Sabido es que la expresión en arte no se logra si no es con deformaciones precisamente; y, por lo tanto, la exaltación extraviada por los caminos de lo arbitrario y de lo francamente absurdo no solo es aceptable, sino que se hace, en general, de todo punto precisa.
(Antonio Marichalar, Mutaciones, Marzo, 1925)
Si aceptásemos la afirmación de Eliot de que “solo hay buena poesía, mala poesía y caos”, la obra de Olson probablemente solo encajaría en la última categoría.
(Brendan Ch. Gillott, The Indeterminacy of Longform Poetics in John Cage and Charles Olson, Ph.D. thesis, 2018)
La verdad es que la poesía pura aburre a cualquiera. Es un rollo incluso para el poeta.
(Jack Spicer, The house that Jack Built; The Collected Lectures of Jack Spicer, 1998)
Woodstock -1969
Ferviente creyente en las ideas liberales que arrasaban entre la juventud de la segunda mitad del siglo pasado, Charles Olson, poeta vanguardista y gran figura del mundo de la literatura americana, navegaba en 1969 por la costa americana cuando escuchó la llamada de las sirenas. Ulises improvisado, según cuenta su seguidor y amigo Charles Boer, dijo verse alcanzado por los ecos que producía a más de doscientos kilómetros tierra adentro el famoso festival de Woodstock. Ese día, tercero de las celebraciones, el granjero Max Yasgur, propietario de las tierras que había alquilado a los organizadores por $10.000, subía al escenario tras Joe Cocker para ser aclamado por más de medio millón de jóvenes reunidos en un fenómeno inaugural cuya dinámica nadie hubiese anticipado. Yasgur, republicano conservador y defensor de la guerra de Vietnam, se encontró ante un micrófono y un clamor general que le vitoreaba como al héroe que había posibilitado aquel evento singular. La película del festival da testimonio de sus palabras.
Charles Olson fallecía a los pocos meses de aquél concierto habiéndose cumplido su cincuenta aniversario el año pasado. En 1970, sus íntimos amigos le acompañaron en un último viaje, extenuante y sufrido, a bordo de una incómoda ambulancia. Vuelta a Ítaca invertida, de su hogar en Gloucester, en la costa este americana, hasta un hospital de Nueva York, navegaban a la desesperada en pos de una curación que no se llegó a producir y que encalló en la confirmación de que el poeta, con 60 años recién cumplidos, había agotado una vida convulsa y polémica, jalonada de excesos que no cesaron ni en sus últimos días.
El granjero Yasgur le seguiría tres años más tarde, gozando de la rara distinción, para alguien ajeno al mundo de la música, de que su necrológica figurase en las páginas de la revista Rolling Stone. Pero aún tendrían que transcurrir 37 años para que uno de los participantes en aquel festival, Bob Dylan, recibiese el Premio Nobel de Literatura por, según declaró la Academia Sueca, haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana. Y puesto que no hay una categoría musical en los premios suecos, la única reconversión factible de dicha expresión es tomando canción por poesía.
Aunque Olson no recibió esa alta distinción, aún hoy fuera del alcance de la vanguardia formalista americana –si es que mantenemos a Dylan en el incierto universo de los cantautores (poéticos pero no poetas)–, su influencia en la gran tradición de la poesía americana ha sido notable. Poco conocido en nuestro país, dado que apenas un par de sus libros están traducidos al castellano (y ninguno por editoriales nacionales), Olson es una figura cuya relevancia se ha visto acrecentada en los últimos años con la publicación de varios trabajos sobre su obra, nunca exenta de polémica. Y ello le destaca como autor interesante, si por interesante entendemos que su producción generó tanta división de opiniones como su vida. La famosa Antología de la Nueva Poesía Americana de Donald Allen de 1960 le otorgó un trato de favor al situarlo en primer lugar en la sección de poesía y en la de aportaciones sobre poética. Además, 49 de las 453 páginas del libro le están dedicadas, muy por encima del promedio de 11 que corresponderían al total de 44 autores que abarca la antología. Lo que no es sino otra forma de expresar el comentario que John Cage espetó a Marjorie Perloff refiriéndose al poeta, que no era santo de la devoción de la crítica americana; tengamos también en cuenta la cantidad al hablar de este autor tan prolífico.
Críticas mordaces a la obra de Olson se encuentran, además de en Perloff, en múltiples comentarios irónicos en la biografía de Tom Clark, a su vez rebatidas, punto a punto, por Tom Maud, entregado seguidor del autor. Otros tantos apoyos sin reservas se repiten en sus incondicionales, el poeta Robert Creeley a la cabeza junto a su biógrafo literario, Robert von Hallberg. Y entre unos y otros la voz del poeta se eleva como una de las más sonoras de la segunda modernidad de la poesía americana del siglo pasado. Un escritor que se puede ubicar fuera del canon ortodoxo, al amparo de lo que John Ashbery denominó otras tradiciones, aquellas que se apartaban del tronco bien asentado de Eliot y Auden para formar afluentes tortuosos cuyo caudal cogería fuerza según venciese el siglo.
Con sus dos metros de estatura y su gran envergadura, Charles Olson nunca pasaba desapercibido. Algo para lo que ya le bastaba su inagotable capacidad de conversar, más próxima al monólogo que al diálogo, capaz de transitar sin dificultad de lo políticamente incorrecto al desprecio de las formas convencionales, sociales, académicas o poéticas. Y todo ello amalgamado, según narran incluso sus mayores partidarios, en curiosas elucubraciones y excesos verbales, a resguardo de cualquier crítica, emboscadas tras una cripticidad vigorizada por el abuso de la bebida y el tabaco. El resultado de tan intensas pulsiones acabó por configurar una vida, si no apasionada, sí vivida con pasión, que contribuyó a consumirle en apenas 60 años.
El otro Moby Dick
Pero baste citar algunos de los puentes con que logró sortear otros tantos charcos para tejer un apunte a vuela pluma del malogrado autor: Olson formó parte de la primera promoción de Estudios Culturales Americanos de la Universidad de Harvard. Y aunque completó los cursos del programa no llegó a finalizar su tesis doctoral, que se quedó en unos apuntes sobre la novela Moby Dick de H. Melville. Años después aquellas notas evolucionaron hacia un interesante y singular libro que tituló, aprovechando la primera frase de la obra de Melville, Call me Ishmael (Llámeme Ismael). Gracias al acceso privilegiado que logró a la documentación personal del escritor, Olson descubrió la existencia de dos versiones de la famosa novela; una primera sin Ahab, que solo figuraría en la definitiva tras la lectura que hizo Melville del Rey Lear de Shakespeare.
