Asegurar que el cine español no existe es declararse reo de una falta imperdonable de patriotismo. Que se suaviza cuando se extiende el certificado de “apátrida” a las producciones cinematográficas de cualquier otra nación. Pues si no existe un cine español, como tal producto cultural adscrito a nuestro país, también cabe extender la afirmación al conjunto de películas producidas en los Estados Unidos, Francia o Italia. Hace ya bastante tiempo que se ha quebrado la relación de nacionalidad entre las obras cinematográficas y su lugar de origen, pero es ahora cuando tal desconexión es más evidente. Tan llamativa que para tratar de entender al cine actual es necesario situarlo, y observarlo, donde se encuentra, una peculiar tierra de nadie, donde una serie de cineastas, ellos sí provistos de pasaporte, realizan sus películas aislada e individualmente. Se ha alcanzado una internacionalización del cine, que conviene observar más como una consecuencia de la pérdida de identidad nacional de las distintas cinematografías que como su causa. Cuando aun podía hablarse de un cine italiano como tal, los actores norteamericanos George Sanders, Anthony Quinn y Burt Lancaster acudieron a Europa a trabajar con Roberto Rossellini, Federico Fellini o Luchino Visconti; del mismo modo que Jack Palance participaba en un reparto con Brigitte Bardot dirigidos por Jean Luc Godard; o el alemán Hardy Kruger se convertía en un personaje de Luis García Berlanga. El cine ha mantenido siempre una abierta actitud cosmopolita sin por ello merecer, hasta hoy, el crudo calificativo de “apátrida”.
Definición
¿Qué significa la suma entre los sustantivos cine o cinematografía y el adjetivo que indica la pertenencia a una nación?
Sencillamente que el conjunto de las películas producidas en un país responden a una serie de estilos artísticos propios del país en cuestión, y, como prolongación “natural” de tal coherencia cultural, son recibidas por un público que en tales películas se reconoce, estableciéndose entre el espectador y la pantalla un diálogo, una complicidad y un trato que justifica tanto la producción cinematográfica como la fidelidad del ciudadano que acude a la taquilla.
La convivencia entre lo que ofrecía el llamado séptimo arte y el interés de las masas nacionales que aceptaron el nuevo espectáculo con la unanimidad suficiente para explicar y potenciar el esplendor de su desarrollo, puede decirse que alcanzó en buena armonía la bonita efemérides de unas holgadas bodas de oro. Hasta la década de 1960, el cine vivió sólidamente asentado en la peculiaridad de sus distintos lugares de origen, atendiendo a sus propios públicos y, en lo posible, extendiendo sus productos por el mundo entero (un impulso expansivo que el cine norteamericano, llamado abusivamente “americano”, practicó desde sus orígenes). Después, a partir de los movimientos de renovación europeos, que coincidieron con la decadencia de Hollywood, las nacionalidades se difuminaron. Por una serie de causas, propias de la evolución del cinematógrafo, y también ajenas a él.
Causas
La televisión pronto demostró una voluntad decidida de desbancar al cine de su hegemonía como espectáculo nacional. Y a lo largo del último medio siglo se ha desarrollado un combate tan larvado como enconado, una guerra que mucho tenía de fratricida, la televisión se apropiaba del cine sin ofrecer nada a cambio, hasta la situación presente. Las salas acogen, en general, grandes producciones, pero son las series televisivas quienes se han apropiado de la narración en imágenes.
Paralelamente, el cine ha ido abandonando una serie de rasgos que conformaban su sustancia artística. Ejemplo paradigmático es la decadencia de los géneros tradicionales.
El cine norteamericano ha perdido dos de sus géneros más característicos, el western y el musical. El primero cabe considerarlo extinguido; la aparición de un remake de un título de antaño, o el empeño de un cineasta cinéfilo por recrearlo con una actitud que participa tanto del homenaje como de la ironía, no permiten suscribir el empeño de algún crítico nostálgico y de unos pocos espectadores decepcionados, que se resisten a reconocer el carácter irremediable de la pérdida. El musical, algo más abundante en sus prolongaciones, conoce el desconcierto de pretender remozar el género por medio de una pirotecnia de agitación barroca, donde el baile ha desaparecido. El género policíaco sobrevive, en equilibrio inestable con las series televisivas, donde se extiende y prolifera pletórico.
