Cumplí 17 años en Londres, en el verano de 1973. No sé si existe el Paraíso, pero si existe, tiene que parecerse a Londres en verano, al menos a Londres en aquel verano. Hubo una ola de calor, y recuerdo a un hombre en el autobús que leía un periódico con este titular en primera página: «Heat soars», «El calor se dispara». Pero la ola de calor duró poco, tres o cuatro días, y luego todo volvió a la normalidad, es decir, nubes y claros, algún chubasco inesperado, y las largas tardes de sol tibio y brisa fresca en que las señoras con sombrerito daban de comer a los patos en los parques y los jubilados completaban los crucigramas del «Sun».
Yo vivía en Beckenham, en el sur, y estaba matriculado en una academia de inglés. Salía de clase a la una y el resto del día era para mí. Solía comer en un chino en el que había un menú por una libra. En la radio sonaban los éxitos de aquel verano: «Crocodile Rock», «Let´s Get it On», «Whiskey in the Jar», «Killing Me Softly with His Song». Después cogía un tren que soltaba nubes de carbonilla y me perdía en los cines donde ponían películas raras: el venerable Electric Cinema de Portobello Road, donde vi «Woodstock» mientras un loco daba vueltas y vueltas a la platea, corriendo como en una carrera de media distancia, o un cine que había en Oxford Street y que ya he olvidado cómo se llamaba, en el que ponían las maravillosas películas francesas de los años treinta y cuarenta: ciclos de Renoir y de Marcel Carné, «Les enfants du Paradis», «Le quai des brumes», todo eso. Y después me iba al Marquee, que estaba en Wardour Street, a ver en directo grupos de rock. Algunos de aquellos grupos fueron más o menos famosos. Otros no creo que los recuerde nadie. ¿Se acuerda alguien de Sharks, de Medicine Head, de Greenslade, de Alex Harvey Band o de un extrañísimo grupo finlandés de jazz-rock que se llamaba Tasavallan Presidentti? No, no, eso es imposible.
En una parada de autobús conocí a una chica alemana de mi edad que también estudiaba en Londres. Era amiga de una estudiante italiana que se alojaba con la misma familia que yo. No sé cómo, empezamos a charlar. No sé cómo, cogimos el mismo autobús. Era una chica morena, bajita, que llevaba el pelo muy largo. Como era muy guapa, no se me ocurrió que quisiera volver a verme. Pero cuando nos bajamos del autobús, le pregunté si le apetecía ir al cine conmigo. Para mi sorpresa, contestó que sí.
-¿Cuándo? –pregunté, esperándome una evasiva o una vaga promesa que nunca iba a cumplirse.
-Cuando quieras.
-¿El sábado?
-Perfecto.
-¿Quedamos aquí?
-Muy bien, aquí.
-¿A las tres?
-A las tres.
Ya he dicho que Londres, aquel verano, se parecía mucho al Paraíso, porque la chica aceptó, y el sábado, cuando llegué a la parada, ella ya estaba allí. Cuando la vi de nuevo, me pareció incluso más guapa que la primera vez que la había visto.
-¿Qué vamos a ver? -me preguntó.
La verdad es que no lo tenía decidido. No se me ocurrió qué clase de películas podían gustarle a aquella chica. Lo más sencillo hubiera sido que eligiera ella, pero yo iba a cumplir 17 años, estaba en Londres y quería demostrarle al mundo que podía comérmelo de un bocado, así, zas, sin bicarbonato ni sal de frutas, así que contesté muy seguro de mí mismo:
-«Chelsea Girls», de Andy Warhol. La ponen en el ICA.
La chica me miró con atención. Estaba claro que no sabía nada de Andy Warhol, y mucho menos del ICA, el Institute of Contemporary Arts. Y lo que es peor, no parecía muy interesada en averiguarlo.
-¿De qué va?
-Bueno, es una película de Andy Warhol, el pintor pop. No sé de qué trata, pero supongo que estará bien. Eso sí, he leído que dura tres horas. Y es en blanco y negro y a la vez en color. Y se emite con la pantalla partida, o sea que cuenta dos historias, la de la izquierda y la de la derecha. La de la izquierda es en blanco y negro. Y la de la derecha es en color. O al revés, porque creo que va cambiando. ¿Te he dicho ya que dura tres horas? Bueno, a lo mejor es un poco más larga.
La chica me miraba boquiabierta. Creo que le había entrado un ataque de vértigo y se había tenido que agarrar a una farola.
En aquel momento llegó el autobús.
-¿Qué te parece? ¿Vamos? –pregunté.
-Lo que tú digas –aceptó, con la cara muy blanca y todavía agarrada a la farola.
Y nos subimos al autobús.
El cine estaba en el edificio del ICA, en The Mall. No había mucha gente en la sala.
-Ya verás cómo te gusta –susurré cuando se apagaron las luces.
Y empezó la película. Quien quiera hacerse una idea de cómo es «Chelsea Girls» puede pinchar en este enlace:
http://www.youtube.com/watch?v=KvOnRdMi4OM
No había historia ni guión ni nada que tuviera que ver con una película. Sólo eran diálogos y primeros planos de un grupo de friquis que vivían en el Chelsea Hotel de Nueva York: locos, yonquis, cantantes fracasados, lunáticos y la hermosísima Nico, la cantante de la Velvet Underground, que se pasaba horas y horas recortándose el flequillo delante de un espejo de mano.