Call me Ishmael me impactó cuando lo descubrí hace años. En un lenguaje singular el libro describe los tiempos álgidos de la industria ballenera americana, cuando 700 barcos soportaban más de 100.000 empleos, el petróleo aún no se explotaba y la agricultura y la ganadería colonizaban el país. Un entorno que Melville, nacido en Nantucket, conoció bien desde su infancia, rodeado de aquellas potentes máquinas navales. Monstruos capaces de acometer campañas de años de duración, perdidos en lejanos océanos, sorteando peligros de la naturaleza junto a otros más humanos incubados en la interminable convivencia en reducidos espacios.
El libro se hace eco de la fascinación de Melville por aquel universo de la navegación de altura en que el escritor participó como un tripulante más. E incluso llega a aventurar el hermanamiento del autor de Moby Dick con el Walt Whitman de Hojas de Hierba, ambos absortos en los enormes espacios marítimos y en las inmensas praderas del lejano oeste. Celebrantes gemelos del genuino espíritu americano, aquel que muestra su plenitud cuando se enfrenta a la inconmensurable e indomable naturaleza.
Gracias a su relación con dos sobrinas de Melville con las que logra una cierta proximidad tras ganarse su confianza, Olson accede a la biblioteca privada del escritor, sus cuadernos y apuntes incluidos. De todo ello se sirve en el texto de Call me Ishmael, que saca a la luz reflexiones personales del escritor extraídas incluso de las anotaciones en los márgenes de sus libros. Y entre ellas, la más pertinente al considerar el errático camino de Olson en sus primeros años, la que desvela cómo Melville se sintió obligado a escribir sobre temas que no le llegaban a satisfacer porque lo que le agradaba desembocaba, por norma, en un desastre que rehuía el éxito. Hasta que decidió cambiar el paso y en un rasgo de carácter optó por dejar volar su intuición, lo que dio paso a la publicación de la segunda y definitiva versión de Moby Dick. Aquél fue, con el tiempo, su primer gran éxito editorial, no exento de esfuerzo ya que le costó remontar el vuelo, pero un paso que el propio Melville adscribió a su decisión de hacer valer lo que llamó su derecho a equivocarse. Un acierto que acabó por equipararle incluso con el máximo exponente literario de la época, La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, un autor que admiraba y a quien dedicó Moby Dick.
La detallada introducción de Call me Ishmael narra la desafortunada aventura del ballenero Essex. La historia real de un barco de 238 toneladas que partió de Nantucket apenas diez días antes del nacimiento de Melville y que fue hundido por la embestida de una ballena. Veinte tripulantes quedaron así a la deriva en tres botes, escasos de agua y de provisiones. Aquella historia, que Melville debió escuchar desde su infancia en repetidas ocasiones, forma necesariamente parte de la gestación de la novela. Es más, el hundimiento de un ballenero es el preámbulo que aunque se cita no aparece en la obra, origen de la obsesión del capitán Ahab. De la desgracia del Essex solo tres marineros lograron sobrevivir para narrar una terrible historia de sufrimiento, penalidades y canibalismo, muy similar a otras conocidas, entre las que destaca la de los supervivientes de la Balsa de la Medusa recogida en una transcripción del juicio que se llevó a cabo tras el terrible infortunio.
Y a partir de semejante comienzo todo adquiere en el libro una dimensión heroica que utiliza para acometer un proceloso análisis intelectual. Según avanza el texto, el proceso se va abriendo a disquisiciones mitológicas, teológicas y psicológicas en que tanto Freud como Shakespeare sirven para racionalizar el proceder de los personajes en la novela. Se inauguraba con ello una secuencia de interpretaciones y lecturas de Moby Dick que llega hasta nuestros días, reuniendo Harold Bloom en un libro algunas de ellas y coronando el original de Melville como épica nacional americana. Pero los confusos y repetidos devaneos que realiza Olson en pos de la clave de un problema nunca del todo concretado, acaban por dejar al lector perdido en medio de la bruma, entre el desconcierto y un cierto asombro. Tal vez el lugar exacto en que el autor pretendía adentrarle para mejor transmitir las vivencias de aquellas tripulaciones perdidas y desorientadas en altamar.
El propio Melville se enroló de marinero en varias ocasiones y participó en situaciones violentas, nada extrañas en aquellos balleneros. Así, sus notas biográficas dan cuenta de su deserción del Acushnet en las islas Marquesas, y del botín en al que se unió en el Lucy Ann, en Tahití. Espectador, a la vez que protagonista, de aquellas tramas que hoy nos suenan de película, hubo sin duda de compartir experiencias y escuchar narraciones a tono de las del temible Ahab.
Pero Moby Dick no fue un inmediato éxito editorial. Incluso se puede considerar que el trabajo de Olson contribuyó en cierta medida a darlo a conocer. Y en justa correspondencia, parece haberse beneficiado, también él, de Melville al adoptar, a los pocos años, el principio del derecho a equivocarse, cuando tomó la decisión de abandonar sus otras actividades para hacer de la poesía su exclusiva dedicación profesional.
Adiós a todo eso
Los comienzos de la carrera en las letras del joven renegado académico, más propios de un investigador que de un poeta o de un escritor de ficción, se perdieron en una arboleda de inquietudes que no tuvo descendencia. Tras Harvard, la inercia de estudios culturales le aterrizó en una beca de la fundación Guggenheim que le permitió sumergirse en las culturas mexicanas precolombinas. Un año y medio en Yucatán le bastó para confirmar su intuición de que había que abandonar el recto camino de la cultura establecida para ir en pos de otros conocimientos más sabrosos, los de las antiguas civilizaciones, desdibujados por la historia, pero que Olson sentía que estaban a punto de reconquistar Occidente. Su conversión a una serie de creencias arcaicas, que con los años llegarían a incluir diversos frentes –asiáticos, mediterráneos y de todo el continente americano–, y sus experiencias del viaje a Yucatán, están bien descritas en su intercambio epistolar con su amigo y compañero de estudios Robert Creeley. Esas cartas se recogen en un ameno libro, salpicado de heterodoxas observaciones sobre arqueología, titulado Cartas Mayas.
