César Vallejo visitó hasta en tres ocasiones la URSS entre 1928 y 1931 atraído por el colosal experimento social emprendido tras la Revolución bolchevique de Octubre. Fruto de estas estancias, el escritor peruano, fue publicando una serie de artículos, reportajes y crónicas aparecidos en la prensa de su tiempo que finalmente, junto a algunos textos inéditos, serían reunidos por la editorial madrileña Ulises bajo el título Rusia en 1931: Reflexiones al pie del Kremlin. El libro, del que se llegaron a agotar tres ediciones en apenas unos meses, le reportó al autor un éxito inmediato, desconocido, convirtiéndose en la obra que le granjeó a Vallejo una mayor repercusión a lo largo de su vida.
Como otros muchos intelectuales de su tiempo, de Bernard Shaw a Upton Sinclair, de Waldo Frank a Edmund Wilson, de Anatole France a Romain Rolland, de Miguel Hernández a Ramón J. Sender, pasando, por ceñirnos al ámbito hispano, por los Valle-Inclán, Antonio Machado o Federico García Lorca, César Vallejo fue llamado en nombre de «la fuerza de la ilusión» de la que participaron algunos de los más significativos hombres de su generación, por utilizar la expresión de Claude Lefort, a saludar la mayor obra de ingeniería social del pasado siglo aunque, como bien subraya Fernando Iwasaki en el prólogo a esta bella edición que ahora presenta Renacimiento, «a diferencia de otros intelectuales europeos y americanos, Vallejo jamás fue invitado por la Unión Soviética». Una nota aclaratoria incluida por la editorial –que publicó esta obra dentro de su colección “Nueva Política”: que dio cabida por las mismas fechas, tal era su ecléctico y comercial espíritu, tanto a un alegato contra Stalin como a una encendida hagiografía de Hitler– quiso salir al paso de las posibles acusaciones de parcialidad que pudieran sobrevenirle al autor en tiempos de creciente y tormentosa polarización política.
«César Vallejo ha estado en el país de Stalin por su cuenta. No ha ido en misión especial, con ninguna subvención, con ninguna representación de grupo ni de identidad política. A cuerpo y cara limpios. No se podrá decir por nadie que escribe este libro obedeciendo mandatos propagandísticos. Vallejo no tiene ninguna relación más o menos escabrosa con las instituciones soviéticas. Por eso los juicios que da en esta obra son los libres e imparciales de todo hombre honrado que no cuenta sino lo que ha visto con sus propios ojos».
¿Quería esto decir que Vallejo era un viajero desinteresado o desapasionado? Ni mucho menos. Ya en 1928, año decisivo para el poeta en el que, sin olvidar sus obsesiones metafísicas, y tras sufrir una reveladora crisis, se consolida su compromiso político –que le conduciría años más tarde a afiliarse al Partido Comunista y a participar activamente durante la guerra civil española en numerosas actividades en el marco de la resistencia de los intelectuales contra el fascismo–, el autor de Poemas Humanos había dejado escrito: «El artista es inevitablemente, un sujeto político. Su neutralidad, su carencia de sensibilidad política probaría chatura espiritual, mediocridad humana, inferioridad estética». Un simple vistazo a los artículos y a la correspondencia personal de la época nos revelan que el autor de Trilce había depositado muchas de sus esperanzas en la construcción del “hombre nuevo” que había alumbrado el nacimiento de la URSS y que no estaba dispuesto a asumir en aquella encrucijada histórica la condición de mero observador. Es decir, que libre y honrado, sí; pero imparcial ya era otra cosa.
