El autor de estas líneas bañándose con sus hermanos en la playa del Tarajal. 1965.
A ti, noble ciudad,
salud y honor.
Traemos para ti
cantos de paz y amor.
Ceuta, mi ciudad querida,
la siempre noble y leal,
cuantos a tus playas llegan
encuentran aquí su hogar.
Avanzada en el Estrecho
puente al África tendido,
no existe región de España
que, en ti, no forme su nido.
Eres la madre de todos;
triste y doliente en la guerra,
y en la paz acogedora
como la nativa tierra.
Yo te canto, Ceuta amada,
Canto tu sol, tu alegría.
Canto tu gloriosa historia.
Canto, en ti, la patria mía.
Y el grito de, ¡Viva Ceuta!
suena en mi alma
cual eco fuerte
de un ¡Viva España!.
A ti, noble ciudad,
salud y honor.
El himno es para ti
canto de paz y amor.*
Parafraseando aquellos versos de Don Antonio Machado “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero”; podría yo decir: “Mi infancia son recuerdos de una playa de Ceuta, y un puerto azul donde atracan los cruceros,” porque, efectivamente, viví en la ciudad española más al norte de África, entre los 4 y los 17 años, que partí a “la península” para continuar mis estudios en la Universidad de Granada. Aunque nací en Algeciras, en la otra orilla del Estrecho, mis recuerdos infantiles se remontan a la “muy noble y leal Ciudad de Ceuta”, una de las dos plazas de soberanía española en África, junto con la ciudad de Melilla.
Yo estudiaba en el INAEM (Instituto Nacional de Enseñanza Media) de Ceuta, sito en los terrenos extramuros de la ciudad, conocidos como “Puerta del Campo”. Y aunque teníamos una mayoría de profesores españoles, también formaban parte del claustro algunos docentes marroquíes, hebreos y franceses. En no sé qué temprano curso del bachillerato elemental, nos comunicaron que ese año íbamos a tener, además, una asignatura especial de “Música y canto”, que se impartiría en el Salón de Actos (que estaba justo encima de la enorme Capilla del centro, donde aparte de misas, se realizaban los exámenes de reválida). La nueva clase musical sería a las 4 de la tarde, una hora soporífera para una asignatura “maría”, como se consideraba entonces a la música.
El primer día, descubrimos que el profesor que iba a impartirla, Don Eugenio, era todo un entusiasta de su materia. Alto, delgadísimo y con una cabeza calva, que servía sobre todo para contener aquellos vivaces ojos grandes, que transmitían pasión y disciplina por el arte de Terpsicore. Había que ir olvidándose de cabecear en clase a la hora de la siesta. Don Eugenio se sentaba al piano y, con los certeros aspavientos de sus brazos, hacía nacer la música, como si de una marcha militar se tratase.
Lo primero que nos enseñó aquel extravagante profesor (que parecía sacado de una película de dibujos animados de Walt Disney, sus alumnos le llamábamos Ungenio Tarconi,) fue el himno de Ceuta. Don Eugenio valoraba tanto la repetición afinada de la melodía, como la interpretación del sentido de las palabras de aquel canto idealizado, como lo son todos los himnos. Yo no sé qué profundo arte didáctico ejerció aquel hombre sonoro sobre nosotros, pero –al menos, yo– nunca he podido olvidar el himno de Ceuta. Siempre me lo he sabido de memoria, y acabo de cantarlo interiormente para trascribir la letra de aquel himno de mi infancia.
En estos días en que el nombre de Ceuta encabeza los titulares de diarios y noticiarios, anda revuelta mi memoria dando bandazos, como un pájaro que se ha colado accidentalmente en una casa, intentando encontrar palabras y antídotos contra “La tragedia de Ceuta”, que es como ya la llaman los gacetilleros. Pero tengo que reconocer que a mí me duele, tanto por la palabra tragedia asociada a un nombre querido, como por mi obstinado silencio, cuando soy un testigo privilegiado de la memoria de esa ciudad, desde mi exilio madrileño.
No deja de ser una pasmosa coincidencia que el himno de la “Perla del Mediterráneo” incluya los agoreros y patéticos versos: “cuantos a tus playas llegan, encuentran aquí su hogar”. Tiembla el alma ética que pueda quedarnos a estas alturas de travesía vital, por la espeluznante paradoja que encierran esos dos versos, contrastados con las muertes que acaban de producirse en Ceuta, en su playa fronteriza del Tarajal. Aunque claro, algo más adelante, precisa el autor del himno: “No existe rincón de España, que en ti no forme su nido”, con lo cual, queda claro, que sólo los que llegan del norte son los bien recibidos. Nada dice el himno de los africanos que quieren pasar por Ceuta para adentrarse en la vieja y egoísta Europa.
En este mismo orden de significados, habría que considerar que “la madre de todos”, si en realidad lo fuera, no diferenciaría por el color de su piel, ni por la dirección de su viaje, a unos hijos de otros. Los versos “Triste y doliente en la guerra, y en la paz acogedora, como la nativa tierra” nos colocan ante la tesitura moral de preguntarnos, ¿vive Ceuta, actualmente, en paz o en guerra? Porque más triste y doliente no puede ser el estado emocional asociado a la ciudad autónoma, tras la bien llamada “Tragedia de Ceuta”.
Pero lo que más patético resulta de este gran guiñol indeseable, es la hipocresía, el partidismo con que se está tratando a estos ¿quince? seres humanos que han perdido sus vidas, buscando una existencia más próspera, allende sus hogares, al norte, donde se sueña con que todo el monte es orégano, tierra de promisión, y brotan miel y leche por sus cuernos de la abundancia. Que la muerte de unos seres humanos sirva como argumento arrojadizo para embestir al rival político, y así beneficiarse en las próximas elecciones; o peor aún, para caer en las garras de las tertulias mediáticas, o en los púlpitos periodísticos más amarillistas, resulta tan condenable como apretar el gatillo en la playa fronteriza de Ceuta.
Mis recuerdos de la playa del Tarajal están asociados tanto a los gozosos baños que tomábamos la familia, algunas tardes de verano, cuando aún éramos niños; como a un bar que había al otro lado de la carretera de Marruecos, que creo que entonces se llamaba “El espigón”. Allí servían unas famosas raciones de “pajaritos fritos” que le encantaban a mi padre, pero que yo nunca quise probar, porque –aún siendo niño– me parecía una barbaridad aquello de matar, freír, y además –peor aún– comerse algo tan delicado y poético como un pajarito. ¿Será que se siguen sirviendo y comiendo estas asesinas raciones en aquella orilla tarajalera de mi infancia, y yo aquí, sin saberlo?
Foto: Julio Vizcaíno Morales
* La letra del himno es de Luis García Rodríguez, y la música de Ángel García Ruiz y Matilde Tavera. Fue estrenado en el Teatro Cervantes el 5 de agosto de 1934, ejecutándose por la Orquesta Sinfónica con la cooperación de la Banda del Tercio y la Masa Coral. Declarado oficial por el ayuntamiento de la ciudad, el 24 del mismo mes.