Home Acordeón Cesarismo e imperialismo. La Gran Guerra de 1914, IV

Cesarismo e imperialismo. La Gran Guerra de 1914, IV

 

En medio de una atmósfera –desmesurada– de hundimiento apocalíptico aparece, nuevamente, la mano del destino. En una palabra, 1888, el año de los tres káiseres. Comienza una nueva era política que viene acompañada de su fatum: Wilhelm/Guillermo II o la época wilhelmniana. En un mismo año nacen esa era y la Guerra de 1914. Son dos niños gemelos que irán creciendo juntos hasta terminar muriendo juntos. En realidad, el destino ya había comenzado a moverse mucho antes. Exactamente en 1858, cuando la jovencísima princesa Victoria (Vicky) de 17 años, primogénita de la celebérrima Reina Victoria de Inglaterra y nacida en el mismísimo Palacio de Buckingham, se convierte en esposa del príncipe heredero de Prusia, Federico, un matrimonio de amor de principio a fin, pero pensado, además, para contribuir a un objetivo más sublime: ir convirtiendo a Prusia en una monarquía de estilo británico. No fue precisamente lo que ocurrió. La princesa Vicky iba a dar a luz –en condiciones dramáticas– a quien acabaría siendo Guillermo II de Prusia, pero el retoño, lejos de britanizarse, se germanizaría hasta el extremo más exagerado. A la Reina Victoria le escribiría su hija Vicky, a lo largo de su vida en Alemania, donde murió, 4.000 cartas y recibiría de ella unas 3.500, lo que constituye un valiosísimo testimonio de la época.

 

Contra lo que han escrito tantos historiadores, ese monarca no fue un eslabón más en la evolución política alemana. Fue una pieza anómala. Lo fue por su propósito: convertirse en potencia hegemónica. Y lo fue por sus resultados: acabaría con la dinastía Hohenzoller y por su causa Alemania dejaría de ser una monarquía. Sería pieza clave en el camino de Alemania a la barbarie. Es precisamente él, con sus vacuas maneras imperiosas, con su hipernacionalismo y su marcado militarismo, quien refuerza y expande los objetivos ilusorios y autodestructivos de Alemania. En cierta manera, cabe decir que, voluntaria o involuntariamente, fue el precursor de Adolf Hitler.

 

Pero el drama había comenzado mucho antes. En 1888 el anciano emperador de Alemania, Guillermo I, celebraba su 90 cumpleaños. Siete días antes, el doctor Gerhard le cauteriza a su hijo y heredero, Federico, un pequeño acceso en una cuerda vocal. El acceso acaba siendo un cáncer de laringe que le deja sin habla y le impone la tortura personal de una enfermedad terrible. Recorre media Europa aguantando todo tipo de tratamientos. Está en San Remo cuando llega su hijo y heredero Guillermo con el propósito de tomar el control de la enfermedad de su padre, y éste tiene que prohibirle por escrito que lo tome. Cuando ya había decidido regresar a Alemania, el 9 de marzo de 1888 llega a San Remo el telegrama que le notifica el fallecimiento de su anciano padre, el káiser Guillermo I. Ese Federico gravemente enfermo es el nuevo káiser de Alemania bajo el nombre de Federico III. Será káiser sólo 99 días. Su padre y predecesor lo había sido durante 17 años, y había sido 27 años rey de Prusia. Federico se instala en Berlín con la enfermedad agravándose cada segundo. El 15 de junio de 1888 fallece y ese mismo día accede al trono el tercer káiser en unos meses: su hijo, quien reinará con el nombre de Guillermo II. Tras una sucesión de aceleración inimaginable y contingencias impensables, ese Guillermo II es con 29 años emperador de Alemania, rey de Prusia, summus episcopus de la iglesia evangélica y mando supremo del ejército más poderoso del mundo. Como primera medida ordena rodear con soldados el palacio de su madre, Vicky, para impedir que salgan hacia el Palacio de Windsor los papeles de su difunto padre.