«La poesía vallejiana –dirá Segismundo Luza– acontece como historia, como destino colectivo, como honda huella en el camino de la humanidad». Todo esto es cierto, casi un lugar común, pero, ¿qué ocurre cuando, como en Rusia en 1931, el poeta se convierte en cronista, cuando el pequeño burgués asoma su testa por las torres del Kremlin para contemplar la «urbe futura» y el socialista de corazón se pone el traje de notario para analizar la vida del solar en el que el género humano está llamado a realizar «sus grandes ideales de cooperación, de justicia y de dicha universales»? Vallejo, que había participado en su país antes de partir hacia su exilio parisino de protestas que dieron con sus huesos en la cárcel –una experiencia traumática que siempre arrostró–, y que trasladaría años más tarde en El Tungsteno –publicado también en 1931–, fruto de su contacto en Huamachuco con la dura realidad en la que vivían los mineros de Quiruvilca, su entrañada y vívida solidaridad con los sectores más desfavorecidas de la sociedad, se propone aprehender y compartir con sus lectores a lo largo de los dieciséis capítulos de los que se compone la obra la realidad de la vida diaria en una sociedad en proceso de radical transformación, todo de manera sencilla y didáctica, aunque al mismo tiempo animado por una aspiración de rigor científico que con frecuencia le abandona, lo cual tratándose de un escritor tan extraordinariamente dotado, resulta sinceramente de agradecer. Desechando el concepto de «impresiones», al que tan asiduos fueron algunos de sus contemporáneos y que él despacha en su introducción como «pura literatura», Vallejo, que devoró en aquel tiempo todo cuanto cayó en sus manos sobre marxismo y teoría política, expondrá temas muy diversos que van desde aspectos puramente económicos a sociales y culturales, esto es, del régimen de salarios, la industria del Estado o la racionalización socialista a la educación, la familia, la literatura o la educación.
Aunque la declarada intención del autor es, insistimos, mostrarnos una «imagen del proceso soviético, interpretada objetiva y racionalmente», y aunque no tema para lograr tal propósito contrastar sus puntos de vista con algunos relevantes «publicistas liberales» y otros científicos sociales de su época, la visión de este, como él mismo reconoce, «burgués extraño y totalmente al margen de la mecánica económica de Rusia» desprende una enorme ingenuidad, en todo caso bienintencionada, que además no supone ningún tipo de quiebra con lo que había sido la evolución de su pensamiento hasta la fecha. Él mismo dejó escrito que a través de lo que podía conceptuarse como «anarquía intelectual, caos ideológico, contradicción o incoherencia de actitudes», percibía dentro de sí «una orgánica y subterránea unidad vital». No podrá sorprendernos así el que incluso en aquella parte de su producción que pudiera considerarse más alejada de lo político, de los acuciantes problemas históricos del día, como en el entonces lejano y posmodernista Los heraldos negros, la preocupación humanitaria ya se manifestase en toda su crudeza ayudando a trazar un poderoso surco que recorrería a partir de entonces su obra venidera: «Y cuándo nos veremos con los demás, al borde/ de una mañana eterna, desayunados todos» (“La cena miserable”).
El caso es que en Rusia en 1931, aunque Vallejo llega a mostrarse casi inquisitivo por momentos durante los encuentros que mantiene con algunos actores (sea una obrera de una fábrica de caramelos y chocolates, el secretario científico del Instituto Central del Trabajo o el director de un Sindicato Textil) del nuevo orden económico a quienes acude con el fin de obtener una información lo más veraz y completa posible, resulta fácil inferir que es el discurso oficial el que termina transcribiendo de su puño y letra. No es que Vallejo hubiese decidido dejar su espíritu crítico en el perchero, o que quisiera congraciarse con sus (interesadamente) atentos anfitriones. Resulta más plausible pensar que este hombre acostumbrado en América y Europa a conocer (y padecer en carne propia) la explotación en sus más diversas formas, va ir oyendo y anotando simplemente lo que por anticipado desea escuchar, que se corresponde precisamente con aquello que mejor se aviene con sus genuinos anhelos de esperanza en la «humanidad del porvenir» encarnada, sin ir más lejos, en aquellos niños proletarios que lo despiden de su visita a un colegio cantando orgullosamente la Internacional. Así, imbuido del espíritu obrero que tan plásticamente supo imprimir, bajo el sello del realismo socialista, la propaganda soviética, el cronista llegará a encontrar belleza ya no en esos pequeños corazones y en esas jóvenes gargantas abiertas al futuro que protagonizan la antedicha estampa (prefigurando aquellos versos inmortales: «…si la madre / España cae –digo, es un decir– /salid niños del mundo, id a buscarla» ), sino incluso allí donde un alma desapasionada no vería sino deshumanización, ya sea en las míseras casas o en el rutinario trabajar de las fábricas:
«Un momento permanecemos en silencio, observando los múltiples trabajos del taller. Entonces empiezo a percibir auditivamente el elemento rítmico de las labores, en conjunto y aisladas, como si se tratase de los sones de una extraña orquesta de batería. Me acuerdo instantáneamente del Paso de acero, de Prokofiev; de las sonatas de Hindemith y de Krasnancak, de Glier. Es la misma música. La música del trabajo, regular, plástica, tubulada, a gajos, de una cadencia elíptica y de una monotonía bárbara y grandiosa. A veces, el ritmo hace un grand-écart entre dos corrientes de alta frecuencia. Otras veces se oyen algunas campanas en espacios caprichosos, asimétricos o chafándose entre sí, como un jazz-band. Luego se produce un arrebato de motores, martillos y pilones, que dura algunos minutos. Es entonces el alegretto de un oratorio hebreo de Milhaud.»
