Asensio estaba acorralado en una esquina del Bernabéu casi como la vida tenía acorralado a Scott Fitzgerald a finales de los treinta. “Fueron los huecos… y no yo”, hubiera dicho una canción de La Unión que no hablara de celos.
De espaldas, el mallorquín se venció a un lado como el caballo pinto de Cole Thornton se daba la vuelta en el rancho de los McDonald tras dejar el cadáver del hijo muerto. Aquí el cadáver que se dejó fue el de Balenziaga, cuyo espíritu quiso seguir la jugada igual que el aficionado a los rallies se planta en la cuneta para ver pasar de cerca a los bólidos.
Ya puestos, el coche de Marco derrapaba, pero como sobre raíles. Una cosa muy rara y muy fina porque además el auto iba como destartalándose en medio de la esperanza vizcaína de que se saliese de la carretera.
Pero no lo hizo. Asensio tomaba las curvas sobre dos ruedas. Era como la dedicatoria del Don Juan, de Byron, estrofa tras estrofa (no sé si llegaron hasta diecisiete, a mí me lo pareció), y el Athletic convertido en el pobre Bob Southey.
Íñigo Córdoba (como si fuera Íñigo Montoya) trató de alcanzarlo, de salir de esa pesadilla poética, pero ya era muy tarde. Marco Asensio cabalgaba entre los árboles del bosque con los pies como aspas al viento en dirección a El Dorado.
Lo hacía valiéndose del ramalazo tan caro de ver, por el que se suspira como se suspira de mil y una noches de verano pasadas, y de los huecos como celos. Allí al final esperaba Kepa, que había venido al Bernabéu con ganas de tocar la corneta, como Bull.
El que no quiso, ni pudo, tocarle, a Asensio, fue Íñigo Martínez. Se le evaporó delante de sus ojos o mejor, se empequeñeció como Campanilla entre destellos: las alitas brillando en el aire y el buen mozo de Íñigo sorprendido por el hada. ¡Cling, cling!, escuchaba el exrealista medio aturdido como por polvos mágicos, igual que ver pasar a un unicornio sobre el arroyo.
Iturraspe ya no llegaba (como Raúl García a lo lejos, los colmillos brillantes, sediento de sangre) pero al menos se puso en medio de la música lo suficiente como para alterar la visión de los huecos y de los celos de Asensio, dejándole tan sólo un aparente pasillo en el bello trastabilleo final que era del reino de Kepa, del reino de los gatos en la noche.