Hace algunos años el crítico y ensayista irlandés Brian Dillon describía en un artículo publicado en The Guardian la impresión que producía en el espectador la película más célebre del cineasta Chris Marker (Neuilly-sur-Seine, 1921-París, 2012) con estas palabras: «Los espectadores emergen de La Jetée (…) marcados para siempre por sus imágenes pero todavía de alguna manera inseguros acerca de lo que realmente han visto. Es una película que escarba en profundas vetas de memoria, pero cuya superficie, aunque difícilmente olvidable, permanece enigmática en retrospectiva. Después de casi medio siglo, es todavía difícil decir qué consiguió Marker con esta obra maestra». Esta lectura no puede decirse que tenga un ápice de exagerada. Desde que la poderosa voz en off irrumpe por primera vez para instalar en nuestros oídos aquel arranque memorable («Esta es la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia») nuestra posición de receptores, de intérpretes, se va a ver inmediatamente convulsionada y el hecho de el cortometraje esté compuesto prácticamente en su totalidad por fotografías filmadas en blanco y negro –su rasgo “externo” más evidente y la clave de bóveda de su eficacia estética– no hace sino agravar el conflicto que la película genera en un espectador que, si bien lucha por un lado para encontrarle un sentido, una coherencia, a lo que está presenciando, por el otro se ve irremisiblemente vencido por la belleza, el drama inexplicable, el misterio que el filme emana, abandonado al fluir de las imágenes bajo la certidumbre de que cada vez que está a punto de aprehender cualquier sentido último este, respondiendo a la naturaleza de «ensayo fílmico» de la obra, terminará escapándosele, tomando múltiples direcciones. Pues, al fin y al cabo, ¿qué es La Jetée? ¿La crónica de un fracaso que abre la puerta a una enmienda a la totalidad a la Historia? ¿Una historia de amor imposible? ¿Una elegía a la infancia? ¿Una recreación del mito del eterno retorno? ¿Una puesta en cuestión del estatuto cinematográfico de la imagen? ¿Un desgarrador homenaje a las víctimas de todas las guerras? ¿Una representación simbólica del deseo edípico? ¿Una visión del Apocalipsis? ¿Una reencarnación distópica del ángel benjaminiano?
La investigadora y traductora Antònia Escandell Tur (Ibiza, 1979), no pretende dar respuestas definitivas a estas hipótesis, pero Chris Marker y La Jetée. La fotografía después del cine, su primer libro hasta la fecha, aporta un espléndido instrumental para que el lector/espectador pueda volver a transitar por el filme dotado de nuevas e iluminadoras herramientas. Ese markeriano proceder, que no se agota en el mero homenaje, aunque encierra mucho también de reivindicación de un cineasta cuya memoria ha sido sepultada en parte por el éxito de otros de sus contemporáneos, y que pretende pulsar los nódulos principales que faciliten una mejor comprensión de su obra, descansa en parte en el peculiar uso, nos recuerda la autora evocando a Adorno, que el ensayo literario desde Montaigne hace de la cita ajena «como punto de apoyo desde el que hace partir o divergir sus reflexiones». Como buena cultivadora del género, Escandell cita con profusión y al poner a un ensayo a interrogar a otro ensayo, inevitablemente consuma en grado sumo la «hiperinterpretación» a la que se refería el pensador frankfurteano, algo que, lejos de resultar un demérito, probablemente constituye la única vía de acceso a La Jetée que no traicione la intención de su creador. Al fin y al cabo, como señala la autora en un momento de su exégesis: «Marker no pretende dirigir nuestra mirada hacia la correcta interpretación. Como el maestro ignorante, ni se muestra ni se oculta. Libera al espectador de su subordinación al director de la misma forma que libera al tiempo de su subordinación al movimiento».
Sin embargo, sería un error por nuestra parte sugerir que Escandell se limita a dejar volar su imaginación y que, tirando de un aparataje más o menos erudito, se contenta con regalarnos una interpretación libre en la mejor tradición de la crítica impresionista o, por volver a Adorno, que construye su libro partiendo de aquella concepción del ensayo que «no admite que se le prescriba su competencia» y, que reflejando «aún el ocio infantil», ni produce científicamente, ni crea artísticamente y «dice lo que a su propósito se le ocurre». Esta vía de penetración, que ha producido a lo largo del tiempo obras inmortales pero también –a fuerza de llevar el proceso de abstracción por analogía a extremos ridículos: pues si todo guarda relación con todo, cualquier ocurrencia ha de estar permitida– indigestas carnavaladas, no es de la que se sirve la autora, quien, sin sacrificar tampoco la idea de «juego» que subyace al propio objeto estudiado –que no lo olvidemos, es una película «sin movimiento», una flagrante contradicción– se aproxima más al trabajo académico que al «tanteo reflexivo de la realidad huidiza», como Savater definió en cierta ocasión al género, hablando precisamente de los pioneros trabajos de Montaigne.
