Llevo toda la mañana dándole vueltas al famoso dicho de Bacon scientia potentia est y cuantas más vueltas le doy, más me persuado de que, salvo en contadísimos casos, lo normal, lo habitual y el pan nuestro de cada día es que el poder sea la llave de la ciencia, y no al revés. No es necesario ser nietzscheano, y ni siquiera lector de Foucault, para llegar a esta conclusión. Todo conocimiento está condicionado por los mecanismos del poder. Sin poder no hay conocimiento que valga. Es decir, puede darse algún tipo de conocimiento dentro de los confines de un laboratorio, pero nunca reconocimiento. El reconocimiento llega siempre más tarde, si es que llega.
La luz que cualquier avance científico proyecta sobre la realidad suele causar ofuscación entre los sabios. Como dijo Max Planck, una verdad científica solo triunfa cuando, una vez muertos todos los que se opusieron a ella, nace una nueva generación a la que ya no le resulta molesto el resplandor de su luz ni les hace sombra el científico que la descubrió.
Cualquier nuevo descubrimiento trae aparejado algún tipo de dominio, pero por ello mismo resulta una amenaza para quien cree detentar la suma del conocimiento. No se teme la divulgación de lo conocido, sino aquello que todavía no reconocemos.
Pues toda nueva verdad otorga autoridad y la autoridad es poder. El poder abre y cierra puertas, premia y castiga, da y quita. Nadie empieza una investigación sin acumular un mínimo de poder, aunque sea solo el poder que le concede un profesor a su discípulo para que trabaje en su laboratorio o acceda a sus archivos.
Añádase esto otro. La ciencia opera en el terreno de la razón, pero detrás de casi todo científico es perentorio un buen narrador. La teoría de la evolución se impuso casi en seguida porque Darwin supo contarla muy bien, como le pasa a la teoría de la relatividad, por más que en el fondo apenas haya nadie que la entienda.
Téngase en cuenta, además, que el científico no se mantiene del aire. Necesita becas, plazas, estipendios. La concesión de toda beca requiere de una buena argumentación retórica, incluso si se trata de una investigación sobre partículas subatómicas. Ningún gobierno o institución universitaria desembolsa dinero a no ser que le persuadan con un argumento de peso o con una bonita historia. Hace años recuerdo haber oído que el Congreso de los Estados Unidos desestimó la financiación del Gran Colisionador de Hadrones cuando el científico que defendía el proyecto no pudo –o, más bien, no quiso- afirmar delante de los congresistas que le interrogaban que el aparato en cuestión demostraría la existencia de Dios, además del boson de Higgs.
Ciertamente el conocimiento abstracto importa a muy pocos. Un teorema matemático o una conjetura de la física cuántica están totalmente exentos de interés y, por tanto, de poder de persuasión. Quien se dedica a ello no puede esperar el respaldo de una mayoría, sino solo de unos pocos, si es que tiene suerte. El verdadero conocimiento nunca obtiene poder, salvo un poco de luz en la inmensidad de la noche. Algo de luz y acaso un poco de gloria en el renglón de una enciclopedia o en el epitafio de una losa que irán borrando los años.