¿Hacia dónde va la poesía?
Se trata de una pregunta que los poetas se hacen a menudo. La respuesta inmediata es que hacia ningún sitio. Eso no puede ser cierto, estará usted pensando. Habrá leído montones de poemas sobre poetas caminando por el bosque, que se revuelcan por el heno y hasta se van de turismo al infierno. Es cierto. Sin embargo, los poetas, incluso cuando están luchando en una guerra, rara vez se quitan sus zapatillas. ¿No demuestra mi tesis la ceguera de Homero? Apuesto a que cada uno de esos testimonios de las matanzas entre griegos y troyanos y las maravillosas aventuras de Odiseo cruzando el Mediterráneo fueron ideados por Homero mientras esperaba a que su esposa le sirviera el almuerzo.
Seguramente muchos poetas negarán esto. Aquí en los Estados Unidos, se habla con reverencia de la experiencia auténtica. Escribimos poemas sobre los papis que nos llevaron a pescar y nos rompieron el corazón haciéndonos tirar al pez pequeño de nuevo al río. Podemos incluso decir al lector el tipo de coche que conducimos, el año y el modelo, para dar la impresión de que todo es verdad. Esto es porque nos vemos como una especie de periodistas. Como ellos, iremos a cualquier lugar para contar una historia. No se crean una palabra. Como cualquier poeta puede corroborar, a menudo se ve mejor con los ojos cerrados que con los ojos bien abiertos.
Se preguntarán si lo que estoy afirmando es que la mayoría de las cosas que suceden en los poemas no son verdaderas en absoluto. Nada más lejos de la realidad. Por supuesto que son verdaderas. Es sólo que los poetas tienen que emplear una gran cantidad de tiempo para alcanzar la verdad. Como ejemplo, mi caso. Un día, de repente, vuelve a mi memoria el recuerdo de mi abuelo muerto hace mucho tiempo. Mis ojos se humedecen al verlo durante el último año de su vida cojeando con su pata de palo por el patio mientras le tira maíz a las gallinas. Recuerdo el chucho que tenía entonces y lo pongo en un poema. Incluso hay un viejo camión oxidado en el patio. El sol se está poniendo. Mientras mi abuela se está quejando de la estufa, mi abuelo está sentado en la mesa de la cocina pensando en los vaivenes de su vida, en la estupidez del entrenador del equipo de fútbol local y en el olor del guiso de habichuelas que está al fuego. Me gusta lo que he escrito en el papel y me quedo dormido esa noche convencido de que tengo un poema en marcha.
Al día siguiente, no estoy tan seguro. La puesta de sol es demasiado poética, la representación de mis abuelos es demasiado sentimental. Creo que muchas cosas sobran. Semanas más tarde —no puedo dejar de toquetear el poema— llego a la conclusión de que el viejo perro descansando en el patio, rodeado de gallinas picoteando, es lo que más me gusta. El sol que brilla alto en el cielo, un cerezo en flor y mi abuelo están completamente fuera del poema. Como era de esperar, no sé si el poema acabará existiendo alguna vez. Sólo Dios lo sabe. Yo no trato de entrometerme en su negocio. Afino el oído y me quedo mirando fijamente la página en blanco hasta que una palabra o una imagen viene a mí. El poema no requiere de nada genuino, o así lo he aprendido yo al menos. Eso hace que escribir poesía sea una empresa incierta y a menudo exasperante. Mientras sucede, no hay nada que hacer salvo esperar. Emily Dickinson miró por la ventana de una iglesia al otro lado de la calle: «Me asomo desde la ventana a la temprana oscuridad que se cierne sobre los campos de profunda nieve».
«La poesía vive en una utopía perpetua de sí misma», escribió William Hazlitt. Se espera que un poema surja de todos esos márgenes y vacilaciones y que luego salga al mundo para convencer a un completo extraño de que lo que describe sucedió realmente. Si se trata de una persona afortunada, puede que se lleve el poema a la cama o de vacaciones a una isla tropical. Un poema es como la chica de la fiesta que se besa con todo el mundo. No, un poema es un secreto compartido por personas que nunca se han conocido. En comparación con otras artes, los poetas pasan mucho de su tiempo rascándose la cabeza en la oscuridad. Es por eso que el viaje que prefieren hacer va a ser a la cocina, para comprobar si hay algo de jamón asado y cerveza fría en la nevera.
Charles Simic.
7 de febrero de 2011, 5:45 P.M.
Publicado originalmente en The New York Review of Books
Traducción de Nieves García Prados
Where Is Poetry Going?
This a question poets get asked often. The quick answer is nowhere. This can’t be right, you are thinking. You’ve read plenty of poems about poets walking in the woods, rolling in the hay and even taking a sightseeing trip through hell. True enough. Nevertheless, poets, even when they are fighting in a war, rarely take off their slippers. Doesn’t Homer’s blindness prove my thesis? I bet every one of those eyewitness accounts of Greeks and Trojan slaughtering each other, and the wonderful adventures Odysseus had cruising the Mediterranean, were dreamed up by Homer while waiting for his wife to serve lunch.
