Chinatown

En un avión transatlántico.

 

Es como un juego tonto para una civilización en declive. Los bárbaros entrarán sin llamar a la puerta. Es la búsqueda de un bolso Prada de mentira en Chinatown, la medina de Nueva York regentada por chinos emancipados. Nuestro objetivo es un modelo concreto que la famosa Sienna Miller luce en una foto de una revista cualquiera.

 

En una esquina, una mujer nos pregunta si queremos bolsos. Caminamos detrás de ella hasta un punto indeterminado donde otra mujer nos enseña un catálogo de la internacional nihilista: Gucci, Prada, Chanel… La red de venta parece fuerte, compleja y perfectamente engrasada, con vigías, soldados, mensajeros y toda la pirámide –hasta llegar a la reina- desde que los panales rezuman miel y dólares. Un policía sube la calle y el engranaje se deshace en recias mujeres chinas de camino a hacer a los recados enfundadas en sus plumones North Face, tipos solitarios enganchados a la nicotina de las esquinas y turistas, la masa en su estado gaseoso.
Debajo, en el subsuelo indeterminado de esta calle, ciudad o mundo, imagino hileras interminables de máquinas de coser adornadas con una foto de Sienna Miller caminando por el SoHo con un bolso color burdeos.

 

El modelo no está aún en las calles. Coño, estos chinos ya no me cumplen.

 

En la farmacia china, la dependienta aprecia en mí una clarísima falta de fuerza vital. Si usted supiera las cosas que he visto. Me hace sacar la lengua, me pregunta si estoy cansado -¿quién no lo está?-. No sabe de dónde vengo, el bolso, los subsuelos… El remedio, al parecer, son unas hierbas que debo hervir con vértebras de ternera. Pago las hierbas por educación, pero salgo pensando en el año mágico de Einstein, en la penicilina y en el jamón ibérico.

 

En el JFK, antes de embarcar a un vuelo destino Roma, compro el New York Times. No crean que soy un pesimista, pero cuando compro un periódico ya no veo el envoltorio del pescado de mañana, sino el cadáver mismo. El Kindle de mi compañero de asiento me hace sentir un depredador de los bosques tropicales.

 

 

El caso es que leo que Knut Haugland murió el pasado 25 de diciembre en Oslo a los 92 años. Knut era técnico de radio y participó en varios sabotajes contra los nazis durante la ocupación de Noruega, en eso que antes se llamaba resistencia. En uno de ellos, él y sus hombres volaron una planta hidroeléctrica muy importante para los invasores. Se colaron, pusieron los explosivos y se largaron de allí sin pegar un solo tiro. El general Nikolaus Von Falkenhorst, jefe de las tropas de la noche en Noruega, lo llamó “el golpe más perfecto que he visto en esta guerra”.

 

Knut era también el último tripulante vivo de los seis que cruzaron el Pacífico, de las costas de Perú a la Polinesia, en una balsa rudimentaria llamada Kon-Tiki. La expedición de 1947 comandada por Thor Heyerdahl quería demostrar que a la Polinesia llegaron antes sudamericanos que asiáticos. No sé del alcance científico de la empresa, pero después de 101 días a cielo y mar abierto, lo consiguieron.

 

La aventura del Kon-Tiki está hecha del material improbable de los sueños. La vida de Knut convierte la mía en la de un simple mortal a la deriva.

 

Salir de la versión móvil