imprescindible”. En el banquete que le ofrecieron por la publicación del libro hizo pública su escisión de la prensa republicana y se hubiera quedado en la calle de no ser por Juan Pujol, que se apiadó de él y le contrató para Informaciones, periódico del que acababa de ser nombrado director. Según su versión, escrita en sus memorias a medias.

 

Con razón se extraña Miguel Pardeza de que el cronista del Heraldo que cubrió el acto no dijera una palabra del súbito cambio de chaqueta y que la firma de Ruano siguiera en el periódico después de tan sonoro divorcio. Además, Pujol no llegó a la dirección de Informaciones hasta un mes después. ¿Se trata de una ruptura ideológica, del agotamiento de su desenfrenada carrera de reportero o de uno de los habituales cambios en las redacciones en los que alguien siempre queda descolocado y descontento?

 

El día 9 de julio se inserta la convocatoria del homenaje, que firma la plana mayor del Heraldo, además de destacados intelectuales. González-Ruano, se dice, es un autor que ha batido “un auténtico récord de producción siempre personalísimamente orientada (…) En los días en que todos han pedido recompensas se ha vuelto a refugiar en el trabajo de gran escritor, estilista y poeta, para lanzar este libro nuevo, esta admirable biografía de Baudelaire”. El mismo día y en la misma sección de libros, E. Ruiz de la Serna firma un elogioso comentario. Convocado para el sábado día 11 de julio, el homenaje se retrasará una semana, en la que González-Ruano prosigue su labor normalmente. El día 13 muere el que fuera director del Heraldo, José Francos Rodríguez, y es el primero en llegar a su casa. Al día siguiente publica una entrevista –una “visita política”– a Valle-Inclán, con el que parece reconciliado, que quiere pedir la anulación de las elecciones gallegas: “A la integridad de la República conviene que el periodista vele por ella desde su sitio”.

 

El homenaje a González-Ruano se verificó en el Círculo de Bellas Artes el sábado 19 de julio de 1931. Tomaron la palabra Alberto Insúa, por enfermedad de García Sanchiz; el representante del diario Las Noticias de Lisboa, Ferreira de Castro; su inseparable amigo Juan G. Olmedilla, que tuvo “párrafos de auténtico humor”, y Basilio Álvarez, al que Ruano califica en sus memorias de “endemoniado cura gallego”. El homenajeado agradeció las muestras de afecto y deslizó algunas reflexiones sobre su concepción periodística. “Yo llegué al periodismo con endecasílabos y en nombre de la amenidad me obligaron a intercalar guiones que indican diálogo. He aquí el drama de los reporteros jóvenes: esos guiones y esas interrogantes que significan el ascenso a tantos terceros izquierdas con el dolor de una pregunta inocua en los labios y la seguridad de una respuesta más inocua todavía”.

 

Ni rastro de ruptura con el régimen y el día 23 se publica una fotografía en la que el homenajeado posa feliz junto a los asistentes. “En nuestra vida literaria”, reza el pie, “el banquete a González-Ruano significa mucho, como destacaron los oradores que en él hablaron. Haciendo justicia a uno de los más firmes valores del periodismo se honraba un gran libro de escritor de buenas letras, de escritor de amplia órbita”. Tras el homenaje sigue con sus colaboraciones habituales en el Heraldo: un comentario a propósito de la fiesta de Santiago Apóstol (25 de julio, 1931) y una nueva glosa dedicada a su rincón madrileño preferido, el Viaducto (27 de julio, 1931). Nada parece haber cambiado en su adscripción política y el día 29, a propósito de la abdicación del rey Alfonso XIII y sus dos hijos en el infante Juan, proclama su “hondo arraigo republicano” y afirma que el monarquismo “no es mucho más que la filatelia”.

 

De lo que sí parece cansado es de su actividad periodística. Así lo pone de manifiesto desde el pueblo leonés de Murias de Paredes, donde se refugia unos días para intentar dormir catorce horas diarias (30 de julio, 1931). Incluso el “oficio de capitalista”, afirma en otro artículo, “con sus inquietudes, con sus imponderables, sus blufss, lo preferiría a éste de escribir en los periódicos” (18 de agosto, 1931). Afronta el mes de agosto con comentarios algo más breves, frecuentemente compuestos en cursiva, en los que glosa temas históricos o noticias de actualidad, como la llegada de Charlot a España (8 de agosto, 1931). Alguna entrevista también con personajes del momento: uno de los miembros de la comisión que estudia el anteproyecto de Constitución (14 de agosto, 1931) y el filósofo Ortega y Gasset (31 de julio, 1931). “Yo no puedo conceder una interviú”, dice éste último, a lo que el periodista le contesta que hace muy pocas, y añade: “Voy a un género sin nombre”.