 

Sin esa sorprendente e imprevisible sucesión quizá no habría acontecido la Gran Guerra. Su padre, Federico III, era anglófilo y de formas templadas. Su hijo, osado y explosivo. En el microcosmos familiar se observa ya lo que veremos repetirse en los meses inmediatamente anteriores a la guerra: la lucha –a muerte– entre dos modelos de sociedad y de nación, el germano contra el inglés. En la enfermedad y sucesión del difunto Federico III luchan por imponerse dos modelos de poder y de hacer política: cada uno con sus ideas, adeptos, maniobras, rumores, calumnias y países que intrigan. De un lado están el joven káiser y los Bismarck (padre e hijo), del otro la madre inglesa a la que tratan de aislar y de desactivar. Se trata de impedir que la emperatriz inglesa, y sus fieles, aprovechen para crear un modelo de monarquía inglesa contrapuesta a la prusiana. Esa lucha, que origina y originará profundos resentimientos y odios, se extenderá ya continuamente hasta 1914. Será entonces cuando luchen abiertamente esos dos modelos de monarquía y de nación que combatieron calladamente en ese microcosmos familiar: la de Guillermo II y la de su tío, hermano de su madre, Alberto VII, nietos los dos de la Reina Victoria y reyes de Inglaterra y Alemania respectivamente. Esa “dañada relación familiar” explica muchos de los malentendidos graves que ocurrirán luego en la crisis de julio entre el sobrino Guillermo II y su tío Berti. El káiser Guillermo II nunca fue capaz de liberarse de esa relación de amor-odio con Inglaterra y siempre sintió la necesidad –no exenta de complejos– de echarle pulsos a Gran Bretaña. Así que en 1888 comienza el drama europeo de 1914.

 

De ese punto histórico salen dos fuerzas antagónicas que acabarán estallando como una bomba. Un fuerte ansia de acabar con el presente y unas fantasías políticas llenas de sueños imperiales. La consecuencia la había profetizado ya en 1848 un dramaturgo austriaco, Franz Grillparzer: estamos en la evolución “de la humanidad a la nacionalidad, a la brutalidad”. Fue lo que ocurrió: la brutalidad más masiva de la historia, primero la Gran Guerra y luego Hitler. Muy probablemente ninguna racionalidad hubiera podido parar eso. Pero sin Guillermo II la explosión no habría sido tan enorme. En su personalidad confluían demasiados rasgos arbitrarios y una densidad mesiánica altísima. Nadie declara una guerra sin razones asumibles para su pueblo. Ni siquiera un autócrata. Guillermo II necesitaba leña filosófica para el fuego que ardía en su alma. Y esa leña –abundante– iban a proporcionársela escritores, académicos, funcionarios, profetas políticos y pensadores.

 

 

Las cuatro ilusiones del imperialismo alemán

 

Un famoso y renombrado sociólogo alemán, coetáneo de Max Weber y de rango e influencia comparables, Werner Sombart, escribió en 1915 estas retumbantes palabras: “Todas las grandes guerras son guerras de creencias, lo fueron en el pasado, lo son en el presente y lo serán en el futuro”. Como él mismo dictamina, la Guerra de 1914 es el choque entre dos grandes “religiones”: espíritu alemán contra espíritu inglés, o, en su terminología, “héroes” contra “negociantes”, es decir, “hombres del deber” contra “hombres del beneficio”. Los dos representan valores contrapuestos. Olvidó Sombart aquella frase de Tocqueville a quien tan bien conocía: “el comercio es el enemigo natural de todas las pasiones violentas; hace a los hombres independientes los unos de los otros y les da idea de su importancia personal, que les lleva a querer gestionar sus propios asuntos y les enseña a tener éxito en ellos. Por lo tanto, los inclina a la libertad, y muy poco a la revolución”.