El Vallejo vanguardista de Trilce parece solazarse poniéndose el mono de futurista. No deja de resultar paradójico que un (incómodo, es cierto) “capitalista” como Charles Chaplin venga a denunciar unos pocos años más tarde el maquinismo y el trabajo en cadena que tan evocadoramente ensalza el poeta. Por si no fuesen necesarias más pruebas, una de las descripciones que aporta el escritor peruano, más allá de lo que nos pueda remitir al mundo feliz que por entonces pintaba Huxley, resulta inverosímilmente cercana a la paródica visión inserta en Tiempos Modernos.
«—Aquí tiene usted el laboratorio de metabolismo propiamente dicho, donde se llevan a cabo los análisis de las sustancias que se forman en el organismo del obrero durante el trabajo. Como usted ve, el laboratorio comunica con los talleres y las instalaciones electromecánicas por medio de tubos e hilos conductores, que sirven para recoger y traer la respiración, el aliento, la presión arterial, los menores movimientos y hasta el reposo y los gestos del trabajador. Es de este modo como se registran aquí todas las reacciones físicas, químicas y biológicas producidas por las diversas manipulaciones del obrero en su organismo. Así es cómo la ciencia forma su criterio relativo a las ventajas o desventajas que, desde el punto de vista de la economía de la energía humana, ofrecen los distintos métodos de trabajo».
La música del trabajo ensalzada por Vallejo le habrá de parecer al cineasta una sinfonía atroz, lo que nos lleva a pensar que no es el espectáculo en sí que contemplan, sino la “dirección histórica”, el fin mismo al que apuntan, lo que resulta a la postre digno de repulsa o encomio. De este modo, lo que suena a un disco rayado cuando es ejecutado por las fuerzas del capital en beneficio de una élite, reverbera como una música celestial cuando es interpretado por un tipo de obrero que ya no es el autómata que nos muestra el célebre filme –o que plasman algunos de los más significativos títulos del expresionismo alemán– sino un trabajador emancipado, abnegado pero dichoso que –como expresa uno de los entrevistados en un momento verdaderamente surrealista–: «Mientras laboran sus manos, puede dedicar sus facultades intelectuales a lo que quiera: a soñar, a contemplar, a recordar, a afrontar, en fin, los grandes e íntimos problemas de su vida personal». El propio Vallejo no sólo no se ocupará de desmentir tal afirmación sino que páginas más adelante, refiriéndose a la ausencia de una vida mundana en Moscú similar a la de las grandes capitales burguesas escribirá: «En la fábrica y en el taller, en la oficina y en la escuela se desenvuelve el trabajo de modo tan confortable, armonioso y espontáneo, y tan penetrado del trance propiamente deportivo del esfuerzo, que no sabe uno si los obreros están trabajando o si están divirtiéndose». Es la diferencia que media entre «una dictadura de la mayoría trabajadora sobre la minoría de parásitos», tal se desarrolla en el Estado proletario, y la dictadura de «unos cuantos explotadores sobre la masa de productores», como ocurre, según Vallejo, en el mundo capitalista.