La copiosa bibliografía, las notas al pie, la reproducción de citas en el idioma original (pese a haber sido traducidas al español), el reconocimiento escrupuloso de deudas –elementos todos que sin llegar a ser ni mucho menos abrumadores, se ven además contrapesados, lo que supone un reseñable hallazgo, con el hecho de estar frente a una edición atractivísima que no ha temido «liberar los fotogramas de los límites de la pantalla»– se encuentran animados por un prurito de distanciamiento que, como en el caso del conocimiento científico –la disciplina en este caso no sería otra que aquella que trata de la belleza y de la teoría fundamental y filosófica del arte: la Estética– confía en el crecimiento acumulativo del saber. Sin embargo, A quien pueda inferir de lo anterior que Chris Marker y La Jetée es una obra aburrida, me adelanto a disipar sus dudas. Aunque su lectura es exigente y, obviamente, como el propio filme, no parece apta para todos los públicos, está marcada por un claro afán divulgativo, incluso didáctico que impiden que su recepción pueda circunscribirse al reducido ámbito de los especialistas (al que la autora pertenece, pero la mayoría de sus potenciales lectores, qué más quisiéramos, no). Especialmente en su primera mitad, dedicada a analizar aspectos como la retórica de la imagen, el uso del fotograma, la naturaleza del montaje o la filiación discursiva de la obra, el ensayo resulta cautivador. En sus mejores páginas, la autora, al tiempo se encarga de inscribir al autor dentro de las coordenadas históricas y estéticas de su tiempo, y apoyándose en críticos fundamentales de la «era de la sospecha» –le tomamos prestada a Nathalie Sarraute la expresión que acuñara en su célebre ensayo–, tales como Jean Baudrillard, Julia Kristeva o Roland Barthes, pero con el mérito innegable –no siempre puesto en práctica por los tótems y posteriores epígonos del emergente dispensario de la posmodernidad– de haber hecho suya la cortesía del filósofo, que no es otra, como decía Ortega, que la «claridad», nos ofrece una interesante panorámica del nuevo cine que, herido por los horrores de la II Guerra Mundial, termina cristalizando en las décadas posteriores en ese arte de vanguardia que rompe con los moldes convencionales tanto de la industria de Hollywood como del cine francés clásico.
La apelación a las “autoridades” arriba aludidas no es, además, azarosa ni ornamental, sino que está supeditada al esclarecimiento de todo aquello que pueda arrojar luz sobre la génesis, la técnica y el significado de esa obra enigmática, problemática y fascinadora sobre la que gravita el ensayo. En esta aproximación, que en ningún momento quiere ajustarse el traje de la biografía, vemos dibujarse la silueta de Chris Marker, ese cineasta, fotógrafo, y viajero al que le gustan los gatos –como puede leerse a modo de biografía en la contraportada del libro del autor La Jetée, ciné-roman–, que en 1962, fecha de la realización de La Jetée, amén de haber firmado ya algunos trabajos destacables como Dimanche à Pékin o Lettre de Sibérie –que supone para André Bazin el nacimiento del «ensayo fílmico»–, había colaborado en el que para muchos representa el nacimiento del documental moderno: el cortometraje Nuit et brouillard (1955), de Alain Resnais, un demoledor testimonio sobre los campos de concentración nazis, que provocará una hondísima impresión en el autor y del que extraerá fecundas lecciones en lo sucesivo. Durante estos años de aprendizaje Marker, como nos demuestra la autora, irá depurando un estilo, que recorriendo una de las sendas que arrancan de la noción de caméra-stylo acuñada por el director y crítico Alexandre Astruc, según la cual «el pensamiento del artista podría quedar reflejado mediante imágenes de manera similar a como quedaba reflejado en la escritura», alcanzará en La Jetée uno de sus hitos, si no la cumbre, de su prolífica carrera.
La adopción de un nuevo concepto de montaje, en el que «la imagen no remite a lo que la precede o sigue, sino lateralmente en cierto sentido a lo que se dice» –un montaje que Terry Gilliam, director de la formidable 12 monos, basada en La Jetée, describió como el más extraordinario que había visto nunca–; la apropiación de las técnicas del ensayo literario; el uso de una desestabilizadora voz en off que pone en cuestión la autoridad de la imagen; la distorsión del tiempo, que provoca una turbadora divergencia entre el tiempo del narrador y el del espectador y que socavan la referencialidad de la imagen y ponen en cuestión la misma representación; la filiación del filme con géneros como el de la ciencia ficción, y dentro del mismo con el steampunk o el retrofuturismo; así como el rastreo de influencias (Ozu, Tarkovski y particularmente Alfred Hitchcock, por el que Marker sentía una especial veneración), son algunos de los diferentes aspectos que el ensayo va desgranando y que contribuyen a esclarecer cómo se articula el proceso de construcción de la memoria en Marker y de dónde emana esa lacerante potencia reflexiva que irradia el cortometraje.
