Home Mientras tanto Chinear a un hijo de 11 años hasta la puerta del hospital

Chinear a un hijo de 11 años hasta la puerta del hospital

 

A inicios de octubre de 2012, a Gabriel, un muchacho de once años recién cumplidos que vive en una comunidad de la populosa colonia Zacamil, le dio dengue. Que en un país tropical –El Salvador– alguien padezca una enfermedad tropical no parece ser un hecho lo suficientemente poderoso como para que termine siendo, nueve meses después, la materia prima de la entrada de un blog que se edita en un país primermundista, por más que ese blog se llame Bajomundo. Si el dengue de Gabriel se ha agenciado este primer párrafo es por su madre. Después entenderán.

 

A Gabriel le dieron fiebres altas, se le fue el apetito y tuvo molestos dolores en las articulaciones, lo habitual en un dengue de la variedad clásica, la menos grave. La madre, en sintonía con el hecho de vivir en extrema pobreza, confió en que su hijo se repondría con unos días en cama y con la toma constante de líquidos. Pero no fue así, y la aflicción llegó cuando el debilitamiento de Gabriel fue tal que ni siquiera podía ponerse de pie.

 

—Estaba despierto, pero bien decaído, y se le dormía todo el cuerpo –me dijo.

 

Cuarentona, la madre de Gabriel es madre soltera, como miles de madres en El Salvador, y tiene dos hijos más: Karina, que entonces tenía 17 años; y Gustavo, un pandillero de 24 que está preso en la cárcel de Ciudad Barrios. Por las mañanas ella vende chucherías en un improvisado puesto en la puerta de un colegio privado ubicado en el barrio San Jacinto de San Salvador, y esa es la principal fuente de ingresos familiar. En un mes en el que van bien la cosas, entre la venta y lo que logra rascar aquí y allá en ese hogar entran unos 140-160 dólares, sin aguinaldos ni seguridad social ni plan de pensiones, y en un país en el que en el súper un litro de leche cuesta $1.25; un kilo de cebollas, $1.30; un kilo de arroz, $1.20; y un kilo de pollo, $2.20.

 

El día en el que se complicó el estado de salud de Gabriel, madre no tenía en la bolsa ni siquiera tres dólares para convencer a un taxista de que los acercara a la puerta del Hospital Nacional Zacamil, situado a unos 500 metros de donde viven.

 

—Y viera cómo estaba, como que era pollo le agarró.

 

Afligida, la madre tomó a Gabriel en brazos –reitero: once años, no es muy alto y está delgado, pero once años– y lo llevó chineado hasta el hospital.

 

—Puro bebé lo llevé. Y al regresar mi mamá me preguntó: ¿hasta dónde lo aguantaste chineado? Ay, no me preguntés hasta dónde, lo importante es que lo llevé, le dije yo.

—¿Y hasta dónde lo aguantó? –pregunté yo también, picado por la curiosidad.

—Hasta la subida del hospital (para más inri, el hospital está en alto). Ahí lo tuve que bajar, descansé y luego lo cargué otra vez. Gabriel es pechito, pero pesa…

 

Reconstruyo en mi mente la imagen de la madre con Gabriel en brazos subiendo la cuesta del Hospital Zacamil, y me cuesta imaginar otra escena tan dura pero que a la vez condense tan bien dos ideas: lo que significa y supone la extrema pobreza, y el amor de una madre hacia su hijo.

 

Esta madre es la protagonista de ‘Yo madre’, la más reciente crónica de largo aliento que he publicado en la Sala Negra de El Faro. Invertí trece meses de reporteo para intentar conocerla a ella y, a través de ella, para intentar conocer siquiera tantito el mundo de la pobreza y la exclusión –el caldo de cultivo idóneo para la proliferación de las maras– en el que viven cientos de miles de salvadoreños y miles de millones de seres humanos en todo el planeta, un bajomundo de carencias y sufrimientos infinitos, pero en el que uno encuentra también una dignidad, una decencia y un entusiasmo por la vida que cuesta identificar entre los privilegiados de la humanidad que, por más que nos guste victimizarnos y quejarnos en Facebook y Twitter, somos todos aquellos que tenemos agua potable, electricidad, techo, ropa, internet y tres tiempos de comida garantizados.

 

Gabriel se recuperó del dengue. Todo quedó en un susto.

 

En lo estrictamente periodístico, la poderosa escena de la madre con su hijo enfermo en brazos camino al hospital ni siquiera la incluí en la crónica, a pesar de que es un relato que supera las 7,000 palabras. Es otra de las ventajas de apasionarse con una historia y un personaje; por lo general, uno termina con cientos de poderosas escenas entre las que poder elegir las que integrarán la crónica.

 

Quizá alguien haya llegado hasta aquí y se anime a conocer a Madre y su mundo >>> Yo madre.

Salir de la versión móvil