Volví a ver a China Airlines después de mucho tiempo, en una discoteca de Huancayo, una ciudad progresista pero muy fea sobre los márgenes del río Mantaro. Nos habíamos conocido años antes, en una clase en la casona de la Alianza Francesa de Miraflores, y llegamos a tener una cita: una desastrosa salida al cine a la que China fue con un peinado de señorona sanborjina y en la que yo coqueteé toda la película con una prima muy guapa que apareció a la misma hora en la boletería y se sentó a mi lado.
Aquél era mi año sabático. Había renunciado a un trabajo estable para tratar de publicar una revista de rock & roll y; mientras el nulo interés de los anunciantes por las revistas de rock and roll me mostraba el rostro del fracaso, me dediqué a viajar. Uno de aquellos viajes terminó en Huancayo. Digo terminó, porque los seis amigos que llegamos apachurrados en un escarabajo hasta la pujante Huancayo–tan pujante que Alan García la había candidateado, sin éxito, a nueva capital peruana–; nos habíamos comenzado a intoxicar a varios cientos de kilómetros del río Mantaro (para ser sinceros, antes de salir de Lima) y nunca pretendimos llegar a la tierra huanca. Sin embargo, tras una parada en un festival gastronómico en el pueblo de San Mateo (donde recuerdo, vagamente, haberme subido a un tabladillo en el centro de la plaza principal, haberles quitado el micrófono a los músicos invitados y haber saludado a la multitud, de parte de los estudiantes de comunicaciones de la Universidad de Lima); el alcohol y el espacio-tiempo convergieron de tal modo que, sin querer, entrábamos en Huancayo al día siguiente. De aquella excursión, paradigmático ejemplo de lo que puede pasar cuando un viaje no tiene rumbo fijo; conservo –clarísimas– tres imágenes:
1) El despiadado soroche, o mal de altura, que suele destruirme cada vez que mis ojos ven el cartel con la palabra Ticlio (punto más alto de la carretera Lima-Huancayo.)
2) El caldo de gallina: ambrosía de sabor nacional que suele derrotar los efectos del soroche. Sin embargo, el caldo de gallina que me sirvieron en el único restaurante de carretera abierto en horas de la madrugada (tal vez porque la gallina no era gallina) me removió las entrañas y me redujo a la calidad de bulto.
3) Nuestros intentos por aliviar el estómago en el descampado al borde de la carretera (porque los servicios del restaurante eran antihigiénicos). Los camioneros hacían sonar las bocinas cuando los faros de sus tráileres iluminaban las nalgas peludas de unos limeños en mal estado, defecando ron con caldo de gallina en la helada andina.
Pese a los sufrimientos del viaje, al despertarme en Huancayo, mi cerebro estaba fresco. Así que pude ver con claridad, bajando de un autobús al lado de la plaza–esos autobuses lujosos, que llevan turistas aburridos hacia ciudades pintorescas que están a poca distancia de la capital–a China Airlines, tan bella y radiante como cuando la conocía en nuestras clases de francés accidental en Miraflores. Nos emborrachamos y bailamos pegaditos dos o tres temas luminosos de la cumbia tropical andina. Sin embargo, cuando quise llevármela al río–tal vez a pedirle disculpas por haber sido tan imbécil durante aquella película en la cual ella se apareció con el peinado equivocado–una de sus «amigas» me la arrebató de las fauces, digo de las manos, y se la llevó hacia los seguros confines de un hotel de turistas alejado del centro de Huancayo.
Cuando ya vivía en Newyópolis, la volví a encontrar. Esta vez por Internet. Nos hicimos amigos electrónicos y recordamos con intensidad y alegría aquellas noches solitarias de nuestra adolescencia. Baboseamos por correo electrónico hasta que ella me dio la sorpresa: Venía a Nueva York, en tránsito hacia Moscú, San Petersburgo y otros destinos turísticos a donde mi estatus de estudiante condicional no me permitían acompañarla. En el viaje de ida, hacía una escala de 90 minutos en el JFK. La reconocí, parada en la sala de espera de las llegadas internacionales: tenía los mismos ojitos rasgados con los que bailé en Huancayo. Nos besamos desesperados. Al regresar de Rusia, China tenía dos semanas de vacaciones en Nueva York; y las disfrutamos de puente a puente, besándonos en cada farola.
Después de aquellas dos semanas en Nueva York, toda nuestra relación fue un accidente. Intercambiamos correos subidos de tono, intentamos–y a veces conseguimos– reavivar las llamas que se apagaban con la distancia. Algunas esquinas de Brooklyn, ciertas calles en Manhattan, dos o tres hotelitos de la ciudad me hacían volver la memoria nostálgica hacia mi China Airlines. Nos reencontramos meses después en Mami, en un hotel-rascacielos con vista a South Beach, pero nada salió tan bien como en nuestros primeros encuentros. Nos dimos la espalda en un viaje relámpago a Cayo Hueso y nos ignoramos tras una pelea sin sentido en algún centro comercial de Fort Lauderdale.
Recuerdo, alguna de aquellas tardes, haberle pedido que se mudara conmigo, que abandonara Lima y se viniera a compartir mi pobreza. Nunca le gustó la idea. Muy pronto, ambos comenzamos a escribir nuestro camino con lápices distintos.
Parece que hubiera pasado un siglo desde la última vez que la vi. A veces me la encuentro en la pantalla de mis amistades y su nombre relampaguea con los recuerdos. En esas dos semanas espléndidas, nos tomamos una foto con el puente de Brooklyn a nuestra espalda, donde nos abrazábamos y ella sonreía posera, con su camiseta de «I love NY» ¿Dónde estará aquella foto? Con su nombre, China Airlines –como si toda ella fuera una aerolínea a mi pasado– vienen volando páginas enteras de mis primeros años en esta ciudad.