En aquella estancia en México comenzó a labrarse su creencia de que la humanidad, una vez superada la presente era racionalista, iba a recuperar un conocimiento ancestral que le permitiría florecer en base a un saber ya olvidado, a caballo entre lo mitológico occidental y una serie de antiguas creencias orientales. Somos, decía, los últimos de los primeros humanos. Todo lo que sonase a arcaico captaba inmediatamente su interés, gozando de su aprobación. Pero aunque a base de perseguir información sobre dicho conocimiento pretérito acabó por lograr una familiaridad con el avance de los estudios arqueológicos y culturales de civilizaciones extintas, nunca pasó de su condición de amateur ilustrado. Curiosamente, en un original rasgo de intuición bautizó aquella venidera iluminación de la humanidad a la que trataba de contribuir con sus trabajos, posmodernismo; un termino que, anticipándose a su vulgarización filosófica, utilizó en un sentido muy ajeno al actual.
Terminada su aventura mexicana se sumergió en la bohemia del Soho neoyorquino, lejos entonces de ser el centro artístico, polifacético y cosmopolita, en que se convertiría a partir de la posguerra, y allí dio un paso inesperado a la política. Entre 1942 y 1944 trabajó en el partido demócrata llegando a ocupar una de las direcciones de su Comité Nacional. Trabajó sobre problemas de discriminación racial y, en particular sobre las participación de las minorías que se sumaron al esfuerzo de guerra, consiguiendo afianzar una posición en el partido que resultó prometedora. Pero a pesar de sus progresos profesionales, cuando Roosevelt, a quien admiraba enormemente, falleció, renunció a la probable promoción que se le venía encima y, desengañado de todo aquel mundo, optó por dedicarse en exclusiva a la escritura. A modo de hecho bautismal publicó entonces su primer poema, originalmente titulado Telegram, aunque finalmente bautizado Poem K, reivindicando, muy en línea con el principio subrogado de Melville, su derecho a perseguir sus intereses a pesar de poder con ello equivocarse.
A partir de ese momento su vida cambió en muchos aspectos. No el menor, las dificultades económicas que siguieron al abandono de la cómoda posición burguesa de que gozó en su corta carrera política. Estrecheces que llegaron a convertirse en un problema recurrente salpicado de cortos descansos gracias a su dedicación intermitente a la enseñanza. Y si esta no le acabó de aportar nunca un soporte económico definitivo, si le valió para lograr otro tipo de asistencia; la que le ofrecería un alumno de solvente posición económica al asignarle, años más tarde, una renta vitalicia.
Entre Ezra Pound y Hannah Arendt
Decidido a emprender un camino que no se anticipaba nada fácil, Olson se apresuró a aprovechar las oportunidades que le surgían para avanzar en su senda de escritor. Atraído sin duda por el carisma del personaje, logró hacerse con una acreditación de periodista de la revista Twice-a-Year para asistir al juicio por traición de Ezra Pound, uno de los padres de la poesía moderna americana. Recién repatriado tras ser apresado en Europa, acusado de traidor por los programas de radio que había difundido en apoyo de los fascistas italianos y los nazis alemanes así como por sus reiterados ataques a su patria, el maestro de toda una generación de poetas se convirtió en un centro de atención en un momento en que la sociedad americana estaba especialmente sensibilizada con los efectos de la guerra.
Pound, que llevaba años residiendo en Europa, había sucumbido a los influjos del fascismo italiano. Las tendencias autoritarias emboscadas en el futurismo de Marinetti y en un avant garde que confluía, a través de la admiración por la tecnología, la estética militar y el desprecio elitista por la democracia, con los autoritarismos emergentes, fueron un caldo de cultivo del camino equivocado. Capaz de abrazar las nuevas causas con pasión, Pound se convirtió en un apologista de Mussolini y Hitler y en un ferviente antisemita, propenso además, por su profesión de poeta, a dar alas públicas a sus creencias, lo que captó la atención de las autoridades americanas y desencadenó su apresamiento en Italia al fin de la guerra y su traslado a Washington para hacer frente a las acusaciones de traición que pesaban sobre él.
Muchos seguidores de su poesía lanzaron entonces confusos mensajes que aunaban la exigencia de perdón con la protesta por el escándalo de ver a su maestro sometido a un trato vejatorio, construyendo el anacrónico argumento de que el valor cultural de la persona le eximía de rendir cuentas como ciudadano de a pie. Es difícil evaluar hasta dónde esas presiones pudieron influir en que se optase por someter al acusado a un examen médico, pero al ser declarado mentalmente no apto para ser juzgado el dictamen le permitió eludir la justicia en un momento de alta tensión en que comenzaban los juicios de Nuremberg y podría haber sido muy difícil lograr una absolución, dadas las grabaciones radiofónicas que acreditaban concluyentemente su actividad en favor del enemigo. Siguiendo el dictamen del juez, en diciembre de 1945 se le recluyó en la zona de mayor seguridad del hospital Saint Elisabeth de Washington donde Olson, animado por amigos del entorno del poeta, decidió, a pesar de no conocerlo, ir a visitarlo, iniciando una práctica que se prolongó a lo largo de más de dos años.
No deja de llamar la atención el paralelismo entre el interés de Olson por el juicio de un fascista declarado con el de Hannah Arendt, años más tarde, al asistir como corresponsal improvisada de la revista The New Yorker al de Eichmann en Israel. Incluso el que en ambos casos los protagonistas acudiesen en calidad de periodistas temporalmente acreditados aporta una cierta similitud a las situaciones que, sin embargo, se resolvieron en forma bien distinta. Porque, al igual que con Pound, la capacidad mental del reo nazi se puso en juego en Tel Aviv, aunque su análisis psiquiátrico acreditó la normalidad de Eichmann despejando el camino para juzgarle, lo que desembocó en su ejecución en la horca. La pensadora judía acuño entonces el término de banalidad del mal al referirse a aquella situación en que una persona, en pleno uso de su conciencia, pueda ser capaz de participar en actos genuinamente malignos sin sentir la menor repulsa moral. Arendt despreció al acusado como un mero idiota, incapaz de tomar conciencia de la trascendencia de sus actos, no por falta de capacidad intelectual, sino por mera superficialidad en su proceder ético y mental. Esta descripción del procesado despertó sin embargo la crítica de buena parte de la sociedad judía y del entorno en que Arendt se movía en su ciudad de residencia, Nueva York. Gran parte de esa comunidad esperaba y exigía una condena más severa por parte de Arendt, que tachase de monstruoso aquel comportamiento y no simplemente de banal.