 

1914 no marca tanto una lucha entre naciones como una “lucha entre energías morales”. Alemania buscaba que se le concediese el valor y la importancia que, según ella, merecía. Se lanza a la guerra para conseguir lo que la paz no le concede: un puesto prominente en la política del presente. 1914 es la hora de la osadía. Un estado joven e impaciente, Alemania, osa el salto hegemónico. Cumplía así aquella caracterización del filósofo Johann Gottlieb Fichte: “tener carácter y ser alemán son lo mismo”. Es la hora del carácter, de poner a Alemania entre los grandes imperios del mundo, donde ya están Francia, Rusia, Inglaterra y Estados Unidos. Alemania consuma así su mayor apuesta histórica: o potencia mundial, o nada. Los historiadores han llamado a ese propósito “el salto a potencia mundial”. Da ese salto guiada por cuatro ideas motrices que son, a un mismo tiempo, objetivos políticos, dogmas mentales y causas de la guerra. Se va a la guerra por ellas, pero se va también para ellas.

 

 

1. La ilusión del Cuarto Volk o la regeneración de Europa

 

Para el Reich alemán y para sus élites –académicas, filosóficas o militares– Europa había entrado en una profunda crisis por seguir un camino equivocado. El de la Revolución Francesa, basado en la libertad individual, los derechos personales, la satisfacción y el confort de los ciudadanos. Para el Reich, Europa no podía basarse en el conformismo del bienestar material, sino en la exigencia, la disciplina, el sacrificio y la dureza de la conquista. Tampoco podía basarse en el individuo, sino en algo superior: la nación como unión de todos los individuos en una entidad fusionada que dé sentido a la vida individual. O sea, el Volk (Pueblo), único remedio posible a la enfermedad “individualista” de Europa. La base tiene que ser la Gemeinschaft (comunidad), no la Gesellschaft (sociedad). De esa fusión de individuos tenía que venir la salvación de una Europa corrompida por el manchesterismo económico anglosajón. Lo expresó mejor de lo que probablemente quería el poeta oficial austriaco Hugo Laurenz August Hoffmansthal: “no es libertad lo que buscan, es fusión y vinculación… El proceso del que hablo no es otra cosa que una revolución conservadora de una dimensión como no se ha visto nunca en la historia europea. Su meta es la forma, una nueva realidad alemana, en la que pueda participar toda la nación”. Es ese pueblo “aún no corrompido”, Alemania, el que debe llevar a cabo esa misión. Ese Volk no se une por la Razón, sino por su voluntad de actuar. Ese pueblo está llamado a una misión histórica: “sanear” y “purificar” Europa. “Queremos ser educadores del mundo, queremos transponer nuestra cultura al resto del mundo”. Lo recoge el famosísimo verso de Geibel de 1861: “Am deutschen Wesen soll die Welt genesen” (“en la esencia alemana debe curarse el mundo”), verso que después se utilizó mucho para justificar las mil barbaries del nazismo, sin que Geibel le hubiese dado nunca sentido político a ese poema, ni menos pensara en las locuras que luego sucederían.

 

 

2. La ilusión del cuarto imperio

 

Una situación –inaceptable– justifica las reacciones y conductas políticas del Reich alemán en los años previos a la guerra: la inadmisible irrelevancia política a la que se veía condenado. El Reich se sentía “rodeado” y “mutilado” en sus aspiraciones y derechos. Tenía la sincera y más profunda convicción de que se le impedía ser lo que tenía que ser: una potencia imperial en igualdad de condiciones con las otras. Alemania no estaba dispuesta a vivir de las migajas que le ofrecían el resto de potencias europeas. El Reich quería ser el cuarto imperio junto a Inglaterra, Francia y Rusia. El axioma que funda eso lo enuncian estas palabras: ”la conciencia nacional de un gran pueblo exige una posición adecuada en Europa, y toda nación lo sentirá así si no se ve en el puesto que le corresponde y merece”. El axioma lo formula el gran historiador Leopold von Ranke, y se refiere a Francia. Pero, al escribirlo, Ranke pensaba en Alemania. Para el sentimiento de las élites germanas, nada justificaba esa falta de un Lebensraum (espacio vital) de importancia, y no estaban dispuestas a renunciar, por nada, a esa aspiración. Ni siquiera por una guerra. De alguna manera nos encontramos aquí ante la aplicación, al pie de la letra, del famoso dictum del aún más famoso pensador de la guerra, Carl von Clausewitz: “la guerra es la continuación de la paz por otros medios”. Lo que no se logra con la paz, deberá lograrse con la guerra. Lo formula Guillermo II: “Yo fui siempre un defensor de la paz, pero eso tiene sus límites. He leído mucho sobre la guerra y sé lo que significa. Al final llega el punto en el que una gran potencia no puede seguir siendo un mero observador de los acontecimientos, tiene que coger la espada”.

