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Sociedad del espectáculoPantallasCine surrealista en tiempos surreales. Buñuel pandémico

Cine surrealista en tiempos surreales. Buñuel pandémico

Una soirée en una mansión de la alta burguesía mexicana toma un giro ominoso cuando los invitados de pronto parecen incapaces de abandonar el salón. No hay barrera física que les impida la salida; algún poder diferente les repela cada vez que intentan cruzar el umbral. El confinamiento compulsivo dura días. Los instintos más básicos no tardan en perforar el delgado barniz civilizador. Los invitados intentan asumir una situación que no comprenden y luchan por sobrevivir como náufragos en una isla desierta. Algunos sucumben a alucinaciones; otros pasan a la violación y el asesinato. Mientras un oso negro y un pequeño rebaño de ovejas rondan la mansión –abandonada preventivamente por los sirvientes, que presintieron el peligro– la vida fuera de la casa continúa. Eso sí, las autoridades cierran la verja de entrada y la marcan con la bandera amarilla que advierte del contagio.

Este escenario perturbador constituye la premisa de El ángel exterminador, una película cuyo visionado mi curso tenía programado para un fin de semana en marzo: el mismo fin de semana que mis estudiantes pasaron, como los sirvientes del filme, haciendo las maletas para escapar antes de que la maldición les cerrara el paso. Una semana después, el gobernador de Ohio –donde se ubica la universidad en que trabajo– había declarado el confinamiento general en respuesta la COVID-19.

Es notorio el gusto por las bromas pesadas que tenía director aragonés Luis Buñuel, que fue quien rodó la película, en su exilio mexicano, en 1962. No pudo habérsele ocurrido una forma mejor de marcar la extraña e inesperada transición a la enseñanza telemática y el confinamiento forzado mientras el mundo se sumerge en segunda Gran Depresión.

La idea de dedicar mi seminario avanzado a Luis Buñuel (1900-1983) se me ocurrió hace más de un año. Ya entonces el plan me parecía arriesgado. ¿Qué interés podría tener la obra del surrealista aragonés para estudiantes nacidos nada menos que un siglo después? El desafío no era solo exponer al cine modernista a jóvenes adultos para quienes incluso el posmodernismo suena anticuado. También temía que tres meses de estricto régimen buñueliano podría resultar excesivo para una generación que tiende a asociar el aprendizaje con nociones de comodidad y que está condicionada a interpretar su ausencia –el embarazo, el malestar, la inquietud– como una forma de ofensa que justifica una reacción indignada. ¿Cuál sería la reacción de mis estudiantes ante las muchas escenas de violencia sexual, o su fascinación con el deseo en todas sus formas? ¿Cómo lidiarían con su insistencia obstinada –aragonés habrá de ser– a negarnos cualquier atisbo de esperanza? Confiaba en que mis estudiantes disfrutarían del retrato crítico, burlón, de la burguesía –en España, Francia o México– como una clase amoral, hipócrita y depravada. Pero ¿cómo encajarían el hecho perturbador de que también sus personajes de clase obrera o campesina carecen de toda calidad redentora?

Por otra parte, se me ocurrió que la relativa vulnerabilidad de mis estudiantes les convertiría en un público ideal para los experimentos buñuelianos. A fin de cuentas, si hubo un objetivo central en la larga carrera cinematográfica del aragonés, fue el de usar el poder del cine para incomodar a sus espectadores. Cada una de sus películas pretende desorientarnos, minar nuestras ideas sobre el mundo, la humanidad, la religión, la moralidad, la sexualidad, el deseo y nosotros mismos. Para más inri, Buñuel es un calientabraguetas hermenéutico: una y otra vez sus películas parecen invitar a la interpretación solo para después negárnosla.

Si soy honesto, debo confesar que mis dudas respondían quizá menos a la posible incomodidad que pudieran sentir mis estudiantes que a mi propia capacidad de asumirla. Me da vergüenza admitir que mi selección de lecturas y visionados se ha hecho más conservadora de lo que era cuando daba mis primeras clases hace más de 20 años. Parte de ese giro conservador se explica porque soy bastante más consciente de mi género, etnicidad y edad: hay cosas que simplemente (ya) no se me aceptarían. Pero también soy más consciente de los problemas administrativos y políticos que pueden causar los materiales controvertidos, problemas tanto más peligrosos cuanto nuestras administraciones universitarias están dispuestas a sacrificar al profesorado y sus libertades de cátedra por salvaguardar el prestigio y la reputación de la Universidad.

Al final, en un arrebato, eché todas esas preocupaciones por la borda. Decidí asumir el riesgo y diseñé un curso de 13 semanas, dictado en español, que sometía a mis estudiantes a unas 20 películas de Buñuel –desde Un perro andaluz (1929) a Ese oscuro objeto del deseo (1977)– y media docena de obras de admiradores confesados de la obra del aragonés, desde Alfred Hitchcock y David Lynch a Guillermo del Toro, Pedro Almodóvar, Woody Allen y Alice Rohrwacher. La primera semana de clases me pilló más nervioso que de costumbre. Hoy, a tres semanas del final del semestre, puedo decir que mis temores resultaron infundados.

Aun así, ha sido un semestre lleno de sorpresas. Para empezar, la clase se llenó de inmediato y hasta tuve que expandir el cupo. Después, un sondeo en el primer día de clases reveló que ni una de mis 17 estudiantes había visto ninguna película de Buñuel antes de matricularse. Pero la sorpresa duradera ha sido el entusiasmo y la apreciación que mis estudiantes han venido desarrollando y desplegando por la obra de Buñuel y las ideas que la informan.

