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Cinco notas

Poned señales altas,

maravillas, luceros;

que se vea muy bien

que es aquí, que está todo

queriendo recibirla.

Porque puede venir.

Hoy o mañana, o dentro

de mil años, o el día

penúltimo del mundo.

Y todo

tiene que estar tan llano

como la larga espera.

Pedro Salinas, La voz a ti debida

 

 

1

 

Habían pasado ya tres meses desde que recibió la carta confirmando la compra de la casa. Aún a veces, mientras colgaba un cuadro o ponía una repisa, se sorprendía recordando la penumbra de la sala en aquella tarde fría del Cantábrico y cómo, después de leerla, se había quedado abstraído mirando el mar por la ventana y había recitado los versos de Ítaca; esos versos que le acompañaron siempre, pues toda su vida se podía resumir en un ir hacia no sabía dónde sin más deseo que regresar.

 

La sorpresa que le llenaba ahora todos los días era comprobar que al fin estaba de nuevo aquí, en su ciudad, ante la que, al despedirse hacía muchos años, también había recitado aquel otro verso de Cavafis: “Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente, saluda, saluda a Alejandría que se aleja”. Y así se había alejado; para siempre.

 

¿A qué había vuelto?

 

Ahora ya había vivido cuanto la vida le tenía que dar.

 

Pero siempre añoró la vieja casa; el viejo balcón de su cuarto azul, el de la chimenea, por el que todas las mañanas entraba el sol y el olor a mar entre geranios. Quería volver a pasar sus días allí y, al fin, morir allí.

 

“Derecho es una buena carrera, había dicho una vez la abuela, y podrás hacer unas buenas oposiciones, como tu padre, y vivir decentemente”. De eso hacía años, muchos años, antes de que, entre todos, lo echaran.

 

Y luego llegaría la beca para estudiar, y las oposiciones y el trabajo. Y también había llegado el amor. El mismo que se escondía entre las paredes de aquella casa. En las paredes de su habitación azul, la de arriba, la del balcón que daba a levante.

 

Pero ella murió, no de muerte, sino de cambio, de miedo, de no atreverse.

 

¡Cuánto dolor le causó aquella muerte!

 

Y por eso se fue lejos. A buscar la vida que nadie había imaginado para él, en la que nadie le apoyaría, y la que tampoco nadie se atrevería a vivir con él.

 

 

Cuando abrió la puerta del chalé bien sabía que no iba a encontrar nada igual y que seguramente las habitaciones serían más pequeñas que como las recordaba. La parte de delante, donde siempre estuvo el comedor, había sido remodelada; los tabiques estaban corridos y ahora existía un cuarto de baño nuevo. Recorrió la planta baja despacio, deteniéndose morosamente aquí y allá y acariciando las paredes con nostalgia. Intentaba abarcar cuanto veía e imaginar los cambios que iba a hacer y pensó que no sería difícil volver a dejarlo todo como antes. Ya en el ala lateral entró en el cuarto que había sido el saloncito del piano, abrió la gran puerta de cristales y salió a la terraza que daba al parque de la antigua urbanización. Los gritos y las risas de los niños llegaban fuertes con el aire de la tarde, igual que en su infancia, y sintió una paz alegre, como si la vida volviera a existir.

 

Y se vio muy pequeño, cuando sus padres acababan de morir en el accidente y Gloria, Beli y él se quedaron solos en aquella casa y a ella vinieron a vivir los abuelos. Allí estaba él, aburrido ante los libros de tapas duras, sobre la mesa camilla del cuarto de estar, el de al lado de la cocina. ¡Cuántas tardes los había cerrado para venir a este saloncito y en esta terraza soñar en un futuro desdibujado en el que se imaginaba ser alguien sin saber muy bien quién! Y, con aquella idea, sus ojos se elevaban por los árboles, hacia las estrellas, escuchando fantásticos acordes, hasta que lo llamaban a estudiar otra vez, o a cenar, o a dormir y allí dejaba no sabía qué ideales, escondiendo en el aire su desnudez y su falta de nombre.