 

 

3. La guerra ilusa y el nudo gordiano

 

El Reich o sus élites sentían que se encontraban en una aporía de difícil salida: querían ser más y los demás no querían que lo fueran. Ante ese nudo gordiano, les pareció que sólo quedaba una posibilidad: el filo de la espada. Ante la imposibilidad de convertirse por el juego político normal en un imperio, el Reich creyó que sólo quedaba lo extraordinario: la guerra. Gran parte de esas élites alemanas –y por cierto, muchos intelectuales y académicos, que tienen en esta tragedia una responsabilidad inmensa– convirtieron la guerra en única solución histórica. La raíz de todo eso está en el idealismo con el que mitificaron, hasta mutarla, la naturaleza misma de la guerra. En su visión fantasiosa de la guerra, muy distinta a las concepciones cristianas o las de la Ilustración, esas contiendas ya no son una “desgracia para un país”, sino la hora deseada de su autoafirmación como nación. Escribe el mariscal Helmuth von Moltke, el viejo Moltke: “sólo en la guerra se desarrollan las virtudes más nobles del ser humano”. O el joven Clausewitz: “la paz es la capa de nieve del invierno, bajo la que pululan y crecen lentamente las fuerzas del levantamiento; la guerra es la incandescencia del verano”.

 

Eso explica que a esas élites de 1914 la guerra les pareciera un instrumento de renacimiento y revitalización –cultural y moral– de Europa. Curiosamente, una sociedad que disfrutaba de la paz tenía una concepción despectiva de esa paz. Lo expresó bien el jefe supremo del ejército austriaco, Franz Conrad von Hötzendorf: “esta estúpida paz que no hace más que arrastrarse”. Muchos países y muchos escritores o académicos de altos vuelos vieron esa guerra como el proceso depuratorio necesario para acabar con la situación atascada del sistema político europeo. “Guerra. Fue limpieza, liberación, lo que sentimos y experimentamos, y una gigantesca esperanza” (Thomas Mann). Y Max Weber escribe: “Esta guerra es grande y maravillosa, sea cual sea su resultado”. Y el pintor Max Beckmann exclama: “esta catástrofe maravillosa”. Todas esas élites creyeron que una guerra supondría un daño “amortizable” y hasta rentable. Los resultados reales de esas fantasías fueron, como llegarían a comprobar cuando seguramente ya era demasiado tarde, catastróficos.

 

 

4. La ilusión de superioridad y la velocidad

 

