He sido profesora durante 42 años, 8 años en la escuela privada y dando clases particulares, y 36 años en institutos de secundaria públicos. Me acabo de jubilar. Me puedo permitir la libertad de decir las cosas que he aprendido.
1. Una buena escuela es aquella que tiene buenos profesores. No es una verdad de Perogrullo, es una verdad ignorada u olvidada por la mayoría de los ciudadanos y, por desgracia, por la casi totalidad de los políticos. Y lo más sorprendente es que todos, ciudadanos y políticos, fueron en su día estudiantes. ¿Cómo han podido cancelar su propia experiencia? ¿No se acuerdan de las horas perdidas, de los conocimientos inútiles, del aburrimiento? Cualquier escritor sincero, cuando narra sus experiencias, nos vuelve a situar detrás de los bancos o las mesas perdiendo el tiempo, deseando que tocara el timbre que nos iba a liberar. Y luego estaba todo lo otro: el recreo, los amigos, los proyectos, todas esas cosas que forman parte de la escuela aunque no han sido programadas. Bastaría igualmente que hicieran un esfuerzo de memoria para recordar qué profesor les enseñó algo, algo que les hizo crecer, que les cambió la forma de abordar los problemas, o el mundo, o las relaciones con los demás, algo que se incorporó decididamente a sus vidas y las hizo mejores.
Sin embargo, son otras las cosas que se ponen por delante cuando se habla de cómo debería ser la escuela: se plantean cuestiones de instalaciones (bibliotecas, laboratorios, gimnasios, aulas, jardines, salones de actos, etcétera), se reflexiona sobre las asignaturas y sus programas (la pertinencia de estos o aquellos contenidos), se analiza la necesidad de que los exámenes sean de esta o de aquella manera.
Se yerra el camino si se piensa que la educación mejorará gracias a las instalaciones, a los contenidos de los programas o a los sistemas de evaluación. Todo eso es inútil si no hay buenos profesores.
2. Para formar a buenos profesores no sirve una formación académica de carácter pedagógico. Por supuesto que un buen profesor debe saber muchísimo de su materia. “Muchísimo”, es decir, los profesores no tienen que saberse meramente los contenidos curriculares de cada materia que tengan que impartir, sino que deben ser auténticos expertos de lo suyo.
Es condición necesaria que una profesora de matemáticas sepa muchas matemáticas, o un profesor de historia mucha historia, pero no es suficiente. Saber muchas matemáticas o mucha historia no hace de ella o de él buenos profesores.
Tampoco se convertirán en buenos profesores por estudiar en la Universidad, o en escuelas de formación, asignaturas de carácter pedagógico, tanto si estas son generales como si son de pedagogía aplicada a su materia. Puede ser incluso contraproducente estudiarlas ya que hace creer, al aspirante a ser profesor, que aplicando lo que se lee se llega a ser un buen profesor.
Lo que ha hecho ser buenos profesores a quienes lo son ha sido la práctica. Por lo tanto, la selección del profesorado se debería hacer de un modo diferente a como se viene haciendo.
Las oposiciones no sirven. Si se examina a los aspirantes a profesores de sus respectivas materias, es inútil porque ya lo ha hecho la Universidad y con más conocimiento. Si se examina de contenidos pedagógicos, es erróneo porque se puede saber decir muy bien lo que se debería hacer y no saber hacerlo.
Lo mejor sería instaurar unas prácticas que duraran dos años, en las cuales los aspirantes a profesores se formarían trabajando en un centro educativo a cargo de un profesor titular que actuaría como tutor (los detalles de su concreción son de menor importancia: dos o tres años de prácticas; un tutor podría tener a cuatro o cinco aspirantes a profesores; en la evaluación final del aspirante intervendría el criterio del profesor tutor, pero no sólo; la selección inicial como aspirante a profesor se haría a partir del expediente académico, etcétera). Es importante dejar claro que no se trataría, en ningún caso, de que los profesores en prácticas suplieran el trabajo de los profesores titulares, si no que estarían presentes en el centro educativo acompañando y ayudando al profesor titular (como supongo que deberían hacer los médicos aspirantes a ser cirujanos).
3. La inspección educativa actual en nuestro país no sirve. Es decir, no sirve para mejorar la enseñanza. Alejados de los centros educativos, su trabajo es meramente burocrático. Ellos no pueden valorar quiénes son buenos profesores porque están demasiado lejos, demasiado ocupados en cuestiones formales o legales. No saben qué profesores llegan siempre tarde a la escuela, cuáles tienen visitas médicas siempre en horario de trabajo, qué profesores eligen el mes de febrero para operarse de juanetes, etcétera; ni por otro lado pueden saber qué profesor es capaz de entusiasmar y transmitir lo que sabe, quienes son los profesores respetados por los alumnos.