Sure, many poets would deny this. Here in the United States, we speak with reverence of authentic experience. We write poems about our daddies taking us fishing and breaking our hearts by making us throw the little fish back into the river. We even tell the reader the kind of car we were driving, the year and the model, to give the impression that it’s all true. It’s because we think of ourselves as journalists of a kind. Like them, we’ll go anywhere for a story. Don’t believe a word of it. As any poet can tell you, one often sees better with eyes closed than with eyes wide open.
Am I claiming, you are probably asking yourself, that most things that happen in poems are not true at all? Far from it. Of course they are true. It’s just that poets have to do a lot of time-wasting to get to the truth. Take my case. One day, out of the blue, the memory of my long dead grandfather comes to me. My eyes grow moist seeing him in the last year of his life limping around the yard on his wooden leg throwing some corn to the chickens. I recall the mutt he had then, and I put him in a poem. There’s even a rusty old truck in the yard. The sun is setting while my grandmother is fussing over the stove and my grandfather is sitting at the kitchen table thinking about the vagaries of his life, the stupidity of the coach of the local soccer team and the smell of bean soup on the stove. I like what I got down on paper so far and fall asleep that night convinced I have a poem in the making.
The next day I’m not so sure. The sunset is too poetic, the depiction of my grandparents is too sentimental, and so much of it has to go. Weeks later—since I can’t stop tinkering with the poem—I arrive at the conclusion that the old dog lying in the yard surrounded by the pecking chickens and the rooster is what I like best. The sun is high in the sky, a cherry tree is in flower, and the grandfather is out of the poem entirely. Typically, I have no idea if there will ever be a poem. Only God knows, and I try not to butt into his business. I strain my ears and stare at the blank page until a word or an image comes to me. Nothing genuine in a poem, or so I have learned the hard way, can be willed. That makes writing poetry an uncertain and often exasperating undertaking. In the meantime, there’s nothing to do but wait. Emily Dickinson looked out her window at the church across the street while waiting; I look out of my window at the early darkness coming over the fields of deep snow.
“Poetry dwells in a perpetual utopia of its own,” William Hazlitt wrote. One hopes that a poem will eventually arise out of all that hemming and hawing, then go out into the world and convince a complete stranger that what it describes truly happened. If one is fortunate, it may even get into bed with them or be taken on a vacation to a tropical island. A poem is like a girl at a party who gets to kiss everybody. No, a poem is a secret shared by people who have never met each other. Compared to the other arts, poets spend most of their time scratching their heads in the dark. That’s why the travel they prefer is going to the kitchen to see if there is any baked ham and cold beer left in the fridge.
Charles Simic.
February 7, 2011, 5:45 PM
Simic asistió a la Universidad de Chicago, trabajando de noche en una oficina del Chicago Sun Times, pero fue reclutado por el Ejército de los EE. UU. en 1961 y sirvió hasta 1963. En 1966 obtendría su licenciatura en la Universidad de Nueva York. De 1966 a 1974 escribió y tradujo poesía, y también trabajó como asistente editorial para la célebre revista de fotografía Aperture. En el año 1964 se casó con la diseñadora de moda Helen Dubin con la que tuvo dos hijos; en 1971 se convirtió en ciudadano estadounidense. De 1984 a 1989 obtuvo una beca MacArthur y también fue becario de la Fundación Guggenheim y del National Endowment for the Arts.
Recibió el Premio Edgar Allan Poe, el Premio de Traducción PEN y premios de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras y del Instituto Nacional de las Artes y las Letras. Fue elegido Canciller de la Academia de Poetas Estadounidenses en 2000. El 2 de agosto de 2007, el mismo día en que fue nombrado «Poeta Laureado» –siendo el decimoquinto escritor honrado con tal mérito por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos– Simic recibió el premio Wallace Stevens de la Academia de Poetas Estadounidenses por su «dominio sobresaliente y probado en la arte de la poesía». Está considerado como una de las voces más influyentes de la poesía actual, tras más de cuarenta años de cuidadosa creación poética, con una obra plena en imaginación e ironía que, con frecuencia, contiene una afilada crítica a las sociedades totalitarias y una defensa incondicional del humanismo.
Falleció el 9 de enero de 2023, en Dover, Estados Unidos.
En nuestro país, su obra ha sido publicada por Vaso Roto Ediciones, que publicó en 2010 sus memorias, Una mosca en la sopa, y posteriormente los poemarios El mundo no se acaba (2013), Mi séquito silencioso (2014), El lunático (2017) o Acércate y escucha (2020), así como su obra en prosa La vida de las imágenes (2018).
La editorial Valparaíso ha publicado también una antología de su obra Poesía (1962-2020), y los poemarios El señor de las máscaras (2018) y Picnic nocturno (2018).
El texto de la presente entrega de la nube habitada aparece publicado en la recopilación de más de cincuenta de sus artículos escritos en The New York Review of Books recogidos por la editorial Valparaíso bajo el título Días cortos y largas noches (2017): http://valparaisoediciones.es/tienda/narrativa-digital-/285-dias-cortos-y-largas-noches-digital-.html
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