Ninguna de esas ensoñaciones puede entenderse sin otra ilusión grave: la conciencia de superioridad que tenía el Reich. Creyeron tener una cultura más valiosa que las demás. Y creyeron tener un ejército más poderoso que el resto. Fue esa visión de superioridad lo que les hizo creer en dos axiomas. Uno, la ventaja de adelantar la guerra. Lo expresó el pequeño Moltke (Helmut Johannes), sobrino del gran Moltke (Helmut), el genio militar con el que Bismarck ganó sus guerras a Dinamarca, Austria y Francia y del que el sobrino era sólo una sombra: “cuanto antes, mejor”. Pensaban que cuanto antes se desencadenase la guerra más posibilidades de triunfo habría y se impediría el posible afianzamiento hegemónico de otras potencias. El segundo axioma tiene que ver con la firmeza. Mientras que, como todo el mundo sabe, en la Segunda Guerra Mundial la mayor parte de las élites políticas europeas –no sólo el premier inglés Neville Chamberlain– creyeron hasta el amargo y decepcionado final en “el apaciguamiento” como método y herramienta para domar a Hitler, en la Gran Guerra dominaba la convicción contraria: las élites de 1914 creyeron que mostrarse firmes y decididas era el bálsamo adecuado para frenar esa guerra. Creyeron que el temor paralizaría los espíritus de los que tenían que decidir. No fue así, pero ellos aplicaron el dogma con fe absoluta. Lo hicieron los alemanes, lo hicieron los austriacos y lo hicieron los rusos.

 

 

El cesarismo o la monarquía personalista como solución

 

Ya el gran François-René Chateaubriand enunció una especie de ley histórica: “La aristocracia tiene tres edades sucesivas: la edad de las superioridades, la de los privilegios y la de las vanidades; saliendo de la primera, degenera en la segunda y se extingue en la última”. No hay duda de que, siguiendo esa ley, esta era wilhelmniana pertenece a la edad de las vanidades. Y, por lo tanto, estaba condenada a extinguirse, como sucedió.

 

Conviene saber que la vida y psicología de Guillermo II están marcadas por dramas y circunstancias personales que hay que conocer para entender muchos de los acontecimientos que sucedieron. La primera de todas, su nacimiento. Su británica madre, Vicky, vivió un parto dramático: el niño venía con la cabeza hacia arriba y los brazos y piernas extendidos. Nació casi muerto y con roturas en los nervios y músculos que sostienen, desde el cuello, la cabeza. Consecuencias: el brazo izquierdo paralizado y quince centímetros más corto que el derecho; imposibilidad de mantener erguida la cabeza; y problemas en la simetría del rostro y de los ojos. Eso le convierte, durante su infancia, en un niño extraño con minusvalías severas que le impiden un desarrollo normal y le obligan a soportar terroríficos inventos ortopédicos, además de otros tratamientos inhumanos. Esos males convertirían su infancia en una tortura constante y en una frustración continua. Lo que dejó muchos traumas: un carácter frío, vengativo, caprichoso y agresivo. Su propia madre lo describió así: presumido, ostentoso, soberbio, estrecho de miras, desvergonzado e ignorante. Y su padre lo calificó de carente de tacto y de savoir faire, lo que, para un rey, argumentaba el padre, era cualidad imprescindible. Tampoco él tenía la mejor opinión de su madre, ni de los ingleses: “un médico inglés mató a mi padre, y un médico inglés me convirtió a mí en un lisiado, y todo es culpa de mi madre, que no soporta a ningún alemán alrededor de ella” (según refiere una carta de Vicky de 1889 a su regia madre, la Reina Victoria de Inglaterra). Y el que fuera durante años y años su preceptor, profesor y educador –Georg Hinzpeter– lo valoró así: “para viajante vale, de todo lo demás no es capaz…Debería haber sido ajustador”. Pero llegó a emperador.

 

Así que, en vez de ir hacia una monarquía de tipo británico, como en los mejores sueños se pretendió, caminó en dirección contraria: hacia los peores rasgos prusianos. Se deshizo de forma tremenda de los Bismarck –padre e hijo–, rompió toda la araña política que ellos habían tejido trabajosamente y la sustituyó con un arbitrario sistema personalista. Cambió la estructura del estado burocrático prusiano por una corte en la que ministros y funcionarios eran apéndices del monarca. “No sé nada de ninguna Constitución. Sólo cuenta lo que yo quiero”. El káiser creía sinceramente que las cabezas coronadas recibían las decisiones directamente de Dios. Y se consideraba intermediario entre ese Dios y su Pueblo. Hacia 1910 asegura: “Soy el Señor único de la política alemana y mi país deberá seguirme vaya a donde vaya”. Y en otra ocasión: “estamos destinados a lo más grande, y os guiaré a vivir días grandiosos… Mi rumbo es el correcto y será el que seguiremos marcando”. Y en 1891 escribió en el libro de oro de la ciudad de Múnich: “La voluntad del Rey es ley suprema”.