De hecho, el concepto de banal les parecía a aquellos críticos, antes que nada, aplicable al propio juicio emitido por Arendt, como bien explica el historiador Anthony Grafton en un muy interesante artículo (Arendt and Eichmann at the dinner table) que describe el ambiente de la época como lo vivió de niño en casa de su padre, un reconocido periodista que se ocupó del tema. Samuel Grafton realizó un trabajó interesante sobre las tensiones que la publicación de Arendt suscitó en las relaciones con sus correligionarios. Pero tras entrevistar a los principales personajes de la comunidad judía en Nueva York, Grafton no logró publicar el artículo que escribió porque Arendt, echándose atrás de un acuerdo previó, se negó a concederle la suya, vaciando así de interés el artículo que no llegó a ver la luz a pesar de intentarlo bajo el apropiado título de Hamlet sin el príncipe, una expresión anglosajona aplicable a situaciones de orfandad como la de su trabajo.
Paradojas de difícil exploración que yacen ocultas en la historia del alma humana, Eichmann, el burócrata–soldado, condenado a muerte tras confirmar su capacidad mental, fue doblemente enjuiciado, a nivel jurídico por el tribunal y en el plano ético por la pensadora judía, mientras que Pound, el poeta–intelectual, amparado por un diagnostico de incapacidad mental, eludió el juicio legal sin que tampoco le alcanzase ninguna condena moral. Y aunque no pretendo equiparar el proceder de ambos sujetos, cuyos crímenes son de muy distinto calado, el paralelismo entre ambas situaciones parece reclamar una aclaración difícil de encontrar. Al fin y al cabo, Eichmann estaba inmerso en el engranaje de mando de la burocracia militar, como bien recalcó en su defensa, mientras que Pound operó por convicción y gozando de total libertad.
Cierto que hacia años que los propios compañeros de andanzas literarias de Pound habían emitido un juicio previo sobre sus posturas ideológicas y políticas. Wyndham Lewis, uno de los padres del vorticismo, tras juguetear inicialmente con ideas fascistas, acabó por rechazarlas sin matices, y en su libro, Time and Western Man (Tiempo y el hombre occidental), realizó una dura denuncia de Pound. Todo un capítulo está dedicado a hacer hincapié en la falta de madurez política del poeta, tachándole de naif y sometiéndole a un término que llegó a lograr cierta tracción al ser citado por otros escritores, el de revolucionario simplista (a revolutionary simpleton). En el texto, Lewis marca distancias con su amigo, con el que había colaborado en el pasado en la revista Blast, una de las primeras publicaciones dedicadas a la poesía más radical de comienzos del siglo XX. Pero aquella crítica tuvo lugar en épocas muy anteriores al juicio de Pound y en otro contexto. Pertenecía a tiempos en que Pound protestaba en la embajada americana de Londres por la eventual movilización de un joven Eliot en la primera guerra mundial –que no llegó a producirse– bajo el argumento de que si se estaba ante una guerra por la civilización era absurdo arriesgar la vida de uno de los pocos americanos capaces de contribuir a ella. Eliot, a su vez, devolvería ese apoyo, años más tarde, cuando llegó el momento de solicitar la libertad final de Pound de su reclusión hospitalaria.
Las visitas al Saint Elisabeth Hospital fascinaron sin duda al joven escritor, aunque la admiración por Pound no fue suficiente para superar el rechazo que le causaban sus ideas políticas y sus frecuentes expresiones antisemitas. Al cabo de dos años, el viento en contra venció y Olson dio por terminadas sus reuniones. De esos encuentros guardaba abundantes notas que, junto con documentos sobre la estancia de Pound en el centro hospitalario y algunos escritos suyos sobre el tema, se publicaron en un libro titulado Charles Olson and Ezra Pound. En él, se incluye un curioso texto en defensa de Pound que no llegó a publicarse en su momento. Un escrito en primer persona bajo el título de Yo, Yeats, donde el autor pretende suplantar la voz del famoso escritor para realizar una confusa alabanza del Pound, debatiéndose entre el rechazo del hombre capaz de apoyar el racismo fascista y el poeta que había subyugado a tantos seguidores.
Aquellos encuentros fueron finalmente beneficioso para ambas partes; Pound llegó a decir que las visitas del joven poeta le salvaron la vida, inmerso como estaba en la zona de seguridad del hospital psiquiátrico, en una situación de gran incertidumbre, enorme soledad, y una deprimente situación vital, mientras que poeta neófito, con el apoyo que Pound aún era capaz de movilizar en el mundo editorial, comenzó a publicar su obra.
Black Mountain College
Tras su aventura poundiana, nuestro personaje aterrizó en 1947 en Black Mountain College, un centro experimental de educación liberal que buscaba dar un giro a la formación superior. Similar en muchos aspectos a la Bauhaus de Weimar, generosamente financiado en sus orígenes por la iniciativa privada a rebufo de la Gran Depresión, pretendía ofrecer una educación transcultural y tras-sectorial, obviando las divisiones académicas tradicionales entre disciplinas y facultades. En correspondencia con dichos principios, el centro se regía por un sistema asambleario de inspiración plebiscitaria en cuyas decisiones participaban, desde los alumnos, hasta los consortes del cuerpo docente.
En dicho ambiente, un carácter fuerte e impositivo, como era el de Olson, pronto pasó de profesor visitante a rector, liderando el centro durante una década de gran actividad en que se convirtió en epicentro de la vanguardia. Por él pasaron artistas, músicos, pensadores y poetas, hasta que, tras un periodo agónico, cesó su actividad en 1957, lastrado por la perdida de estudiantes, las dificultades de contratación de profesorado y los improductivos esfuerzos para lograr financiación, en alguno de los cuales llegaron a participar personajes tan relevantes como Albert Einstein.