Ahora bien, la enseñanza pública no puede funcionar correctamente si no hay una inspección que sirva. Hace muchos años, al inicio de la democracia, se adoptó un sistema de elección democrática de la dirección de los centros educativos que considero un error. Aunque en la actualidad son directores los profesores que reciben una habilitación al respecto, y a partir de esa habilitación se procede a la elección, su papel sigue siendo el de representante de los profesores ante la autoridad superior, están más del lado de los profesores que de las instancias superiores.
Si el director de un centro educativo público fuera a su vez inspector, su posición cambiaría. Sería el encargado por las autoridades educativas del buen funcionamiento de una escuela, dejaría de ser profesor para ocuparse de otras tareas, entre las cuales se encontraría la de valorar el trabajo de los profesores, porque él sí que puede saber quién hace bien su trabajo y quién no (cuando acerca de este punto se me replica que un director puede ser un mal director y que la actual situación permite al menos el recambio, se pasa por alto que ninguna función administrativa existe al margen de ciertas garantías).
4. Educa el ambiente. Me confieso en este punto totalmente deweyiana. Todos estamos educados porque todos nos insertamos en una sociedad cuyos ambientes logran modificaciones en nuestros comportamientos. Pero, claro está, no todas esas modificaciones son deseables, no toda educación es una buena educación. Educa la familia, la tribu, los grupos de amigos, la iglesia, los medios de comunicación, la escuela.
La escuela es de todos los ambientes aquel que se podría construir seleccionando los aspectos en los que se quiere educar. Pero esto no se hace. Se sigue pensando que para enseñar algo hay que pregonarlo, comunicarlo y hacerlo repetir recitándolo. Como si una idea entrara en la cabeza de otro sólo con depositar unas palabras en sus oídos (¡resulta tan ridículo ver a unos y otros políticos pelearse por los contenidos de ciertas materias, como por ejemplo por los de “Ciudadanía”, como si su inclusión fuera a cambiar algo en cuanto a los modos de ser de los jóvenes!).
El resultado es que la escuela actual por supuesto que educa, como todos los ambientes, pero no lo hace conscientemente. El interés que tienen los alumnos por las notas, el maltrato de las instalaciones y los materiales, el paso por la escuela durante el menor tiempo posible, la no consideración de ser miembro de una comunidad, la escasa creatividad, los patrones de obediencia y desobediencia inculcados, todo esto es producto de la educación que actualmente da la escuela en España.
Son otras, evidentemente, las cosas que desearíamos que aprendieran nuestros futuros ciudadanos: que aprendieran a pensar como método para resolver cualquier tipo de problema, que aprendieran a convivir y a sentirse parte integrante de una comunidad democrática, que aprendieran de sus errores, que estuvieran más interesados en saber que no en obtener notas altas, que cuidaran su escuela porque realmente la sintieran como “su escuela”.
Todo eso y mucho más es tan sólo posible si en las escuelas hay buenos profesores. Su tarea es inmensa y si la sociedad fuera más clara al respecto debería pagar su trabajo a precio de oro. La figura del profesor debería ser ensalzada, valorada, premiada.
5. Y llegamos al punto fundamental: ¿cómo se sabe quién es buen profesor? Sin embargo, es bastante simple enunciarlo: un buen profesor sabe mucho de su materia; los alumnos, niños y adolescentes, le son simpáticos en general (no son sus enemigos, no considera que son un atajo de maleducados a los que es mejor mantener a raya); y es paciente, es decir, está más interesado en los procesos que en los resultados, o lo que es lo mismo, está más preocupado por lo que es capaz de enseñar que por la repetición de los contenidos curriculares de su materia.
Un buen profesor tiene la magia de ser escuchado por sus alumnos, sus palabras se convierten en acción porque modifican actitudes, formas de
hacer. Enseña su materia de un modo inolvidable.
Es fácil decir lo que es un buen profesor y casi no haría ni siquiera falta decir cómo es porque muchos de nosotros, en algún momento de nuestras experiencias educativas, tuvimos un profesor así. Lo difícil es que haya muchos, que sean la mayoría.
Maite Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Montañas de lugares comunes, juicios petrificados, Virginia Woolf no era una persona, Cuerpos mortales y Ser materialista.