 

En vez de seguir, como hubiera sido lógico y razonable, una férrea política de intereses nacionales, el káiser creó una especie de bonapartismo en el que primaban sus emociones, reacciones u ocurrencias momentáneas (por sus caprichos e improvisaciones le llamaron “Guillermo el sorprendente”). Todo venía determinado por su carácter: arbitrario, imprudente, bravucón y con compulsión a la pomposidad. Tuvo siempre tendencias autoritarias, odio a los parlamentos, odio a la socialdemocracia (los zahirió con la famosa frase “compañeros sin patria”), a los judíos, y un amor apasionado por los uniformes y todo lo militar. No es, pues, extraño que el viejo Moltke atisbara en él una incertidumbre y un problema de difícil solución. Como dijo al conocer que el emperador había destituido a Bismarck: “El joven nos va a enfrentar a bastantes enigmas”. El resultado fue el aislamiento y la desconfianza de toda Europa. Lo resume dolidamente Max Weber en una carta a Friedrich Naumann: “un diletante lleva los hilos de la política… Consecuencia: mientras dure, será imposible llevar a cabo una política de gran potencia… La dinastía de los Hohenzoller sólo conoce la forma corporal del poder”; y añade, demoledor: “el rey de Inglaterra tiene ambición y poder, el Káiser alemán tiene vanidad y se contenta con la apariencia de poder”.

 

Ese diletantismo no sólo era del Káiser sino del sistema. El gran sociólogo y economista norteamericano Thorstein Veblen señaló, ya muy pronto, que el sistema político alemán era obsoleto y anacrónico e iba por detrás de las exigencias de su tiempo: anacrónica era su selección de élites; anacrónico su sistema de toma de decisiones, saturado de rasgos feudales. Consideraciones críticas parecidas se encuentran, a montones, en Weber. De quien procede recordar aquí que siempre defendió los “ideales imperiales” de Alemania y, correspondientemente, la Gran Guerra, aunque la gente no lo sepa. Para Weber el deseo alemán de convertirse en una gran potencia mundial no sólo era un derecho, sino una obligación de Alemania. Para él, la política cautelosa de Bismarck había llegado a su punto de “saturación”. El método de “abstinencia de gran potencia” (expresión de Weber) seguido por Bismarck no era defendible. Alemania necesitaba metas más grandes y ser un Reich más poderoso. El problema estaba en que esa “voluntad de potencia” exterior chocaba con la “voluntad de impotencia” interior de Bismarck. Pero, como argumentaba y argumentaba Weber, el “imperialismo” exterior sólo era posible si se producía una “parlamentarización” efectiva en el interior. Pero Bismarck –sigue Weber– había hecho todo lo contrario: renunciar voluntariamente a la ambición de gran potencia mundial para no tener que revisar o transformar las estructuras políticas internas alemanas.

 

Bismarck es, para Weber, el padre del cesarismo alemán. Un cesarismo incapaz de alumbrar “hombres de estado” y que sólo crea “burócratas”: seres pasivos, obedientes, meros receptores de órdenes, que sirven más a las conveniencias de la burocracia que a los intereses vitales del país. Por eso se llegó –dice– a la guerra. Y por eso se perdió. La guerra vino de imitar lo malo, en vez de lo bueno: se copió a Rusia, no a Inglaterra. “Una de las consecuencias de la imbecilidad alemana fue que la guerra se planteó y se realizó como una guerra contra Inglaterra” (Weber). En esa guerra, sentencia, falló el sistema y falló todavía más la dinastía. Alemania tenía al parlamento sometido al patronazgo de una monarquía obsoleta. Tiene Weber toda la razón. No se puede entender –ni explicar– 1914 sin tener en cuenta las deficiencias de dirección de Guillermo II y del sistema político viciado creado en torno a él.

