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Chaim Soutine o la incomodidad de vivir

Smilavichy es una pequeña población bielorrusa próxima a Minsk. Cuando Soutine nació pertenecía al Imperio Ruso. El lugar no debe ser muy atractivo porque los pocos que lo mencionan abundan en el exabrupto. “Charco de barro” es lo menos feo que he leído. La nutrida colonia de judíos pobres instalados allí a principios del siglo XX quizá sea la prueba fehaciente de que nunca fue uno de esos sitios que eligen para vivir las personas con recursos.

El pintor era hijo de un sastre que se las veía y deseaba para alimentar a sus once hijos. De haber sido un chico normal seguramente habría terminado allí sus días o, para ser más exactos, los habría terminado como cualquier judío ruso de su quinta, en manos de algún carnicero ansioso por reformar el mundo. Lo que le salvó de una vida mediocre y una muerte trágica fue su afición a pintar, tan grande que de niño robaba para pagarse las acuarelas. El destino quiso que esa vocación rayana en la delincuencia lo llevara un día a ser apaleado por los hijos de un anciano al que había dibujado sin su consentimiento y que su madre, después de denunciar la agresión a los tribunales, utilizara los cincuenta rublos que obtuvo de indemnización para sacarlo de la aldea y trasladarlo a Minsk, la ciudad más civilizada de la región.

La paliza que recibió el pequeño Chaim no tenía nada que ver con sus aptitudes. El dibujo del anciano debía contener a buen seguro detalles interesantes. El problema era la mala opinión que sobre el arte tenía la comunidad judía ortodoxa a la que pertenecía. Iconoclastas por tradición, juzgaban pecaminosa la representación de la figura humana y no favorecían en absoluto la producción de imágenes. En Minsk, libre de la vigilancia de sus mayores, Soutine pudo entregarse sin problemas a esta tarea. Acababa de cumplir dieciséis años y, al igual que otros judíos rusos de su generación, Chagall o Lipchitz, supo aprovechar la libertad que le daba la vida urbana para aprender el oficio y desarrollar sus cualidades.

Niña con muñeco

Gracias al dinero de un admirador, el doctor Rafelkess, Soutine marchó a Francia en 1913. Instalado en París con otros dos compatriotas aspirantes a pintores con los que compartía un sucio cuchitril de Montparnasse, conoció eso que se ha dado en llamar “vida bohemia”. Pobre hasta extremos bíblicos, cuesta trabajo creer que pudiera disfrutar de las alegrías de la que entonces se consideraba capital del mundo. Solo cuando Modigliani convenció a su marchante Zborowski para que le adelantara algún dinero pudo empezar a permitirse el lujo de comer todos los días. De la naturaleza de las horribles penalidades que sufrió entretanto es testimonio el comentario de un amigo que aseguró a uno de sus biógrafos que sus primeras ganancias las empleó en comprar queroseno para atacar a las chinches que compartían con él la cama.

Catedral de Chartres

La vida bohemia, en esa versión miserable que le tocó en suerte, no parece que lo atrajera particularmente. Había sido educado en un ambiente pobre, religioso y cerrado, y la búsqueda desenfrenada de placer y diversión chocaba con sus tendencias puritanas. Basta con ver cómo representa a la fauna parisina de trasnochadores, mujeres de mala o buena vida, burgueses aburridos o profesionales del pasatiempo y la hostelería, para percatarse. Sus personajes se retuercen a veces como figuras barrocas, pero no hay en ellos indicio de tránsito hacia otra cosa, de trascendencia de ningún tipo. Más que reflejar algo que les sucede, parece que tuvieran que ver con la mirada o sentimientos del pintor, quien ve en ellos siempre algo misterioso. ¿Será que también lo atraía a ratos la vida bohemia que tanto le repugnaba?

Retrato de mujer

Aunque envidiara a la gente que disfruta de la existencia, él no estaba hecho para la felicidad. Un estómago delicado, sobre el que trabajaron perversamente durante años el hambre y la mala alimentación, lo obligaba a andarse con sumo cuidado. El lado bueno de esta limitación es que comía tan poco que casi podía arreglárselas con lo que ganaba, unos beneficios escasos con los que hubiera sido difícil sufragar los gastos de un eremita. Un crítico dijo de él: “Pinta como un hombre enloquecido por el hambre”. En semejantes condiciones, la Primera Guerra Mundial casi fue una suerte para él. Las circunstancias lo empujaron a trasladarse a un pequeño pueblo de los Pirineos, Ceret, y allí siguió en su tarea con menos dificultades que en la capital. Los paisajes que pintó, panorámicas en las que las cosas se amalgaman y comprimen en el lienzo con una brutalidad salvaje, siguen siendo, pese a todo, los de un hombre que mira el mundo como un lugar donde resulta muy difícil vivir.