Y al igual que Walter Gropius favoreció en la Bauhaus el predominio de la arquitectura, el tener a un poeta al frente de Black Mountain acabó por darle un sesgo poético que atrajo a algunos de los escritores punteros de su generación (Robert Duncan y Robert Creeley entre otros). Aunque no por ello dejaron de participar en el proyecto artistas de otras disciplinas, como muestra la curiosa descripción que realiza Alex Ross en su famosa historia de la música contemporánea, El resto es ruido, de un happening que organizó John Cage en 1952 bajo el título de The Black Mountain piece. Como explica Ross a partir de las versiones contradictorias que han sobrevivido, en aquel evento la audiencia interactuaba con los protagonistas mientras Cage, “parece que ser que subido en una escalera”, impartía enseñanzas de budismo Zen, Robert Rauschenberg presentaba sus cuadros mientras hacía sonar discos de Edith Piaf a doble velocidad, Merce Cunningham se dedicaba a bailar y David Tudor acometía un piano preparado. Parece ser que, a pesar del talante permisivo del lugar, algunos profesores decidieron abandonar la representación en señal de protesta.
Black Mountain College se convirtió en un icono cultural y una variedad de libros recogen su historia y la de sus más renombrados partícipes. Se habla de los poetas de Black Mountain como de un grupo selecto y singular y, al igual que la Bauhaus, acabó por sumirse en una atmósfera más mítica que artística y más experimental que educativa. Sorprendentemente, el año en que cierra sus puertas la Bauhaus, 1933, es el que alumbra el nacimiento de Black Mountain College. Un año simbólico, en que coincide la proclamación de Hitler como Canciller en Alemania con la elección de Franklin D. Roosevelt como presidente de EEUU. A mayor abundamiento, también es el año en que un juez federal americano dictaminó que el Ulises de James Joyce no podía considerarse una obra obscena, permitiendo así su publicación por vez primera en un país de habla inglesa (su primera edición como obra completa se comercializó en Francia en 1922, coincidiendo con el 40 cumpleaños del autor).
Echado el candado al experimento de Black Mountain, Olson decidió retirarse con segunda mujer y su pequeño hijo a Gloucester, en la costa este americana. El pueblo, básicamente pesquero, había sido el lugar de sus vacaciones de infancia y allí había comenzado a centrar la acción de su obra más extensa y por las que es más conocido; Maximus Poems (Los poemas de Maximus). Descargado ya de la mayor parte de sus obligaciones de rector –aunque aún hubo de ocuparse de la liquidación final y cierre de cuentas, lo que se extendió durante varios años– el ex rector, liberado de sus responsabilidades, comenzó a dedicar tiempo a otras actividades de interacción social, incluyendo las necesarias para la publicación y promoción de sus obras, capitalizando entonces en parte su tiempo al frente de la fallida aventura educativa.
De Spoleto a Timothy Leary
Los años de Black Mountain fueron productivos en varios frentes. Dirigir una institución tan singular, un experimento de educación que atrajo el interés y la participación de artista reconocidos y de científicos de talla internacional, ayudó a Olson a posicionarse como uno de los referentes de la vanguardia poética americana. Adicionalmente, en 1960 se publicaron dos de sus obras de poesía a la vez que la antología ya mencionada de D. Allen sobre los nuevos poetas americanos, en que la imagen del joven protagonista figura en forma prominente. Los tres libros generaron gran revuelo en el mundo literario, especialmente en el académico, y entre los críticos más reconocidos del momento.
Como es natural, aquellos que gozaban de mayor influencia y estaban más sólidamente asentados en el debate cultural público eran los que más podían perder con los cambios que vaticinaba aquella nueva generación de autores marginales y promotores de planteamientos radicales, en la que Olson se había puesto a la cabeza. Así que gran parte de la visibilidad pública que logró en esos años provino, justamente, de la ristra de críticas negativas que recibió y de la oposición de muchas de las voces más destacadas del momento. Haciendo bueno el dicho de que lo importante es que hablen de uno aunque no sea bien, Olson se benefició tanto o más de aquella oposición cerrada que de las alabanzas de sus seguidores, y pasó a formar parte del circulo de conferenciantes, lectores e invitados habituales a actos públicos sobre poesía, en muchos de los cuales se leían versos en vivo o se discutía sobre la creación poética.
Perdida la retribución fija que percibía como rector del College que hubo de finiquitar, subirse a aquella noria produjo un bienvenido complemento a los escasos ingresos que recibía por sus publicaciones. A pesar de ello, asentarse con su mujer y su hijo pequeño en Gloucester impuso un difícil ajuste en su nivel de vida, que añadió tensión a la relación de la pareja, de por sí estresada por su total dedicación a la escritura y por tener que bregar con los editores y las criticas negativas que se sucedían en revistas de primer nivel. Por contra, Olson estaba siendo reconocido como una fuerza principal tras uno de los movimientos principales de la nueva poesía, el que se denominaba ya como Los Poetas de Black Mountain, que junto con el movimiento Renaissance de San Francisco, el de la Beat Generation y el de Los Poetas de Nueva York, incluía los principales nombres del incipiente canon heterodoxo que se fraguaba en EEUU a mediados de siglo.
Dos viajes a Europa y una participación en el festival de Spoleto, en que compartió escenario con figuras consagradas como Neruda, Pasolini, Yevtushenko y Ezra Pound –con el que no había vuelto a tener contacto desde sus reuniones en Washington–, le situaron en primera fila a nivel internacional, lo que si bien le permitió caracterizarse de creador de éxito también le generó continuos ataques de ansiedad ante cualquier intervención pública. El miedo al rechazo, la vergüenza y el fracaso, se convirtieron en otra parte del precio final del famoso derecho a equivocarse, cuya otra cara era la inseguridad que acompaña al heterodoxo que decide abrir camino.
La adscripción al mundo cultural venía marcada por la experiencia de trabajar junto a talento joven y por su perseverante actividad de búsqueda a nivel poético y personal. En consonancia, cuando recibió una invitación de Allen Ginsberg para participar en un experimento con sustancias alucinógenas bajo la tutela del ya famoso Timothy Leary, en esa época investigador en la Facultad de Psicología de Harvard, un impetuoso e incansable buscador se desplazó encantado a Boston donde, en una sesión confusa y poco concluyente, sorprendió a todos con su inesperada resistencia a las sustancias tóxicas. Aquello le valió el favor de Leary quien le invitó a una nueva sesión para arropar a un ya famoso Arthur Koestler en su iniciación en aquel mundo poco transparente, a raíz de acometer un nuevo trabajo sobre neuropsicología.