Solo por estas primeras ochenta páginas que nos sitúan ante la obra de un autor coetáneo y excéntrico a la vez de los representantes de la Nouvelle Vague y a los cultivadores del llamado cinéma-vérité, con quienes comparte la búsqueda de toda una serie de planteamientos (sin ir más lejos, el gusto por la experimentación formal), pero de quienes les separan, asimismo, diferencias no menos centrales, este ensayo ya merecería estar en las bibliotecas de las escuelas de cine (y de fotografía) o en las facultades de comunicación. Sin embargo, a la autora, pareciera haberle guiado en su empeño –temo ser yo ahora el que lleve la analogía demasiado lejos– aquel dictamen recogido en la Lógica de la investigación científica de Karl Popper. Concretamente donde el pensador vienés recordaba que el método científico consta de dos partes: una inventiva y otra demostrativa. Y así, Escandell se encarga en la segunda parte de su ensayo de aquilatar sus “intuiciones” con ejemplos concretos que le sirven además para profundizar en otros rasgos característicos de la obra de Marker que apenas habían sido insinuados. De este modo, con un refuerzo gráfico considerable –que en parte obedece también al deseo de la autora y de los editores de Jekyll&Jill de homenajear al amante que «se interpone entre la pareja improbable que forman el cine y la fotografía»: el cómic–, la obra aborda en estas páginas, entre otros elementos, la función simbólica de la imagen en la película (esos pájaros que son otros tantos oráculos de la muerte), la pulsión de muerte a que arrastra la «condición ontológica de la toma fotográfica», la duración de los planos como una forma de oponer dificultades a la fluidez de la legibilidad, o las posibilidades plásticas que ofrece la materialidad de la imagen fotográfica.
Después de leída la obra, que es bastante menos abstrusa de lo que los anteriores párrafos pudieran aparentar, es cierto que seguimos sin saber por qué La Jetée nos sigue fascinando más de medio siglo después. Tal vez la culpa sea de ese «tercer sentido» (el equivalente al punctum fotográfico) del que hablaba Barthes «ajeno a la intención del autor y que transfiere al espectador una emoción». ¿Residirá ahí esa «esencia de lo fílmico», aquella cualidad «que es posible situar de forma teórica, pero no describir»? ¿O será a causa del carácter fluyente de la imagen, de su inacabamiento y reescritura, del hecho apuntado por Alberto Ruiz de Samaniego en un luminoso artículo aparecido en FronteraD tras la muerte del cineasta de que «en Marker los apuntes temporales se desdibujan, las referencias espaciales se mezclan y diseminan en una interacción metonímica y metafórica imparable, que va construyendo un orden asociativo, disyuntivo, azaroso, inesperado, discontinuo?
Como sea, tras bajar la tapa, creemos estar más cerca de comprender los motivos por los que La Jetée nos subyuga hasta el punto de haberse convertido en una pieza excepcional dentro de nuestro propio museo de la memoria. Y si no, como poco, habremos conseguido ennoblecer nuestra visión con nuevos tanteos y argumentos enriquecedores. Además, el ensayo supone una excusa inmejorable (aunque aquí cualquiera es buena) para ver de nuevo la película desde una nueva perspectiva, o, dado que durante el transcurso de la cinta lo normal es permanecer absortos, traspasados por la profundidad de la alegoría que se ofrece a la mirada –uno de los rasgos más turbadores de La Jetée, junto a su carácter circular, es el que sea además un sueño encerrado en una pesadilla– al menos para enriquecer la lectura posterior: pues en este caso vuelve a ser cierto lo que dice el narrador en los primeros compases de que hay cosas que «solo más tarde se dan a conocer cuando muestran sus cicatrices».
Son esas cosas cuyo sentido no conoceremos sino mucho más tarde. Las típicas cosas, ¿reales?, ¿imaginarias?, ¿acaso importa?, que le suceden a aquel viajero de la memoria que un domingo, en Orly, bajo el sol helado, al final de un muelle, atrapa una imagen que sobrevive.
Un rostro de mujer.
Una verdad que comprendemos siempre demasiado tarde.
FICHA DEL LIBRO
Chris Marker y La Jetée. La fotografía después del cine.
Antònia Escandell Tur.
Jeckyll and Jill.
13×20 cm.
187 páginas.
PVP: 22€.
Fecha de publicación: noviembre de 2013.