Vemos, pues, cómo el observador pretendidamente imparcial, a pesar, como sabemos, de que a lo largo de su trayectoria artística rehusó poner su «libertad estética al servicio de tal o cual propaganda política», no puede evitar abrazar una visión idealizada, irreal, de un proyecto de refundación del ser humano que fue capaz de ganar para su causa a algunos de los mayores talentos de la época. Leyendo a este Vallejo, nos vienen a la memoria algunos pasajes del otro gran poeta americano del siglo, su “camarada” Pablo Neruda, quien también capturó vivamente en sus memorias la ferviente esperanza que la URSS había despertado en muchos corazones: «Amé a primera vista la tierra soviética y comprendí que de ella salía no sólo una lección moral para todos los rincones de la existencia humana, una equiparación de las posibilidades y un avance creciente en el hacer y el repartir, sino que también interpreté que desde aquel continente estepario, con tanta pureza natural, iba a producirse un gran vuelo. La humanidad entera sabe que allí se está elaborando la gigantesca verdad y hay en el mundo una intensidad atónita esperando lo que va a suceder». O como también escribiera con no menos candor George Bernard Shaw al despedirse del país tras visitar la URSS en 1931: «Mañana dejo esta tierra de esperanza para regresar a nuestros países occidentales de desesperanza». En este caso se trata de la misma persona que afirmó: «Karl Marx hizo de mí un hombre».
Como en el caso de los anteriormente mencionados, también algunas de las palabras que Vallejo esboza sobre el arte literario de la Rusia socialista podrían llegar a sacarnos los colores hoy en día. Sus críticas contra el «literato de puerta cerrada», que no sabe nada de la vida, «producto típico de la sociedad burguesa», del «infecto plumífero de gabinete», anquilosado, que produce una literatura que huele a «polilla de bufete», se habían vuelto especialmente virulentas a finales de la década del 20, pero el peruano no se contenta en sus crónicas con denunciar aquella «literatura de pijama» que es incapaz de contener la «libre inmensidad de la vida» ni con brindarnos una descripción más o menos prolija y aséptica del realismo socialista. Tampoco es que se limite a callar y otorgar cuando en una reunión con escritores bolcheviques uno de estos dedica malintencionados comentarios sobre Maiakovski, quien sólo unos meses antes de publicarse este ensayo se quitará la vida de un disparo, sino que parece suscribir el nuevo dogma a pesar de que este contradiga claramente algunas de sus más arraigadas creencias estéticas y, de manera particular –porque es posible hallar en su discurso de aquellos años algunas evidentes contradicciones– su propia práctica poética. En este sentido, aunque es cierto que durante el periodo en que se llevaron a cabo estos viajes la férrea ortodoxia artística todavía no había alcanzado su clímax –ante el vacío a este respecto dejado por Marx y Engels sus “herederos” tuvieron que ir formulando una teoría del arte socialista al socaire de los acontecimientos, es decir sujeto a las leyes de la “necesidad histórica”, que no encontraría su forma más acabada, previa escala en Lenin, sino avanzada la década del 30–, esto es, a pesar de que el rostro más sombrío del estalinismo no había aún asomado sigue pareciendo un exceso que Vallejo, contra las voces críticas que tímidamente se elevaban ya, pudiera escribir sin pudor a esas alturas de la partida: «El ejercicio de la literatura es libre y no está organizado en ninguna escuela o academia oficial preparatoria, ni se sujeta a programas o cuestionarios coactivos del Sóviet».
Evidentemente, la imagen que Vallejo y otros intelectuales –en buena parte gracias a la labor de captación que Moscú había puesto en práctica a través de sus sucursales extendidas por todo Occidente–, tenían de la URSS no era precisamente neutral. Cuando décadas más tarde un Vargas Llosa que aún profesaba los ideales del socialismo se dedique a contarnos sus impresiones «a vuelo de pájaro» de un viaje a Moscú desarrollado en plena Guerra Fría, insistirá precisamente en esta idea: «¿cómo hablar con solvencia sobre la URSS, luego de una visita casi furtiva de pocos días a Moscú? No creía llevar conmigo prejuicio alguno contra la Unión Soviética, y sí, en cambio, una simpatía entusiasta por casi todos los aspectos de su sistema político y social, con excepción del cultural. Y, sin embargo, allá, rápidamente descubrí que observaba, preguntaba y juzgaba a partir de algunos clisés que circulan desde hace tiempo por el mundo y que han contaminado la idea que tienen de la URSS en el extranjero, tanto los partidarios como los adversarios del socialismo». El novelista peruano cuenta, a diferencia de sus predecesores, con la ventaja de haber llegado después y, por lo tanto, de haber conocido los crímenes de Stalin, el deshielo, la invasión de Hungría, la revolución cubana, la ascensión al poder de Mao en China… Las circunstancias también han cambiado y resulta más fácil mostrarse cauto. Pero, ¿cómo podríamos reprocharle a un Koestler la imagen que el propio escritor húngaro nacionalizado británico había forjado tempranamente en su mente y de las que dio cuenta en uno de sus famosos libros de memorias?