Olson estaba, por tanto, en un momento cumbre y lo aprovechó para conseguir un contrato de profesor en el campus de Búfalo de la Universidad de Nueva York. Allí gozó, por primera vez, del rédito académico de su reconocimiento en una institución establecida, que se plasmó además en una generosa liberalidad en su docencia. En esos años impartió un ecléctico y heterodoxo seminario sobre mitología y literatura, mezclando las interpretaciones de Robert Graves sobre los mitos griegos con las aportaciones de David Havelock acerca del origen de la cultura escrita, dos de sus autores favoritos cuando se trataba de desentrañar el pasado remoto.
Sin embargo, la experiencia de Búfalo, que llegaba como una bendición para aliviar la situación económica de la pequeña familia, no duró mucho tiempo ni contribuyó a aportar mayor felicidad al matrimonio. Muy al contrario, las tensiones prosiguieron entre la pareja y bajo ese mal agüero su mujer sufrió un accidente de automóvil en 1964 que le costo la vida. El marido, bajo un shock inicial muy fuerte, insistió siempre en que veía en ello más un suicidio que un hecho fortuito, una forma de culpabilizarse que le acompañó hasta el final.
La trágica perdida sumió a Olson en un vacío difícil de llenar enfrentado a una vida solitaria, retirado en un pequeño pueblo como Gloucester en el que apenas tenía relación social. Curiosamente, aquella forma de vida resonaba de ecos del exilio en que había conocido a Ezra Pound en el Saint Elisabeth Hospital y, al igual que él fue visitante asiduo del maestro en Washington, por su apartamento de Gloucester circulaban, esporádicamente, escritores, estudiantes y viejos amigos que le insuflaban dosis intensas, pero cortas, de energía y que trataban de poner orden, sin lograrlo, en el caos en que vivía. Algunas de esas mismas relaciones acabaron por ser su tripulación más fiel al encarar el último trayecto en ambulancia de Gloucester al New York Hospital.
Lo que no cambia es la voluntad de hacer poesía
Con el fin de completar la imagen de este autor, cuyas piruetas aún nos salpican a cincuenta años de su último adiós, vamos a hacer una referencia breve a tres de sus obras principales, destacadas entre la proliferación de textos que legó; el manifiesto poético con el que caracterizó su compromiso creativo, El Verso Proyectivo; el poema que mejor ilustra su apuesta por una nueva poética, El Martín Pescador; y su obra más extensa y conocida, Los Poemas de Maximus.
Pero antes, quiero señalar esa distancia insalvable que siempre queda entre la obra creativa y su crítica, su descripción o su comentario. Porque mientras la primera se inscribe en una realidad que le permite dialogar de tú a tú con los sentidos, las otras apelan solo a la razón. Sirva la famosa écfrasis del escudo de Aquiles, nostalgia irreparable de aquél objeto que nadie ha llegado a contemplar, de testimonio inolvidable de esta afirmación. Una observación pertinente al referirnos a la obra de Olson, tan alejada de toda expresión sentimental como marcada por la fenomenología del instante, que identifica forma y contenido, acción y esencia, abriendo un butrón que de paso a la poética existencial del autor.
El manifiesto The Projective Verse (El Verso Proyectivo) es un compendio de principios escrito por Charles Olson en prosa en 1950, que con tres salvas bien dirigidas puso patas arriba la poética tradicional: La primera, lanzada contra la preeminencia del yo lírico, sujeto obligado de toda obra poética, que el manifiesto destrona instaurando en su lugar una voz impersonal y autoritaria, eco del coro de la tragedia griega que incansable recita verdades trascendentes sobre la existencia humana: La segunda, orientada contra la estructura de toda poesía tradicional, articulada en ritmo, rima y medida, sustituida por la impronta que la respiración del autor insufla en la línea escrita: Y la última, y más certera, librada contra la práctica ancestral de usar márgenes reducidos como seña de identidad de la escritura en verso, que Olson destierra con una irreverente incitación a que el autor ocupe, según su libre albedrío, la totalidad del espacio que ofrece la hoja en blanco.
Con estos tres vuelcos formales y la atención enfocada en una temática objetiva, nutrida en los márgenes de la mitología, la política y la historia, el manifiesto declara la nueva forma poética ajena a toda mimesis sentimental y a cualquier confesionalismo intimista, y la define, en cambio, como un dispositivo de trasvase de energía entre el autor y el lector. En consonancia, se entiende que el poema cumple una función performativa en la que se identifica su esencia con la acción que se ejecuta en su lectura. Una forma de vivir la poesía en campo abierto, como declara Olson, robando un término a la física, antitético del campo cerrado que atribuye a la práctica que era habitual hasta su alumbramiento.
Por otro lado el manifiesto trastoca las libertades que se le permiten al poeta. Como en las cámaras fotográficas, en que abrir el diafragma para liberar la entrada de luz desenfoca el fondo de la imagen, el cambio que Olson promueve libera al poeta de tener que someterse a la imposición formal de rima, ritmo y medida, aunque limita su libre elección de temática y voz narrativa. Como complemento, también le permite campar a sus anchas por el territorio virgen de la hoja en blanco. Efecto secundario de esta pequeña revolución copernicana, la poesía queda a salvo de cualquier análisis crítico ya que al desaparecer los elementos formales y la línea narrativa todo análisis al uso resulta impracticable. Resultado que se sigue: el lector queda desprovisto de cualquier arma analítica o recurso que le ayude en su comprensión del texto por lo que ha de entregarse al abrazo del oso. Esto es, ha de abordar la obra en su totalidad sin mayor disección, aceptando que el rédito de su lectura es la simple experiencia de haberla realizado. Todo ello un discurso que conduce, tras un largo dé tour para objetivar producción y contenido, al cul de sac de la sempiterna subjetividad individual. Porque cualquier devaneo revolucionario que busque poner la casa boca abajo tiene el peligro de dejar, al final, casa y poética patas arriba.
Sus seguidores más próximos se entusiasmaron con estos planteamientos que prometían un nuevo Valhala presidido por Olson-Odín. Veían en todo ello una forma de vencer en la lucha que se libraba entre las fuerzas poéticas del bien y las de un pasado degradado al que había que superar. Aquel al que el propio Olson relegaba a figuras relevantes –Pound y Eliot incluidos– sin pararse a discriminar sus adscripciones poéticas, y a los que llegó a tachar de predecesores inferiores a los que había venido a enmendar.