 

Esbozó una sonrisa y fue hacia la parte de atrás. Llegó al pequeño distribuidor del que arrancaba la escalera de caracol por la que se subía a la torreta del edificio. Su padre había construido en ella un pequeño estudio con chimenea y esa sería después la habitación que él heredaría, la de las paredes azules. Al llegar al descansillo vio la puerta abierta y entró. Desde el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos y los pies firmes, observó los tabiques, que no habían sido tocados, la chimenea, el balcón por el que al día siguiente, y ya para siempre, entraría para él la luz de la mañana. Lo miraba todo despacio y, de pronto, con una palpitación en el pecho, recordó las charlas allí mismo, frente a ese balcón, y evocó los ojos de Marga, sus manos y su sonrisa.

 

Se aflojó el nudo de la corbata. No podía permitir que se removiese todo aquello. No; tenía bien claro que no fue este su propósito cuando se informó de la venta de la casa. Tras la jubilación, ¿había algo más sensato que dejar el norte y buscar el sol de la infancia cerca de la única hermana que le quedaba? ¿Algo más lógico que gastar todos sus ahorros en la compra de aquellas paredes tan queridas? “¿Lógico?”, había pensado más de una vez. ¿No sería tal vez un disparate recortar así su pensión, con aquella hipoteca, para el resto de su vida? Sin embargo el deseo había sido más fuerte que cualquier sensatez. Los pocos amigos del norte habían muerto; la ciudad cantábrica se le llenó de soledad y sentía necesidad de compañía en la última etapa.

 

Por eso y por ninguna otra razón decidió volver, se repitió ahora entre las paredes de su antiguo cuarto, como se venía diciendo los últimos meses.

 

Llevaba ya varias semanas en la ciudad y aún no había visitado a su hermana pues enseguida quiso empezar las obras. Hizo quitar el cuarto de baño que antes no existía, mandó pintar de azul la que fuera su habitación; se gastó todo el dinero que le quedaba y apenas aguantaría al segundo final de mes para cobrar de nuevo la pensión. Pero daba sus penurias por buenas porque, a cambio, conseguía realizar su sueño.

 

—¡Qué desmejorado estás, Oché! –le dijo su hermana cuando, al fin, fue a verla, uniendo su habitual aspereza al nombre cariñoso que le daban de niño.

—Son muchos años ya, Gloria –le contestó mientras rozaba su mejilla en el simulacro de beso que se habían dado siempre.

—Pues la última vez que nos vimos te encontré mucho mejor –replicó ella observándole con disgusto.

 

Pasaron al salón. Gloria iba delante, introduciéndole en el piso, moviendo ante él unas opulentas caderas que a Juan Carlos –Oché– le llamaron la atención. Los setenta años largos de su hermana se habían enriquecido con unas generosas redondeces, como una rotunda matrona, y llevaba una cuidada melena rubia que, sin duda, tapaba sus canas. “Espléndida madurez”, pensó con sorna.

 

Se sentaron en un gran tresillo de damasco rosa que ocupaba el centro de la habitación. Las ventanas entornadas apenas dejaban filtrar entre los visillos el sol de la tarde y hasta ellos llegaba apagado el ruido del tráfico.

 

—¿Cuántos años hace que no nos vemos, Gloria? –preguntó él– Queramos o no, nos hacemos viejos, además, ha sido mucho el trajín de estos últimos meses. Las dudas de la compra del chalé y la decisión de venir. El liquidar todo lo de allí, las obras…

—Un poco loco ya estás –replicó ella con seriedad, mirándolo de arriba abajo–. No sé por qué esa idea tuya de comprar la antigua casa y empeñarte hasta las cejas a tu edad. ¿No hubiera sido mejor que alquilaras un pequeño apartamento aquí cerca, en el centro, y vivieras la jubilación tan ricamente sin meterte en esos berenjenales? ¡Vaya un capricho!