 

Ese sistema ineficaz y obsoleto cometió errores enormes de visión, diagnóstico y pronóstico. Esos cálculos errados nacieron del peso, desmesurado, del wishfull thinking (pensamiento ilusorio) de esas élites. Soñaron siempre con una guerra corta (“guerra de gabinete”, las llamaban), cuando había infinidad de señales de que sería larga y difícil: ya en noviembre de 1914 (es decir, sólo dos meses después del inicio del conflicto) el general Erich von Falkenhayn anuncia que “un final puramente militar de la guerra no es alcanzable”. Pero había ilusos del Estado Mayor que creían hasta tal punto en el cuento de la lechera de la victoria que, un mes después del comienzo de la guerra, afirmaban: “si las cosas no engañan, en unos días la invasión de Francia quedará completada”. Por otra parte, las élites alemanes soñaron durante años que Inglaterra soportaría impasible sus retos bélicos, y que, al final, se mantendría neutral. Cosa que nunca fue realista, ni tampoco previsible. Y por eso no sucedió. Existían muchos indicios –en realidad, numerosísimos– de que eso no iba a ser así. Pero los alemanes los ignoraron, y sobreestimaron, una y otra vez, su propia potencia militar. Frente a eso brilla el sobrio empirismo británico. Basta ver con qué distanciamiento analítico observan y juegan con astucia al juego de “decididos a no decidir”. Para apreciar la gran diferencia existente basta con ver, por ejemplo, los diagnósticos y pronósticos, que hace ya en 1911, es decir, cuatro años antes de la guerra, el general Henry Wilson: adelanta a todos los que le escuchan que se declarará con toda seguridad una guerra, que durará no menos de tres años, y explica, ante un enorme mapa extendido anticipando el método Churchill, por dónde discurrirá la invasión alemana de Francia. Pronósticos que los hechos reales de 1914 confirmaron casi milimétricamente. Es la diferencia entre un sistema basado en el análisis y la capacidad y otro en el más estúpido culto personal y el ciego deseo. Se puede formular así la diferencia entre los dos modelos: el sistema político inglés funcionaba bajo el primado de la política sobre lo militar. En Alemania, el primado era de un emperador decididamente militarista: “sic volo, sic jubeo, regia voluntas suprema lex” (“así lo quiero, así lo ordeno, la voluntad regia es ley suprema”).

 

Hacía ya decenios que en Alemania latía un ansia del hombre fuerte, de un segundo César al estilo de Federico el Grande de Prusia. Puestos a exagerar, el sueño de un Napoleón alemán que intentase situar a Prusia como potencia hegemónica de Europa. Ese mismo fue el sueño que tuvo –con todas sus aberraciones– Hitler. Pero una cosa es Napoleón, o Federico el Grande, y otra un muñeco pomposo como Guillermo II, aunque viviera en sus palacios y pisara sus mismos salones. Como no podía ser de otra forma, ese nuevo rey soldado se quedó en nada. Mejor dicho, causó una matanza de dimensiones cósmicas y destruyó a su país para un siglo.

 