Para facilitarles la entrada a la materia, decidí abrirles el apetito con dos de las películas tardías, francesas (El encanto discreto de la burguesía y El fantasma de la libertad) antes de someterles a los cortes oculares y fusilamientos infantiles de Un perro andaluz y La edad de oro. Como había temido, mis estudiantes criticaron duramente lo que veían como una normalización de la violencia sexual en las cuatro cintas. Pero también, casi a pesar suyo, acabaron fascinados y exasperados con cuatro obras que escurrían todo intento por comprenderlas y que, por tanto, impidieron el tipo de juicio normativo, moralizante, que mis estudiantes están acostumbrados a pronunciar en sus clases de arte, literatura y cine. (Es el mismo juicio moralizante del que Buñuel se burla en Tierra sin pan, de 1933, que nos tocó ver después de La edad de oro y que acabó por destruir toda confianza que tenían mis estudiantes en el género documental.) Para cuando llegamos a Los olvidados (1950), la cinta ganadora de la Palma de Oro, sobre adolescentes callejeros en la ciudad de México, la clase estaba más que dispuesta a dialogar con Buñuel asumiendo todas y cada una de sus condiciones traicioneras.

La crisis del coronavirus, que exilió a mis estudiantes al universo virtual del Zoom, nos pilló a mitad del semestre. Para entonces, ya habían cogido un ritmo lo bastante regular como para seguir con la rutina intensa de visionados, debates y reflexiones escritas, incluso en condiciones confinadas. De hecho, la transición resultó extrañamente fluida. Temí que la irrupción de la realidad pandémica trivializaría nuestra esotérica obsesión con la obra impenetrable de un español que llevaba casi 40 años muerto. Ocurrió lo opuesto. No tardamos en darnos cuenta que nuestras seis semanas de incomodidad buñuelesca habían sido, en realidad, un campo de entrenamiento para afrontar un mundo que se había hecho tan surreal como las películas que nos habíamos zampado. Mis estudiantes exhibían una resiliencia inesperada. “Tantas películas de Buñuel me hacen apreciar o interpretar los elementos de esta cuarentena de otro modo”, me dijo una. “¿Cuán lineal y lógico es el tiempo? ¿Por qué seguimos analizando esta realidad extraordinaria con ojos ordinarios?”. “Toda esta pandemia bien podría ser un guion de Buñuel”, reflexionó otra. “Disfrutaría con sus ironías. La burguesía insiste en seguir alternando y viajando, por ejemplo, mientras que la pandemia afecta mucho más a las comunidades de bajos ingresos. Y por supuesto aprovecharía para burlarse de la religión, dado que el afán de los devotos por rendir culto se ha convertido en catalizador del contagio”.

En Buñuel no existe normalidad digna de ese nombre, además de que se burla sistemáticamente de toda forma de moralidad convencional. Si algo nos enseña –reacio que siempre fue a todo didacticismo– es a aceptar el mundo, y el uno al otro, como somos: imperfectos, animales, hipócritas, irracionales, inexplicables. En la primera semana de encuentros telemáticos, mientras el coronavirus arrasaba Nueva York y Detroit, debatimos Nazarín (1959), inspirada en una novela de Galdós y una de las varias obras de Buñuel que narran los intentos fallidos de sus protagonistas por vivir como santos. (Esta cinta contiene lo que sigue siendo una de las tomas más desoladoras en la historia del cine: una niña solitaria, caminando por una calle soleada de un pueblo que ha caído víctima de la peste negra, y que arrastra una sábana blanca mientras suenan las campanas mortuorias). Cuando Nazarín, un sacerdote ingenuo e inocente, se presenta al lado de la cama donde está muriéndose de la peste una joven mujer y le ofrece la salvación eterna, la mujer le dice que se largue porque prefiere morir, sin salvarse, en los brazos de su amante. Así también acaba derrotada por el mundo Viridiana, la novicia protagonista de la película del mismo nombre, de 1961. En la escena final, escandalosa, Buñuel burla a los censores franquistas al sugerir que Viridiana rechaza sus juramentos a favor de un ménage-à-trois con su primo y la criada. “A los santos deberíamos siempre juzgarlos culpables hasta que no se demuestre su inocencia”, escribía George Orwell. “La esencia del ser humano es que uno no busca la perfección, que uno está a veces dispuesto a cometer pecados por lealtad… y, al final, de ser derrotado y roto por la vida. (…) No hay duda de que el alcohol, el tabaco, etcétera, son cosas que a los santos les conviene evitar, pero la santidad también es una cosa que les conviene evitar a los seres humanos”.

Las películas de Buñuel son un antídoto contra toda forma de idealismo. “Se burla de la caridad”, escribía Pauline Kael, “y demuestra la lascivia y la mendacidad de los pobres y los bastardos”. “¿En qué cree Buñuel? Es imposible de pillar. No tiene un héroe o heroína típicos y no hay forma de comportamiento que escape a su mofa”. No me equivoqué al suponer que, confrontados con esa visión de la humanidad, mis estudiantes acabarían trastornados. Pero subestimé su capacidad de comprender y respetarla y de aprender de ella.

También subestimé su capacidad para asumir la ambigüedad. Ya que, por más que se burle del idealismo, la obra de Buñuel también constituye un ejemplo extraordinario del compromiso moral, político y artístico. Pasar un semestre entero en su compañía –y de los y las que asumen su legado, como la joven directora italiana Alice Rohrwacher– ha servido para que descubriéramos el tremendo poder del cine. Es un potencial que hoy, por lo general, sigue tan poco aprovechado como lo estaba en 1953, cuando Buñuel dio una conferencia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El cine, dijo en aquella ocasión, puede ser “instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente, de inconformidad con la estrecha sociedad que nos rodea”. El poder del cine es aterrador, decía: “bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el Universo”. Y, sin embargo –agregó–, “por el momento podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización”.

Original text in English

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