Nosotros
Entre nosotros, el panorama se ha despejado. Una diafanidad en el paisaje que no significa la llegada a una pradera feraz, preludio de una esperada tierra prometida. La panorámica que se abre a la vista y al interés del espectador y el estudioso se parece más al páramo que emerge después de un huracán, o a los islotes que han logrado permanecer a flote cuando el tifón se ha retirado. La figura del productor independiente no se destaca entre los restos del naufragio; el que contaba con una cierta estructura empresarial comparte el mismo silencio e idéntica inactividad con el pequeño y esforzado, ambos desbancados por las televisiones, convertidas en dueñas y señoras de un cotarro donde solo se admite un producto de consumo cuanto más masivo, mejor. Los locales de exhibición que permanecen siguen abiertos para recibir el aterrizaje de las decenas, o cientos, de copias de la película previamente lanzada, promocionada, anunciada por la televisión productora. Las obras más o menos arriesgadas que consiguen ultimarse no pueden aspirar a mostrarse en un cine céntrico; en las ciudades grandes comparecerán, con suerte, en el extrarradio, y lo normal será que no se estrenen en la mayor parte del país.
El cineasta español ha aprendido, en un meritorio esfuerzo de adaptación al medio desolado por el huracán y el tifón, que si quiere rodar tiene ante sí una triple opción adonde dirigir su capacidad y sus afinidades.
El amplio público juvenil que aún va al cine los fines de semana responderá fiel si se le ofrece una historia protagonizada por sus estrellas favoritas, sin que importe gran cosa el género del relato; con Fulanito y Menganita en el reparto poco importa que se trate de un drama, un folletín histórico o una humorada más o menos gamberra.
El género policíaco nunca ha acabado de encontrar aquí una adaptación feliz, pero la pericia profesional y la capacidad mimética de varios realizadores han conseguido que sus productos, herederos del modelo norteamericano, interesen al espectador. Tal vez es el mismo espectador que prefiere oír doblado al actor norteamericano quien celebra ver actores españoles envueltos en casos que ocurren aquí, sí, pero con la forma y las convenciones propias del cine yanqui. Ya no hace falta que la cárcel sea Alcatraz, ni que el crimen haya ocurrido en Luisiana, tampoco que el atraco transcurra en la Quinta Avenida, porque agradecemos que los presos se rebelen en un penal nuestro, el Guadalquivir reciba al asesino en serie, o la sucursal de cualquier barrio sufra el ataque de unos atracadores a los que se les entiende todo; lo que dicen y lo que hacen.
La comedia cinematográfica española parece haber abandonado su dedicación a los conflictos sexuales de nuestros ciudadanos para resucitar el acervo de viejas bromas, cuya raíz se encuentra en la aceptación humorística del tipismo, entendido como un conjunto de rasgos regionales, desde la lengua o el acento hasta la cocina o la meteorología. No es una moda, o un fenómeno, que haya surgido solo aquí; franceses, italianos y británicos, también vuelven a divertirse ahora oyendo hablar a un bretón, defender a un meridional una salsa, o comprobar cómo el escocés canta la última sílaba de una palabra. Que un señor de Murcia se relacionara con una mujer francesa se explotaba como un inagotable filón de contrastes graciosos y contradicciones chuscas. Había que comprender la peculiaridad de un carácter porque el señor “era de Sepúlveda”.
El sainete pervive como el recuerdo persistente de una época en donde sí existía un cine español propiamente tal. Sería cruel y desolador pensar que seguimos riéndonos con los chistes de paletos que encantaban a nuestros bisabuelos. Más prudente y optimista es alegrarse de que, aunque somos apátridas cinematográficamente hablando, conservamos aún el recuerdo de la patria ficticia que nos albergó.
Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro, literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha publicado un libro de relatos (Crímenes ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la película Amantes, en el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el género. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La construcción del cinéfilo, Los “pagafantas” triunfan en el cine y La obra maestra. Sobre “La cinta blanda” de Michael Haneke.
Este artículo es el sexto de una serie titulada El cuaderno del cinéfilo reaccionario
El cuaderno del cinéfilo reaccionario
La teoría de la rara astucia aplicable a varios cineastas contemporáneos