 

Oché sonrió y la miró con condescendencia. No le contestó pues sabía que era inútil dar una explicación a su hermana. Hubiera sido muy difícil y cansado hacerlo, desconociendo, como él mismo desconocía, la razón profunda que le había llevado a tomar aquella decisión. En su lugar paseó los ojos por aquel salón amplio. En una de las paredes estaban colgadas las cornucopias que antes estuvieron en el hall del que había vuelto a ser su hogar. También la gran librería que llenaba todo un testero estuvo siempre en el saloncito de poniente, junto al piano; ahora estaba aquí, con menos libros que entonces y con muchos marcos de plata con fotos. Se llenó de nostalgia al reconocer estos muebles.

 

—Creo que nunca os perdoné que la vendierais.

 

La cara de Gloria se ensombreció.

 

—Pues bien que diste tu consentimiento cuando te dije que Ramón necesitaba el dinero para la empresa.

—Bueno, ¿y qué otra cosa podía hacer? Pero en el fondo no dejó de dolerme. Por suerte a veces hay situaciones providenciales. Intuiciones. Escribí hace un año. Me dijeron que estaba en venta. Y no pude resistir la tentación.

 

Ella lo miró fijamente. Pensó que su hermano se había chiflado con la edad o quizá era que nunca lo había conocido del todo; al fin y al cabo se llevaban siete años; él era de otra generación.

 

—Siempre has tenido reacciones un tanto raras para mi gusto, Oché –comentó en alto, revelando su pensamiento–. Intuiciones, dices, eso déjalo para nosotras, y todo lo demás no es sino romanticismo barato –guardó silencio un momento y refugió la vista en la falda del vestido. Al cabo, levantando la cabeza y mirándole concluyó con lo que le parecía una sentencia inapelable.

—Ramón piensa que has hecho un disparate.

 

Oché se encogió de hombros, cruzó las piernas acomodándose en el sofá y volvió a sonreír.

 

—¿Qué es de él? ¿Cómo está? –preguntó desviando conscientemente el tema.

 

Gloria hizo un gesto vago, como quitando importancia a la contestación que iba a dar y que, sin darse cuenta, la distraía de las opiniones sobre la decisión de su hermano.

 

—Jugando al golf, ya sabes, desde que se jubiló se pasa las horas muertas con eso. ¡Si vieras el buen color que tiene! –cortó de pronto y preguntó:

—¿Te apetece tomar algo? –luego alzó la voz y llamó a la criada.

 

(“¿Te apetece tomar algo?”, recordó Oché, e, inmediatamente había que levantarse por una copa o llamar a la chacha de la casa. ¿Cuántas veces en cuántas casas, hacía años, se había repetido esta escena, como si el tiempo se hubiera solidificado?).

 

—No, gracias, Gloria –contestó descruzando las piernas e irguiéndose, pues temía que aquella invitación prolongara el tema de la compra de la casa, que quería dar por zanjado–. Voy a irme enseguida.

—¡Hombre! Pura visita de cumplido –se enfadó ella.

–No digas eso; quería saber cómo estabas, cómo andaba todo el mundo.

—¿Todo el mundo? ¿A quién te refieres? –y Gloria alzó la voz y lo miró con aire acusatorio– ¿Es que recuerdas aún a alguien de aquí? –Al fin y al cabo él era el que se había ido y el que apenas había dado señales de vida durante mucho tiempo.

—¡No digas tonterías! –protestó Oché contrariado por su tono– ¿Cómo voy a olvidar? Me refiero a todo el grupo –y abrió las manos como queriendo abarcar muchos nombres–: a Pirro, a Marga, al resto. Al fin y al cabo las pocas veces que nos hemos visto en estos años no hemos hablado demasiado de ellos, sólo de la familia, de cómo nos iba a cada cual, de la muerte de Beli –y bajó los ojos y pronunció esta última frase lentamente, como si no quisiera oírsela decir–. Ahora, al volver, siento curiosidad por saber qué es de su vida.