«Me representaba a Rusia como una América superior, empeñada en la empresa más gigantesca de la historia, bullente de actividad y entusiasmo, nada menos que una gran batalla para dignificar al proletariado creando una sociedad más justa y un “hombre nuevo” libre de las lacras de la sociedad burguesa».
Con no menos entusiasmo un joven Luis Cernuda se había encomendado por los mismos años en que Vallejo se había adherido al credo socialista a una «revolución que el comunismo inspire» para «acabar, destruir la sociedad caduca en que la vida actual se debate aprisionada». Aquella sociedad carroñera, que «chupa, agosta, destruye las energías jóvenes que ahora surgen a la luz», en palabras del brillante poeta sevillano, era contra la que también se había levantado Vallejo y estaba claro que no estaba dispuesto a consentir que la prosaica realidad le sacara del ensueño cuando lo que estaba en juego era precisamente extirpar las «pústulas del régimen burgués». Como escribió James Higgins: «Vallejo cree que el hombre ha sido corrompido por el desarrollo de la sociedad capitalista. Ha sido alienado de lo que es esencial en la vida, y se ha convertido en perpetrador o víctima de la explotación y la opresión. La sociedad capitalista es una sociedad absurda dividida por el conflicto de clases y donde rige la ley de la selva». Sólo desde la profunda solidaridad con el destino de los parias de la tierra, a cuyas huestes de un modo u otro nunca dejó de pertenecer («Un hombre pasa con un pan al hombro/ ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?») , se entiende que Vallejo fuera capaz de incorporar como una nueva piel con que arropar su vena negra metafísica, el frío espíritu calculador que en cada esquina le sale al paso y que le lleva, como en el ejemplo arriba citado, a saludar la realidad de la fábrica como un nuevo paraíso terrenal pues, «de ella parte toda inspiración vital, toda fe y toda esperanza humana, y a ella convergen todos los esfuerzos sentimientos y pasiones. En ella está el principio y el fin de la existencia. En ella está la vida. Hombres y mujeres no piensan sino en la fábrica (…) Sólo queda de la familia antigua el instinto de hermano, pero de hermanos en la producción. Es ésta la gran fraternidad del trabajo». Otro poeta militante como el malagueño Emilio Prados irá todavía aún más lejos al escribir con motivo del aniversario de la Revolución un poema (“Existen en la Unión Soviética”) que contiene versos de este jaez, indudablemente “revolucionarios”: “Es allí cada fábrica/ como un árbol que crece/ el corazón de Lenin que se eleva cantando/ iluminando el universo”.
Vemos materializarse aquí lo que Carl Schmitt planteó en su Teología política al afirmar que «todos los conceptos concisos de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados». Esta «teología materialista», esta «mística sin Dios que, sin embargo, se fundan en la esperanza de la revelación y de la redención», como destacó Rafael Gutiérrez Girardot en un artículo en el que se dedicaba a contrastar las fuentes del materialismo de Vallejo a la luz de otro autor con el que presenta importantes concomitancias, Walter Benjamin, supone una fundamental vía de acceso a la hora de aproximarnos a un tipo extraordinario de creador que, como el propio Girardot no se cansó de afirmar, «se sustrae a la filología», pero que fue capaz de amalgamar en singular e inextricable síntesis lo sagrado y lo profano, el reino de este mundo y «el del otro», su vocación de artista con su compromiso de hombre político, el materialismo dialéctico con una fe fraterna, universal y secularizante.
«Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon;
les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre;
echóse a andar… »
(“Masa”, España, aparta de mí este cáliz).
