Durante la Guerra Civil española, Pablo Neruda escribió uno de sus mejores poemarios: España en el corazón. Himno a las Glorias del Pueblo en la Guerra. Cuando la España republicana necesitó a Chile, lo mejor de Chile apoyó a los españoles, hasta enviando un inmenso barco en el que escapar del fascismo, el Winnipeg. Durante la dictadura de Pinochet, muchos chilenos encontraron refugio en ciudades españolas una vez muerto Franco. Aunque no toda relación entre los dos países haya sido tan altruista –cuando se acabó la dictadura de Pinochet, España exportó su modelo de Transición basado en la amnistía y la impunidad–, la solidaridad entre ambos ha jugado un papel importante en la vida de muchas víctimas de las dictaduras en ambos países. A pesar de que en Chile sí lograron formar dos comisiones de la verdad –la de Rettig en 1990 y la de Valech en 2003– y hasta juzgar a algunos criminales –cosa que en España aún parece imposible–, la situación actual en Chile tiene mucho que ver con la nefanda continuidad política que también comparten ambos países. A veces siento que entre Chile y España hay una relación dislocada y paralela, a veces solidaria y a veces perversa. Mas quizás sea solo una intuición que viene de mi infancia.
Yo nací un año antes de la muerte de Francisco Franco. Aunque nací en una dictadura, no siento haber vivido en una, porque de ella no tengo ningún recuerdo autobiográfico salvo el fallido golpe de estado de Tejero poco después y cosas que he entendido mientras investigaba. Pero sí tengo memoria de haber crecido viendo la dictadura de Pinochet en un país lejano que se llamaba Chile, que parecía una cinta que bordeaba un océano entonces desconocido en el Atlas familiar. Mis padres, socialistas durante la Transición, compraban los discos de Víctor Jara–-quien había sido brutalmente asesinado–, de Pablo Milanés, de Silvio Rodríguez, de Nacha Guevara, Soledad Bravo o de Violeta Parra, y los ponían a todas horas, hasta que nos aprendíamos las canciones y las cantábamos por la casa en cualquier ocasión. Recuerdo a mi madre cocinando mientras gritaba “Te recuerdo, Amanda” o “Yo pisaré las calles nuevamente”. Por lo tanto, crecí también con la banda sonora de los cantautores latinoamericanos de protesta en mi hogar. Mis padres me hablaban de política, y me contaban lo cruel que era ese dictador vestido de militar con gafas oscuras, y lo bueno que había sido aquel presidente de aire bonachón, pero que había muerto cuando bombardeaban el Palacio de la Moneda, nombre que me parecía más ficticio que real. Salvador Allende, me contaba mi madre, había querido llevar la paz y la justicia a su país, y por eso tanto lo queríamos nosotros desde lejos. Mi madre, gran lectora, también compraba novelas latinoamericanas que llenaban las estanterías de mi casa. Yo, desde niña, las leía con fruición intentando imitar formas de un español que no eran el mío, pero que me eran y siguen siendo tan queribles. Me recuerdo leyendo De amor y de sombra demasiado joven para entender nada, pero, quizás, entendiéndolo ya todo. Creo que los momentos más lúcidos de mi infancia estaban de alguna forma relacionados con la América Latina combativa de los años sesenta y setenta.
Ese es el inicio de quién soy. Llevo veinte años reflexionando sobre la memoria histórica en ambos continentes y las muchas violencias que nos atraviesan. Chile siempre ha estado así en mi corazón, como ese lugar que estaba sufriendo la represión que mi país había sufrido durante cuarenta años, pero de la que yo me había escapado por los pelos. Mientras fui adolescente, mis ojos seguían irremediablemente las noticias de la dictadura de Pinochet en el periódico, su fracaso, el paso a una democracia que parecía tan esperanzadora. Podría decir que mi educación sentimental política está estrechamente relacionada con ese otro país. Me pregunto cuántos de los niños y las niñas de la Transición española tuvieron experiencias parecidas. Me pregunto dónde están hoy.
Cuando acabó la dictadura chilena, yo decidí que visitaría Chile un día. Hace ya treinta años de ello, y todavía no lo he logrado, quizás porque la vida me ha llevado por otros caminos, quizás por falta de tiempo o de dinero, quizás porque me parecía que habría tiempo, que la democracia chilena había llegado para quedarse. Ahora temo que no sea así si no reaccionamos entre todos. En estas últimas semanas, Chile parece haber despertado de un sopor en que las medidas económicas neoliberales de los Chicago Boys lo habían sumido. “No era depresión, era capitalismo”, escribe Nona Fernández. Se han despertado millones de manifestantes por todo el país, pero también se ha despertado el monstruo que pareciera adormecido desde 1990. El gobierno actual está atacando a su ciudadanía con las mismas técnicas aborrecibles del ejército durante la dictadura: muertes, violaciones, torturas, encarcelamiento, desapariciones, toque de queda, amenazas y disparos por las calles. Acaban de empezar a actuar, pero es la misma dinámica funesta de lo que fue la violencia estatal a partir de 1973. Leer en la prensa y ver en las redes sociales la brutalidad de una represión en 2019, que desde los medios oficiales se intenta acallar, me ha llevado a obsesionarme como ya estuviera cuando era una adolescente que intentaba explicarse el mundo y darle un significado moral, y que lo hacía siguiendo las protestas en Chile y la alegría que venía con el NO, desde lejos.
Actualmente, pienso, el Chile democrático nos necesita estemos donde estemos. La mayoría de la gente en Chile está harta de vivir de forma precaria y endeudada, mientras un 1% de la población acapara un 30% de la riqueza nacional, y donde hasta el agua está privatizada. La propuesta de los manifestantes chilenos es crear una Asamblea Constituyente que dote al país de una Constitución nueva, no escrita bajo una dictadura como la que ahora sí tienen, que es de 1980. Este anhelo y su valentía necesitan el apoyo de cualquier persona de buena voluntad que crea que los derechos humanos, la democracia, la igualdad social, la educación, la sanidad y el respeto a la diversidad deben ser protegidos. Donde yo vivo, en la Bahía de San Francisco, junto al Pacífico, tan cerca y tan lejos, un grupo de personas nos hemos reunido para apoyar a la gente en Chile que protesta en la calle y pedir también una reforma constitucional. Cada vez somos más, pero aún no es suficiente.
Sé que escribir sobre esto desde aquí es poco, pero también sé que es vital que mostremos solidaridad ahora mismo con una ciudadanía que sólo quiere tener el derecho de vivir en paz, y no ser asesinada por pedir algo tan básico como eso. Chile no está en guerra. Chile está despertando, y Sebastián Piñera ha comenzado una nueva fase de represión brutal usando al ejército. Detengámoslo.
Si has leído al Neruda que resistía en Madrid sabrás que se lo debemos a quienes en su momento nos dieron refugio. Y, sí aún recuerdas algunas de las letras de Víctor Jara, haz algo ya. Si no las conoces, escúchalas en seguida –o al tiro dirían en Chile–, y haz algo después. No abandonemos al pueblo chileno para que tenga el derecho de vivir “con respeto y libertad un nuevo pacto social, dignidad y educación, que no haya desigualdad”.