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Círculos concéntricos

Todos tenemos algún episodio en nuestra vida por el que sentirnos avergonzados y que eliminaríamos de un plumazo si pudiéramos. Un borrón en nuestra biografía, una mentira disfrazada de verdad que nos sonroja por dentro. Alguna historia que empieza con un “no se lo cuentes a nadie” y acaba, rotas las reglas del juego, susurrada en la grieta de un viejo árbol perdido. Te olvidas de que cuando escondes algo, por nimio que sea, ese algo siempre termina saliendo a la luz, no falla. Porque todo vale, desde el angustioso y cotidiano silencio, si evitáramos así el dolor de la verdad, hasta el grito desnudo al aire. Sí, todo vale si conseguimos tranquilizar esa agobiante, insistente conciencia y volver a mirar al frente, ya sin miedo, limpios de mentiras… (aunque al final comprendas que no, que no todo estaba permitido y que inevitablemente, terminarás siendo prisionera de ti misma, De tus miedos y de esos caprichosos viajes en los que la mente vuelve al pasado. A tu pasado más escondido).

Por más que intentes huir, lo único que logras es sumirte en pensamientos absurdos, deshilachados, que en nada te tranquilizan. Bajo el colchón, es raro que no haya alguna vieja historia guardada que te haga sonrojar, algún recuerdo oxidado, acordes y desencuentros, miradas y gestos tejidos en tu alma como la tela de una araña. Algún secreto que se escabulle, secreto que sin querer se convierte en una media verdad, vergonzosa, humo de un cigarrillo a escondidas.

Como lo es toda nuestra vida, nuestro papel en esta divina comedia: mentira disimulada, fugaz, humo…

 

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El deseo de un amor secreto que puede llegar a ser irreprimible y que solo conseguimos sosegar cuando al fin decides cantarlo a los cuatro vientos, vendida y ya sin nada que perder. Y ni siquiera sabes por dónde empezar a exorcizar esas mentiras: por el principio, lo más sencillo y lo más difícil; dejarte llevar por la fantasía, adentrándote en excusas como si viajaras por extraños círculos concéntricos…

…o empezar por el final, que es como terminan todos los cuentos y como empiezan los siguientes. Porque en realidad, todos nuestros actos –incluidos ahí los menos confesables son el preludio y el desenlace del anterior, como éste lo será del siguiente y el siguiente y todos tienen su propio lazo de unión: un poco como el nudo que te hicieron en el ombligo al nacer o el lazo de la corbata o el nudo del bikini rebelde. Lo peor es que ni siquiera cerrando los ojos conseguimos deshacernos de la duda, liberar ese nudo, gordiano y tormentoso. Sólo secretos que, como eslabones, van encadenándose en la prisión de las mentiras escondidas. Y tú sólo consigues morderte las uñas, mirar al escenario y gritar un ´¡corten!`, cambiar de escena y seguir, como si nada hubiera ocurrido, perdida en tus pensamientos, encadenadamente absurdos.

  

 

 

Por eso, y como ya sabéis mi gusto a viajar con la imaginación, alguna vez me monto en la fantasía de ese viajar al futuro en un tren como el de la película 2046. Un viaje a través de la memoria, con otros personajes que como tú, como yo, no sabemos dónde ir, viviendo pendientes de aquello que pudo ser y que al final, nunca fue. Antihéroes, amores trasnochados, labios de carmín corrido, palabras que nunca se dijeron, personajes olvidados: perdedores todos, todos en el mismo tren, compartiendo el vagón de los derrotados, con un maletero cargado de secretos de los que zafarnos en la noche, en un solitario puente, lanzándolos plomizos al definitivo río del olvido. Un viaje a un mundo en el que, aunque todo sigue siendo aún extraño, es diferente, especial y no todo es de ese color rojo de la vergüenza. Ese lugar donde todos entendemos todas aquellas cosas que nunca entendimos, el motivo de cada sonrisa y la causa de aquella despedida.

No sé, tal vez ahí esté nuestro error: vivir anclados en medias verdades, en papeles a medio interpretar, sin ensayos previos, vivir improvisando en un pasado de mentiras y no dejar que los sonidos de la calle se cuelen por las rendijas y la luz de la mañana se refleje en las ventanas de tu verdadera vida. Quizá por eso me gustaría tomar ese viejo tren a 2046, donde lo único verdadero, la única certeza, es ese presente imperfecto que nadie puede variar y que además, nadie quiere que varíe… ni tan siquiera tú.

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Foto: 2046, de Wong Kar-wai

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