Como sea, condenar a Vallejo, como a otros muchos, certificando tanto tiempo después que pocos de los testimonios e impresiones que fue recogiendo podrían resistir la comparación con los hechos, sería decir bien poco. Acaso sólo un puñado de los testimonios de aquel prolífico género que fue el del “viaje a la Rusia Socialista”, podría superar este despiadado test de la Historia. Vallejo, contra Julien Benda, aquel «defensor arrogante de la inteligencia pura», actúa como el intelectual comprometido, “en situación”, como lo llamará en la década posterior Jean-Paul Sartre, durante un tiempo convulso, no haciendo otra cosa, y nos acogemos aquí al magisterio de Maurice Blanchot, que dejar momentáneamente de ser lo que era, un poeta mayúsculo, «para responder a unas exigencias morales, oscuras e imperiosas a la vez, puesto que eran de justicia y de libertad». Como apunta Iwasaki: «Leídas casi noventa años más tarde, las crónicas rusas de César Vallejo corren el riesgo de ser juzgadas con la ventaja de saber que el régimen bolchevique fue un fiasco, un embuste y una cruel dictadura corrupta. Sin embargo –continúa el prologuista–, aunque la clarividencia política del poeta demostró ser más bien nula, no sería justo pasar por alto que reflejaban la conciencia y la sensibilidad de numerosos intelectuales y personas de buena fe, que vivieron durante el primer tercio del siglo XX».
Más aún, con independencia de los aciertos o errores que pudiera cometer en su análisis este «revolucionario por experiencia vivida, más que por ideas aprendidas», como le escribió en su día a Pablo de Avril, no debemos despreciar la penetrante mirada que el escritor arroja en muchas ocasiones sobre lo que va encontrando a su paso –algunos retratos de la existencia cotidiana en la Rusia socialista, como el que nos introduce en la vida doméstica de una joven pareja de trabajadores, resultan inestimables piezas de eso que hoy anacrónicamente continúa llamándose “Nuevo Periodismo”–, ni el valor como documento histórico que la obra atesora, ni la importancia de la vigente denuncia que el escritor vierte tanto sobre la voracidad del capitalismo, con sus siderales distancias entre clases y sus legiones de desempleados y de sujetos alienados por los grandes medios de comunicación de masas.
Tampoco, pese a hacer propios los ideales que sostenían la utopía marxista, pese a no ocultar, más bien al contrario, sus simpatías por los logros del proyecto soviético, sería justo afirmar que aquellos poderosos cantos de sirena le volvieron ciego, sordo y mudo ante un dogmatismo comunista que, como se vislumbra también puntualmente en este libro y en su póstuma continuación (Rusia: Ante el Segundo Plan Quinquenal), le venía inevitablemente estrecho: «no olvido que Rusia vive bajo una dictadura franca e implacable, y que pocos se atreven dentro de ella, a atacarla al aire libre». Vallejo no tiene reparos en criticar la «lepra burocrática» y aunque es verdad que no sufrió el desengaño gideano y que su temprana muerte nos privó también de conocer cómo habría podido evolucionar su pensamiento después de la revelación que supusieron para muchos compañeros de viaje los procesos de Moscú y otras monstruosidades del estalinismo, cuesta creer que habría podido encarnar la figura de artista revolucionario stricto sensu. Por sensibilidad está más cerca de Dostoievski que de Diego Rivera, de Rubén Darío que del último Gorki y por tendenciosos que puedan resultar algunos de los poemas del por otra parte extraordinario España, aparta de mí este cáliz, se nos hace imposible imaginárnoslo firmando aquellos versos de Neruda: «Stalin es el mediodía, /la madurez del hombre y de los pueblos». La política no sólo «no ha matado totalmente lo que era yo antes», le confesará a Juan Larrea, sino que incluso cuando sus pies se mueven con dificultad por el limo en el que se confunden la realidad, por muy socialista que esta sea, y la burda propaganda, aquel que fue capaz de llevar la lengua española a límites desconocidos, quien representó «un vivo y pavoroso ejemplo de cómo puede andar un hombre en poder de la poesía, en vez de andar la poesía en poder del hombre» (Fernando Quiñones) jamás pierde de vista, tampoco cuando recorre Moscú, aquella gran aldea medieval «en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de los siervos, los granos de los diezmos y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas primitivas y bestiales», que «no hay cosa más insondable que el canto y la mirada de los hombres».
«¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!».
(“Traspié entre dos estrellas”, Poemas humanos)
FICHA TÉCNICA
Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin.
César Vallejo.
Prólogo de Fernando Iwasaki.
Editorial Renacimiento. Col. Los Viajeros.
248 páginas.
PVP: 18 €.
ISBN: 978-84-8472-776-7
Fecha de publicación: abril de 2013.