Ceret

De estos paisajes se ha dicho que son un paso previo al expresionismo abstracto. Puede que sea verdad, tan verdad como que poner el pie al borde del abismo es el paso previo a lanzarse a él. Nadie puede discutir que Soutine trabaja la superficie del lienzo con una energía que recuerda a la de Jackson Pollock (Jack el salpicador), pero a diferencia de este, y de otros muchos que lo imitaron, su energía nunca fue un pretexto para explicar su pintura. Haber peleado desde niño la condición de artista le impedía blandir como logro la simple franqueza. Su expresión no es solo siempre humana, sino que incluso en los momentos más febriles, cuando su pincelada parece acuchillar el lienzo, jamás se le pasa por la cabeza sobrepasar el límite que lleva a la disolución del intelecto. Soutine sabía que la belleza se encuentra al borde del abismo y sabía también, o al menos losospechaba, que lo sublime está dentro de él, en el fondo, igual que la úlcera que iba matándolo.

En 1922, gracias a un coleccionista, el doctor Barnes, pudo recurrir a los médicos, hasta entonces inaccesibles. Nada hace pensar que los cuidados de estos resolvieran sus dificultades para vivir, aunque sí es cierto que durante algunos años, pocos, se sintió algo mejor y pudo trabajar con más calma. Esto, en vez de acentuar su vanguardismo, lo hizo volver la vista atrás y prodigarse en variaciones sobre obras clásicas de sus pintores preferidos, en especial Rembrandt y Courbet.

La afición a representar animales muertos, una de las peculiaridades narrativas del pintor bielorruso, le vino al parecer de la admiración hacia un cuadro que pintó Rembrandt en 1655, El buey degollado. La carne que no había podido comerse a lo largo de su vida y en la que quizá había pensado más de lo que le gustaría, saltó de pronto a sus cuadros. Para representarla con la fidelidad que anhelaba, encargó a su marchante que adquiriera un buey recién sacrificado y cuando lo consiguió, lo colgó de un gancho de su taller en la calle Saint Gothard de París, donde concitó en muy pocos días la atención de gendarmes, inspectores de sanidad y vecinos horrorizados por el nauseabundo hedor que despedía el cadáver del animal y los enjambres de moscas que habían acudido al barrio. Soutine, que contaba con la ayuda de una criada para refrescar periódicamente el fiambre con cubos de sangre que le regalaban en el matadero, espetaba a quienes iban a molestarlo con sus higiénicos prejuicios de burgueses acomodados que el arte es muchísimo más importante que la salubridad. Hoy pensaríamos que aquella exhibición de realismo macabro no era más que una forma de hacerse publicidad, pero lo cierto es que el pintor se tomaba muy en serio su trabajo.

Carcasa de buey

Aunque cualquier aficionado al arte hallará con facilidad precedentes respetables a esta incomprensible pasión por la carne desollada –Rembrandt, los Carraci, Delacroix o Daumier–, la verdad es que no deja de ser inquietante. Los especialistas suelen apostillar que la representación de animales muertos, frecuente ya en la pintura holandesa del XVI, constituye una especie de memento mori y puesto que Soutine no necesitaba que nadie le recordara que uno puede morirse en cualquier momento, esas escenas de matadero iban dirigidas a nosotros, los espectadores. Simon Schama sugiere la posibilidad, en cambio, de que, habida cuenta la educación ortodoxa del pintor, la representación de este tipo de motivos guardara relación con los rituales propiciatorios judíos en los que la culpa por la transgresión se desplaza desde el pecador hacia el animal sacrificado. Que él, Soutine, era un alma torturada y llena de mala conciencia se ve con sólo acercarse a sus cuadros. De todas maneras, sus series de bestias muertas, de peces sin vida, de pájaros colgados pueden ser consideras también una premonición de lo que se avecinaba. ¿Barruntaba que Europa se iba a convertir muy pronto en un degolladero lleno de cadáveres abiertos en canal?

El único periodo feliz de su vida comenzó paradójicamente cuando peor se ponían las cosas para el resto. Las amorosas atenciones de Gerda Goth, una veinteañera judía a la que conoció en 1937, lo sacaron del agujero emocional en el que había vivido desde niño. Por desgracia para él, buena parte de sus admiradores se encontraban del lado del fascismo y el nazismo, los movimientos que iban a desatar la horrible campaña contra su pueblo, y esto impidió que a la bonanza afectiva le acompañara cierta soltura material. Soutine evitó las primeras acometidas de la Gestapo y sus secuaces del régimen de Vichy refugiándose en la fortaleza de Chinon, la hermosa ciudad donde Juana de Arco dejó de ser una campesina ingenua para convertirse en guerrera y santa, pero no pudo impedir que la úlcera que perforaba su estómago desde hacía años se adelantara a sus verdugos. Poco antes de morir sobre la mesa de operaciones, abierto como los animales con que emuló a Rembrandt, había declinado una oferta de asilo en Estados Unidos. Allí hubiera encontrado seguidores de relieve. Rothko, Gottlieb, de Kooning o Pollock admiraban su pincelada febril, esa suerte de descontrol frenético, neoyorquino, que da a sus paisajes su estilo característico, el estilo de un hombre que decidió representar el mundo aparente en el mismo momento que un terremoto espiritual comenzaba a sacudirlo.

El árbol
Casas de Cagnes

 

Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:

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