Cuando había pasado más o menos media hora, la chica me tocó el brazo:
-¿Entiendes algo?
Cualquier persona que no fuera un loco, un yonqui, un cantante fracasado o un lunático hubiera contestado que no entendía nada, pero yo tenía 17 años, vivía en Londres y quería comerme el mundo de un bocado, así que contesté muy serio:
-Por supuesto. Es una película sobre la vacuidad existencial.
-¿Qué?
Yo quería dejar muy claro que había leído a Adorno y a Marcuse, aunque por supuesto no hubiera entendido ni una sola palabra.
-La vacuidad, la alienación, la cosificación capitalista. Warhol lo explica muy bien. Sólo hay que mirar. Todo eso está ahí. Fíjate bien y lo verás.
La chica, incrédula, volvió a mirar la pantalla. Nico ya no se peinaba, sino que charlaba tumbada en un sofá con una especie de demente amanerado que no paraba de gesticular y de parlotear. De pronto hubo un estallido de risas en la sala. Luego todo se calmó.
-¿Qué ha dicho? –me preguntó.
-Era un chiste.
-¿Sobre qué?
Yo no tenía ni idea, claro, pero tenía 17 años, o al menos iba a cumplirlos muy pronto, y además vivía en Londres, así que improvisé lo que pude:
-Sobre el Papa.
-¿Sobre el Papa?
-Sí. Ha dicho que tiene ladillas. Y sífilis. Y quizá cosas peores.
La chica soltó un suspiro y apoyó su cabeza contra mi hombro. La miré un segundo. Comprobé una vez más que era muy guapa, casi tan guapa como la cantante Nico que se veía en la pantalla –que también era alemana, igual que la chica que estaba conmigo-, sólo que su belleza era una belleza más sosegada, menos llamativa. Cualquier persona que no fuera un loco, un yonqui, un cantante fracasado o un lunático con ladillas y sífilis y quizá cosas peores le habría cogido la mano, le habría dado un beso y habría mandado a Andy Warhol y a sus «Chelsea Girls» a tomar por saco, pero yo tenía 17 años, o bueno, casi los había cumplido ya, y estaba en Londres, y me creía el chico más moderno del mundo, y el que más sabía de Adorno y Marcuse (aunque no había entendido nada de lo poco que había leído), así que seguí con los ojos fijos en la pantalla, muerto de aburrimiento y sin entender nada, con el ojo izquierdo pendiente de la mitad de la pantalla en la que trascurría una historia –o lo que fuera- en color, y con el ojo derecho pendiente de la otra historia –o lo que fuera- que ocurría en blanco y negro.
Al poco rato la chica se había dormido. Noté que tenía la mano sobre mi rodilla. Ya he dicho que Londres, aquel verano, se parecía mucho al Paraíso.
Cuando terminó la película y salimos a la calle, nada volvió a ser igual. Le propuse ir a tomar una cerveza. Me dijo que no. Le propuse ir a dar una vuelta por St. James´ Park. Me dijo que no.
Volvimos en silencio a nuestro barrio, Beckhenham, en el sur de Londres, dejando atrás las paradas de tren que todavía sé decir de carrerilla: Lambeth, Clapham Common, Dulwich, Crystal Palace, Cator Park. Recuerdo los olmos de las aceras, las ancianas que tiraban de una bolsa con ruedecitas, los revisores con su gorra de visera, los niños que hacían estallar las pompas de chicle cada vez que el tren se paraba en una estación. Nunca había visto una ciudad tan hermosa. Nunca volveré a ver una ciudad tan hermosa en la vida.
Cuando llegamos a la estación, cogimos nuestro autobús. Nos bajamos en la parada. La chica quiso darme una última oportunidad.
-Bueno, me lo he pasado muy bien –mintió.
-¿Quieres que vayamos otra vez al cine? –propuse en un intento desesperado.
-¿Qué podríamos ver?
Cualquier persona que no fuera un loco, un yonqui, un cantante fracasado o un lunático con ladillas y sífilis y quizá cosas peores le habría dicho que daba igual, lo que ella quisiera, cualquier cosa, pero yo tenía casi 17 años y vivía en Londres, así que anuncié muy solemne:
-Bueno, hay una de Jean Renoir en francés que no está nada mal. O bien podríamos ir a ver «Los asesinos de la luna de miel». Me han dicho que es muy buena. Es una pareja de recién casados que se convierten en asesinos en serie.
La chica volvió a agarrarse a la farola. Estaba tan blanca como la primera vez.
-¿Te pasa algo?
-No, no, nada. Ya se me pasará.
En aquel momento llegó su autobús. La ayudé a subir. Se sentó en uno de los asientos libres en el lado que daba a la acera y me dijo adiós con la mano. Le dije adiós con la mano. El autobús partió. Y yo supe que estaba enamorado.
No volví a saber nada de aquella chica, hasta que su amiga que vivía conmigo me comentó una tarde, mientras tomábamos el té en el salón de Mrs. Heaney, que tenía un novio italiano.