 

En estos días cerró con Juan Pujol, a quien asegura en las memorias que conoció el día de su homenaje, su paso a Informaciones. Pujol acababa de acceder a la dirección del periódico y buscaba reforzar su plantilla con firmas de prestigio. “Uno de los valores más destacados de la juventud española”, define a Ruano la nota de bienvenida publicada el 26 de agosto, “cuya pluma brillante, ágil y amena, al servicio de una sólida cultura, le ha granjeado en poco tiempo una gran popularidad”. Informaciones no era todavía el diario ultraconservador que atacó sin descanso a la República y fue apoyado por los nazis alemanes. De cualquier forma González-Ruano no estuvo en su redacción ni siquiera un año. En abril de 1932 ganó el Premio Mariano de Cavia y pasó al diario Abc. Cuando llegó a Informaciones le acusaron de venderse al “oro de las derechas”, pero –afirma en Mi medio siglo…– se fue perdiendo dinero. En Abc, sin embargo, consiguió “condiciones que entonces eran inmejorables, tanto por su comodidad como económicamente”.

 

El Heraldo, por su parte, publicó el mismo día 26 una nota en la que reproducía el saludo de Informaciones y añadía la siguiente apostilla: “Ayer, en su artículo ‘El sombrío recuerdo de Sacco y Vanzetti’ de nuestro querido amigo y compañero César González-Ruano, quedó reflejado el desacuerdo de su ideario y el nuestro en materia política. Ya lo habrán advertido los lectores, especialmente en las últimas líneas de su trabajo”. El artículo mencionado es un canto al individualismo frente al “fanatismo, la barbarie de la masa en triunfo”. Sin distinciones: el público yanqui que asesina a Sacco y Vanzetti es el mismo público que, hablando francés, lincha a un americano en París y asalta una embajada en Ginebra como protesta a la ejecución de los anarquistas. González-Ruano advierte en las últimas líneas que la adulación popular conduce al crimen y que por adulación cayeron los hombres que hicieron la revolución francesa y la rusa. Lo único importante, concluye, no es adular ni dominar sino educar, “entablar el diálogo de Francisco de Asís con el lobo” y “salvar la conciencia”.

 

Cualquiera, entonces, habría pensado que se equivocaba abandonando el primer periódico de la República, pero la vida de un periodista, lo sabemos los que hemos ejercido la profesión, es azarosa. Tal vez Fontdevila ladeó la cabeza y reiteró aquello de que, en el fondo, era un señorito sentimental. El Heraldo terminó su despedida con estas palabras: “Lamentamos profundamente la separación de tan querido compañero y suscribimos de todo corazón cuantos elogios le dedica el colega de la noche”. César González-Ruano, uno de los periodistas más significados del régimen franquista, emprendió contra todo pronóstico una imparable carrera hacia el éxito, aunque siempre, incluso en los tiempos más duros de la (nueva) dictadura, se definió como un liberal. Tal vez por eso mantuvo siempre su figura cínica y atormentada volcada sobre las cuartillas en el café. Sus compañeros, las gentes del Heraldo, apenas lograron sobrevivir.

 

“La guerra disipó aquel grupo”, recuerda Ruano. No es exacto: la guerra aplastó a aquel grupo, que terminó en el exilio o en el olvido. Chaves Nogales, que “se defendió mal y tristemente a última hora”, murió en Londres en 1944. Vicente Sánchez Ocaña también se exilió e intentó repetir en América el éxito de Estampa. Regresó para morir con discreción en su Ávila natal. Francisco Lucientes, redactor-jefe de la mejor época del Heraldo, pudo hacerse perdonar su paso por la prensa socialista francesa y colarse en el Ya. Miguel Pérez Ferrero se volcó en la literatura y el cine tras su breve exilio y tuvo que desarrollar una labor hercúlea de artículos y libros para huir de su pasado. Juan G. Olmedilla y Manuel Fontdevila unieron sus destinos en Argentina, junto a algún otro redactor del Heraldo, como Carlos Soldevilla. La última noticia que he podido recabar de Juanito Olmedilla es un folleto militante sobre Miaja. A Manuel Fontdevila, según Ruano, le mataron un hijo y se volvió muy católico en su expatriación. Murió en Buenos Aires en 1957.

 

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos, La vida está en otra parteLos marcianos de Orson Welles, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles y Destino fatídico y mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados

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