Estoy cogiéndole una manía espantosa a los ciclistas de Madrid. A los urbanos y a los de carretera. Me acuerdo de una película ochentera de Kevin Bacon sobre mensajeros ciclistas que transcurría en Nueva York. Vale que ni siquiera en mi infancia aquel Kevin footloose que pedaleaba a ritmo de pop duranduranesco (me horrorizo al pensar en aquello igual que si hubiera llevado hombreras) consiguió que sintiera un apego circunstancial al mundo ciclista (que conste que me encanta, verlo, seguirlo, el ciclismo profesional en su exclusividad vial), pero de aquella tribu marginal y arriesgada de hace treinta años, el underground hollywoodiense que reflejaba aquel film, se ha pasado, no en Nueva York sino en la Villa de Madrid (esa villa tan orgullosa hace sólo una semana y tan poco orgullosa sólo una semana después: una villa vergonzosa y bipolar gracias a su alcaldesa) a la figura del ciclista como ser privilegiado y lo que es peor, o mejor, autóctono.
Han querido imponer en este viejo poblachón al ciclista holandés como si aquí tuviéramos esas llanuras. Así, de primeras. Un ciclista holandés, además, que está por encima de todo y de todos (no podía esperarse otra cosa), no como el verdadero ciclista holandés que hace su camino en absoluta paz holandesa. Yo no imagino un holandés torero (no me refiero a matador sino a torería, a españolidad típica) como no podía imaginar un torero ciclista. En Madrid no tenemos las llanuras y no tenemos el carácter. Lo que sí tenemos es el derecho del ciclista (biciclista debería de llamarse) a hacer lo que le plazca. Yo los tengo por individuos a evitar. Yo conduzco mi coche y diviso un ciclista y me paro en seco o cambio de dirección. Y como peatón igual porque el ciclista puede ir indistintamente por la calzada o por la acera. O pasando de una a otra. O incluso por las dos a la vez, tal es su ilimitado poder que sin embargo no se corresponde con su real debilidad.
Porque no se puede tocar a un ciclista, por supuesto. Un ciclista no se toca. Pueden apresarte los guardianes del biciclista que están por todas partes. Un ciclista es como un objeto delicado. Museístico y móvil. Y además es persona. Objeto de museo y persona, fíjense, cuando Kevin Bacon en el cine, el héroe, era un pintas desgraciado con calentadores y muñequeras. Una persona que se juega la vida y la de los demás cada vez que decide salir con su bicicleta y conducirla por las mismas carreteras por donde circulan los vehículos a motor. Yo, ya lo he dicho, no soy el mismo al volante (tampoco si voy a pie) cuando me encuentro a un ciclista, el cual me obliga a poner todos mis sentidos en alerta máxima. Y es un estrés, no crean. Una responsabilidad excesiva. Diría que desproporcionada.
El ciclista es un ser privilegiado y estresante. Una joya. A mí no me parece lo mismo una bicicleta que un coche, pero al ciclista parece ser que sí. Yo he visto (he sufrido) a ciclistas adelantándome en la ciudad. Pasando entre los coches vertiginosamente exigiendo a lo bestia (a lo irracional, a lo suicida) sus derechos como vehículo. Y ciclistas dubitativos y temerosos (y también audaces y diestros) colapsando vías enteras por pura impropiedad. Carreteras nacionales y comarcales de doble sentido con límites de velocidad de noventa y cien kilómetros hora por donde circulan ciclistas en solitario a no más de treinta o en grupo muchas veces en agradable francachela dominguera. De tertulia biciclista como si el peligro no les rondara a ellos sobre todo, y a los automovilistas y a los motociclistas que han de rodearlos, casi salvarlos, como el Drácula de Bram Stoker rondaba en espíritu desde los Cárpatos a Mina Murray. Es una opción de transporte y una afición, casi un espectáculo, de riesgo extremo en el que se ha metido a los demás sin preguntar como si fuéramos holandeses en materia ciclista. Es difícil, yo diría que imposible, adaptar la bicicleta al tráfico, a la idiosincrasia, de Madrid. Yo les estoy cogiendo una manía espantosa a sus ciclistas. Con lo bien que estarían en Holanda.