—De Pirro hace meses que no sé nada –contestó ella secamente, sin revelar ninguna reacción por el recuerdo que Oché acababa de hacer de la hermana muerta–; ahora, con mis hijos, con los nietos, salgo mucho menos que antes, pues me los dejan en casa cada dos por tres.

—¿Y el resto?

—Unos se casaron y se fueron de la ciudad, otros se han unido a nuevos amigos, aunque, bueno, de cuando en cuando, nos vemos. De Marga sí sé que está fuera; de viaje; pero no creo que tarde en volver. Está estupenda; muy bien para sus años.

 

Oché experimentó un ligero sobresalto al oír ese nombre en labios de su hermana. Preguntó:

 

—¿Cuántos tiene ya?

 

Gloria le sonrió y bajó la voz hasta convertirla en un susurro lleno de coquetería trasnochada:

 

—Sabes que las mujeres no hablamos de esas cosas.

—Vaya, Gloria. ¡A nuestra edad!

—Bueno, no me dirás que tú mismo no puedes calcularlo, es más o menos como yo.

 

 

Habían transcurrido diez días desde esta visita cuando Gloria le llamó para saber de él y de las obras y si ya había acabado de instalarse.

 

—Bien, y ahora que ya casi has terminado, debes hacer como Ramón, algún ejercicio al aire libre. O como hace Marga, que todos los días se da un buen paseo por la playa. A ver si coges un poco de color y te cambia la cara –dijo con tono autoritario de hermana mayor.

—¡Ah! Por cierto –añadió casi cuando iban a colgar–, el viernes estuvimos con ella; ya ha regresado. Está estupenda. El viaje le ha resultado magnífico. Le he dicho que has decidido venirte a vivir aquí. Me dijo que a ver si os veis.

—Estaría bien –se limitó a contestar Oché.

 

Y Gloria se había despedido dejando en el aire la noticia: Marga estaba ya en la ciudad.

 

 

Cuando acabaron de hablar permaneció un buen rato con el auricular en la mano, mirando la pared: Marga estaba en la ciudad; Marga le había dicho a su hermana que a ver si se veían. Pero detuvo sus pensamientos, tenía que darse cuenta de que no le dijo: “Hemos de vernos enseguida” o “Dame su teléfono para llamarlo” o “Dile que me llame”. Sólo había dicho que a ver si se veían.

 

“Claro que viviendo ahora aquí lo difícil sería no verse”, pensó acercándose al piano y cogiendo una de las fotos que había sobre él. En ella aparecían dos niñas de unos siete años: Gloria y Marga. Entonces él acabaría de nacer. Años cuarenta, más o menos, tras la guerra. Aquel hecho que no conoció y que fue causa de que en muchas familias hubiera un lapso entre unos hijos y otros. No era bueno, parecía, traerlos al mundo durante la contienda.

 

Y se había acostado intentando imaginar, a partir de esa foto, cómo sería Marga ahora, qué rasgos de aquella niña pervivirían en ella.

 

 

 

 

Este texto corresponde al inicio de la novela Cinco notas, que acaba de publicar Ediciones Xorki.

 

 

 

 

Carmen Frías nació en Alicante el 20 de noviembre de 1942. Se licenció en Ciencias Políticas y Económicas en la Universidad Complutense de Madrid con Premio Extraordinario y Premio Nacional. Su tesis doctoral, cum laude, sobre la Iglesia y la Segunda República española, publicada por la misma Universidad Complutense y, en versión más breve, por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales con el título Iglesia y Constitución, ha recibido elogiosas críticas. Impartió clases durante varios años en la Facultad de Ciencias Políticas, para después ingresar en la Administración del Estado, donde ha ocupado altos cargos y se ha dedicado esencialmente a la investigación y la docencia. Participó en la publicación Historias para viajes cortos, edición a cargo de Clara Obligado. Ora pro nobis fue su segunda novela, finalista del Premio Azorín en 2009, publicada también por Xorki.

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