El manifiesto del verso proyectivo, un escrito de escasa longitud, se convirtió rápidamente en obligada referencia entre los autores que aspiraban a sumarse al nuevo espacio creativo que se abría y fue seguido de una secuencia de análisis interpretativos que se ha prorrogado hasta hoy en día. Entre ellos, los hay que lo sitúan, junto al resto de escritos teóricos sobre poesía, al mismo nivel de relevancia que la poesía del autor. Tal es la posición de Charles Bernstein, académico, poeta destacado y uno de los fundadores del movimiento LANGUAGE. Y también los hay que le restan valor arguyendo, como Marjorie Perloff, que dicho trabajo es una mera recopilación de ideas anticipadas por otros autores, y en particular por el propio Pound.
El exponente más reconocido de verso proyectivo es el poema The kingfishers (Los Martín Pescador, en plural). Una obra escrita por Olson escasos meses antes del propio manifiesto (algo que la señala como ejemplo de lo que somos capaces de hacer antes de tomar conciencia de saber hacerlo). De esta obra es obligado destacar sus dos elementos más característicos: Su primer verso, que proclama que lo que no cambia es la voluntad de cambiar, máxima epicúrea reflejo de la personalidad del autor y de su biografía, marcadas por la búsqueda constante de nuevos territorios geográficos y creativos; y una mención a Mao Tse Tung, el mediático líder revolucionario vencedor de la guerra civil, fundador de la República Popular China y padre de la revolución cultural. Para Olson, la imposición de esa transformación cultural, que no llegó ha concretarse hasta años después de su texto, debió resultar una muestra irresistible del advenimiento de la nueva era de sabiduría que anticipaba en el mundo, aunque ello viniese embridado, como explica todo manual comunista, en la necesaria imposición ilustrada.
Y entre ambos citas de Epicuro y Mao, el poema es una baraja de cartas de distinto palo, figura y numeración, formada de afirmaciones y pronunciamientos a salto de mata, inconexos y carentes de trama, donde el único vínculo que persiste es la anónima voz que, con la contundencia de saberse en posesión de una mano ganadora y final de partida, los declama.
Con dichos planteamientos, The kingfishers va más allá del uso de la polisemia o la despersonalización del sujeto y se adentra en otras formas de alteración del orden tradicional del texto. A base de sumar construcciones independientes de aparente simplicidad y claro sentido, construye, a modo de collage surrealista, una totalidad que en su conjunto resulta de imposible comprensión y que carece de ningún nexo narrativo, enumerativo, descriptivo o lógico. En un trabajo reciente, Reading the modernist long poem (Dic. 2020), Brendan C. Gillott expone cómo la obra de Olson logra producir un sentimiento de indeterminación a base de eludir los códigos de referencia necesarios para dotar de sentido cualquier lectura. Esto es, descifrar un texto requiere de dos componentes; una la aporta la literalidad del mismo, mientras que la otra surge del recurso a un conjunto de elementos que se dan siempre por sabidos y se omite mencionar, y que permiten ordenar los términos literales y conferirles sentido. Eludir la conexión entre unos y otros sin caer en la simple enumeración de palabras arrojadas al azar requiere de una habilidad especial y deja al lector naufrago en un mar de estrofas que le golpean sin saber desde qué origen o en qué dirección.
No se trataría entonces de desentrañar ningún sentido secreto. No hay que descubrir metáforas o símbolos. Más bien, la intencionalidad del autor parece centrarse en agrupar elementos carentes de narrativa común para explorar la frustración que dicha asincronía provoca en el lector, rendido ante una situación desconcertante. Algo que puede interpretarse como una forma de cosificar el lenguaje al reducirlo a su sentido designativo y desproveerlo de cualquier valor para ensamblar significantes de un orden superior.
En mi opinión, un precedente interesante de dicha forma paradójica de dicción se encuentra en la perplejidad que genera el famosos protagonista de Bartleby el escribano, personaje de Melville (¡de nuevo Melville!) que ante cualquier requerimiento de su jefe para realizar alguna tarea no habitual en el trabajo, ofrece como respuesta un lacónico e ininteligible preferiría no hacerlo. Al igual que mucha de la obra de Olson, Bartleby se sitúa en un discurso más filosófico que sentimental, más vitalista que sociológico y más poético que pragmático, que viene a desafiar la lógica habitual con que desentrañamos el mundo. El mantra del personaje es una frase que no es posible interpretar más allá de su literalidad pero que denota en cambio todo un sentido del mundo, algo que bien prueba el haber ocupado la atención de varios filósofos (entre ellos Deleuze) y escritores (Vila Matas entre otros).
Tras The kingfishers solo quisiera mencionar la obra más conocida de Charles Olson: su largo poema The Maximus Poems (Los Poemas de Maximus). De difícil lectura y gran extensión, pero con partes de enorme fuerza, el poema, o libro de poemas, con más de 600 páginas, es una obra inconclusa a la que se dedicó el autor intermitentemente durante sus últimos 20 años de vida. Centrada en Gloucester, el pequeño pueblo de pescadores de la costa este americana en que el poeta pasó los veranos de su infancia y donde se recluyó definitivamente tras el dramático fallecimiento de su mujer, es también el lugar en que se encuentra enterrado.
Al igual que The kingfishers, Los poemas de Maximus hacen justicia a los principios del verso proyectivo, solo que al tratarse de una obra tan extensa los elementos individuales adquieren una proporción magnificada. Hay en ella historias que parecen cuentos de marineros, viejas narraciones propias de un poblado de pescadores en que el autor mantiene la coherencia a lo largo de 40 o 50 estrofas. Lo que no es óbice para que el principio de ausencia de conexión lógica entre partes siga prevaleciendo en el conjunto de los textos, jalonados de espacios intermedios con todo tipo de intervenciones; escuetos pronunciamientos, cortos versos (incluso en rima) y observaciones variopintas sobre cuestiones ajenas al lugar de las que resulta difícil captar su pertinencia. Compendio de historias épicas y mitológicas, algunas relacionadas con el mar, que completan la película entre algunos recuerdos de la infancia del autor con su padre en Gloucester, monólogos de temática dispar y poesía pictórica que juega con los espacios de la página, la obra está considerada un ejemplo de poesía fenomenológica que vendría a atraer el seguidismo de varios autores posteriores. Al final, la obra parece más una recopilación antológica o una secuencia de poesías, tal vez agrupadas en cuadernos, que se asemeja a un diario biográfico, un libro de aforismos, un cuaderno de viaje sin desplazamiento de ninguna clase, o un vademécum, en que todo lo anecdótico tiene cabida sin necesidad de mayor nexo conductor que el salir de la misma mano agrupado bajo el mismo encabezado. Una obra cuyo autor la dejo, al igual que Pound con sus Cantos, inconclusa al fallecer.