Todos esos errores de diagnóstico confluyeron en un inmenso error de estrategia: creer que podían sustituir a Rusia como potencia continental. Ignorando que desde el siglo XIX en Europa estaban asentadas dos grandes potencias: Inglaterra en los océanos y Rusia en el continente. Tratar de volar eso era bastante ilusorio. Desde Napoleón hay muy pocas razones para infravalorar las capacidades defensivas de Rusia. Y menos para despreciar su astucia estratégica. Si se analizan detalladamente las guerras del siglo XIX, enseguida se ve que Rusia ganó en poder y en dominio en todas ellas. Ganó, por supuesto, en las que venció, pero ganó también en las que perdió. La Gran Guerra emprendida por Alemania se basó en un grave error de cálculo: pensar que el Deutsche Reich podía desplazar a Rusia como potencia continental. El resultado fue demoledor. Rusia actuó en esa crisis con astucia, hipocresía y olfato instintivos. Por un lado, vio en ella la deseada oportunidad de conseguir un par de viejos sueños: hacer estallar a Austria, arrebatándole su imperio balcánico. Por otro, aniquilar a Prusia y frenar para siempre, o al menos para decenios, al Reich alemán. Y los dos sueños se le cumplieron. En las guerras europeas del XIX y del XX, Rusia fue una especie de ganador constante. Eso no ocurrió en la Guerra Fría. Conviene tener presente todo esto para entender ciertas cosas que están ocurriendo. Y que repiten sueños o esquemas del pasado.

 

Así terminó, en catástrofe, la historia de este pequeño Napoleón alemán, llamado Guillermo II. Fue el último emperador de Alemania. Dejó irremediablemente deshecho su reino, Prusia. Trajo la república. Fue arrojado al exilio holandés porque se negaba y negó a abdicar: “un sucesor de Federico el Grande no abdica”. Y en Holanda alcanzó el más eximio nivel de lo patético: dijo de los judíos monstruosidades que no desmerecían en nada de las de los nazis (por ejemplo: “la prensa, los judíos y los mosquitos son una peste, de la que la humanidad tiene que librarse de una forma u otra –I believe the best would be gas” (sic)); cargó contra la socialdemocracia con una vesania de oligofrénico, escribió ditirambos sobre Hitler que avergüenzan, e incluso llegó a ponerse en sus manos para recuperar su imperio (por ejemplo con esta carta de felicitación a Hitler por su cumpleaños en 1941: “las acciones de nuestras valerosas tropas son impresionantes. Dios le ha concedido a Ud. el éxito. Ojalá le siga ayudando hasta lograr una paz con honor y una victoria sobre los judíos y el Anticristo que viene vestido con ropajes británicos”).

 

Todo ese desastre se lo anunció, de una forma u otra, ya en 1898 crípticamente Bismarck en una famosa cena. Sabiendo que Bismarck se moría, Guillermo II forzó las cosas para verle y visitarle en su casa una última vez, dado que, desde que le había destituido, prácticamente no se habían vuelto a encontrar. Así que impuso que se organizase, cuando ya Bismarck estaba en situación casi ultraterrenal, una especie de cena de despedida en la casa del gran canciller destituido. En esa cena Bismarck pronunció una enigmática frase: “Majestad, mientras su Excelencia tenga este cuerpo de oficiales, puede permitírselo todo; pero si un día eso dejase de ser así, entonces todo será muy distinto”. La profecía se cumplió. Fue la última vez que se vieron y, aunque a disgusto, la última vez que se hablaron.

 

 

 

 

Luis Meana Menéndez, nacido en Gijón, hizo estudios de Filosofía en España y de doctorado en Alemania, donde fue profesor de universidad durante muchos años. Ha escrito numerosos artículos sobre política, filosofía y temas alemanes en importantes diarios españoles: El País, ABC, La Nueva España, Faro de Vigo, Diario de Mallorca y otros periódicos. Entrevistó a Ernst Jünger con motivo de sus 100 años y ha traducido numerosos ensayos de los principales escritores y pensadores alemanes de los últimos decenios. Ha hecho ediciones de ensayos de Günter Grass y Hans Magnus Enzensberger. Asimismo, es y ha sido en los últimos años consultor de empresas. Fue socio director de Ernst&Young y vicepresidente de Cap Gemini.

 

 

 

 

La Primera Guerra Mundial, por Luis Meana

 

Las campanas del destino. La Gran Guerra de 1914, I

El negro azar de Sarajevo. La Gran Guerra de 1914, II

La guerra de las élites. La Gran Guerra de 1914, III

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