Poesía y Verdad
Dos años antes de su muerte, Olson fue invitado a impartir una serie de conferencias en Beloit College, Wisconsin, recogidas hoy en un pequeño volumen con igual título que el que el autor tomó prestado de Goethe; Poetry and Truth (Poesía y Verdad). Se trata de uno de los primero textos que leí del poeta y en el que por primera vez me topé con lo que sería una constante en el resto; el desencaje entre una advocación prometedora y sugerente, en este caso aportada por Poe, y su contenido. De difícil comprensión, Poetry and Truth es un libro que tiende a confundir mucho más que a aclarar, lo que pudiendo interpretarse como un desafío al título tal vez sea solo resultado de lo intrincado del camino hacia cualquier verdad. Aunque, al tratarse de meras transcripciones de las intervenciones del poeta, carentes de la teatralidad del body language, tan determinante en un personaje como él, exponente, aún en su edad madura, de la modernidad radical, pueda ser un mero efecto secundario de la ausencia de imagen. Y, sin embargo, tras la frustración que acompaña a la confusión y ausencia de sentido de su lectura, no deja de surgir una cierta admiración por lo que, sin llegar a lograr, parece ser la intención del autor. Porque el texto transmite la idea de que Olson se plantea, al referirse a la poesía y la verdad, un desafío que decide superar sin recurrir a ningún argumento explicativo. Opta, en cambio, por perseguir un momento de feliz comprensión y recurrir a ese atajo en el camino del conocimiento que es todo instante de iluminación.
Esta impresión personal queda refrendada por el testimonio de Chad Walsh en la introducción al texto de las conferencias. Walsh, en su día director del departamento de literatura y responsable de la invitación de Olson a Beloit, estada lejos de ser un admirador suyo. Más bien lo contrario; además de desarrollar una larga carrera como poeta, Walsh fue un comentarista importante de la obra de C. S. Lewis, y en nada simpatizante con las tendencias del modernismo radical. Su admiración se inclinaba más bien por el escritor cristiano, lo que le sitúa en el lado opuesto del espectro.
He optado por reproducir (y traducir) a continuación algunos de los comentarios de Walsh recogidos en la introducción al libro de conferencias porque creo que resultan reveladores del efecto que Olson podía causar en el público, incluso en el más reacio a su obra.
Lo primero que me impresionó de Olson fue su mera presencia física. Una montaña de hombre; difícilmente parecía posible que hubiese alguien tan grande.
[…] … la cama sin hacer [en su cuarto en Beloit] aparentaba como si un tornado hubiese atacado las sábanas y [había] trozos de huevo esparcidos por el suelo en patrones al azar.
El hombre resultaba grotesco a la vez que majestuoso, incluso con una belleza atractiva. Era como si cuando él y los adjetivos tradicionales chocaban, fuesen aquellos los que debieran ceder y cambiar de sentido.
Al finalizar la primera conferencia había desencantado a la mayoría de los profesores que -en su general doctores titulados y educados en lógica común- no lograban hacer sentido de sus afirmaciones. Los estudiantes reaccionaban en una forma algo más compleja […] al final había un pequeño pero intenso grupo de discípulos que le seguían y parecían saber exactamente lo que quería decir incluso con la menos euclidiana de sus frases.
Recientemente [el texto es de 1970] llegó la noticia de su fallecimiento y sentí el golpe de una pérdida que resultaba desproporcionado para el escaso tiempo en que le había tratado. Pero incluso en su muerte había algo más grande que la vida, algo mítico. Era como si me hubiese mezclado brevemente con héroes épicos en algún drama arcaico (y posmoderno) y como si esas figuras no tuviesen derecho a morir y abandonar este mundo de hombres de escala estándar, ocupados en sus pensamientos estándar y escribiendo su poesía estándar.
Me siento satisfecho de haber estado, aunque fuese brevemente, en presencia de este misterio…
Para provenir de alguien más interesado en los acercamientos religiosos de C. S. Lewis, –a quien agradeció su conversión al cristianismo– que en cualquier veleidad posmoderna, estos comentarios están repletos de intrincados reconocimientos. Sin duda, Olson poseía un magnetismo personal que lograba cautivar a gran parte de sus interlocutores, probablemente más en vivo que a través de sus escritos. Lo que permite entender muchos de los elementos que sazonan su biografía, aunque no tanto los de su obra. Entre ellos, el más humano, para mí, constatar cómo sus seguidores próximos le fueron fieles hasta el final, arropándole en ese último y desesperado viaje a New York en pos de un talismán milagroso que no se llegó a materializar.
Desgraciadamente, el aniversario del fallecimiento del autor ha pasado sin pena ni gloria en una España en la apenas hay textos disponibles traducidos de su obra. Lo que no quita para que sea de justicia dedicarle un recuerdo, aunque llegue con el retraso con que siempre se hace imponer todo reconocimiento póstumo.
Sobre su vida queda mucho por contar: acerca de sus mujeres, de su alma gemela, colaboradora y presunta amante, Frances Boldereff, que le ayudó a descubrir muchas de las claves de su poesía y de sus estudios sobre conocimientos antiguos; sobre sus hijos, sus clases, sus amigos y sus triunfos y fracasos; o sobre sus benefactores, aquellos que le ayudaron en los momentos de bajío y necesidad más perentoria. En cambio, sobre su obra me atrevería a decir que con dos frases se resuelve casi todo: Descolgó al lector en esa carrera de obstáculos que es siempre leer poesía desprovista de cualquier decoración edulcorada. Lo dejó perplejo, alguno incluso dispuesto a calarse los anteojos para prestar la debida atención, y a muchos cavilando sobre el sentido último del término mágico asociado a la palabra y a la profesión de poeta.
Al fallecer se encontraron en su biblioteca cuatro copias de La Diosa Blanca de Robert Graves.