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ArpaCita con Bibi a las seis

Cita con Bibi a las seis

 

Según su perfil de Facebook, Bibi estudia guión en la escuela de cine de Babelsberg, tercer año. Le gustan las películas de Kieślowski y lee libros de Gabriel García Márquez. Además, TODO lo de Murakami. Bebe baylis, berry virginia y spritz veneciano, y really loves las barbacoas de verano al aire libre en el Mauerpark berlinés. Una de sus películas favoritas es Lost in Translation. Es fan de la danza flamenca y practica Pilates de vez en cuando. No queda claro con qué frecuencia.

       “No te tomes la vida tan en serio… total no saldrás vivo de ella Smile”, es la primera cita en el apartado quotations. También es miembro de un montón de grupos de la red social. “No reconocer el vaso de tu cuba libre en una fiesta (y hacerte otro, claro)”, es uno de ellos. O: “¡Prohibición para el pop corn en las salas de cine!”; “La pereza es la madre de todos los vicios, pero como a toda madre, hay que respetarla”, así como “¿Quién se acuerda de los tiempos felices cuando podíamos vivir sin teléfono móvil?” y “¡Los pelirrojos no son las bombillas rojas de un prostíbulo!”.

       Arturo sabe que lleva el pelo rojizo a capas hasta la altura de los hombros y posiblemente tiene pecas, como la caricatura que ha colocado de imagen en su perfil. Y gafas. Es una especie de identi-kit, un retrato robot, pero quién sabe en qué medida será exacto.

       La cita es a las seis de la tarde en una dirección de la Gneisenaustr., cerca a los Mehringhöfe, en Berlín-Kreuzberg. En un patio trasero. La calle Mehringdamm, subiendo desde Hallesches Tor, está atiborrada de gente la tarde de sábado. El olor de los restaurantes turcos invade toda la acera. Kreuzberg está lleno de inmigrantes. Hay mujeres con velo y nikab, hombres de barba frondosa y jóvenes en chilaba. También estudiantes alemanes en bicicleta con suéteres de alpaca.

 

Antes de llegar a la esquina, Arturo se topa con alguien que avanza de espaldas desde la boca del metro, con un teléfono pegado a la oreja.

 

– ¿Qué pasa? –le dice el hombre.

 

Es joven, no más de 20 años. Lleva una chaqueta delgada y estrecha, y gomina en el pelo negro moldeado en forma de cresta. Tiene la otra mano en el bolsillo.

 

– ¿Qué pasa? –repite.

 

Arturo lo mira, sorprendido. Retrocede unos pasos y lo apacigua con la palma de una mano. De repente, se le ocurre que posiblemente no sea tan joven.

 

– Nada –susurra.

 

       Otro muchacho se acerca al primero por detrás y le dice algo al oído. Después se vuelve hacia Arturo, sonriendo. Baja la mirada y le muestra una mano pegada al estómago; restriega el pulgar y el índice. Hachís, pregunta con los ojos. ¿Quiere hachís?

       Arturo comprende. Sacude la cabeza y se echa a andar. Sonríe para sí mismo mientras cruza la calle a la carrera y se detiene delante de los Mehringhöfe.

       El portal está un poco más abajo, cerca de la siguiente estación de metro. En la entrada hay un cartel escrito a mano que apunta al patio trasero. La cueva del tesoro. Atrás, entre el local de la asociación de exiliados del Kurdistán y la escuela de capoeira brasileña.

       La chica saluda a los visitantes en la puerta entreabierta del bar. Bibi, 25 años. Pelo rojo encendido y un tul envuelto al cuello con aparente descuido. Pantalones jeans holgados y zapatillas de deportes negras, adidas. Y una sonrisa inmensa que le acaricia las mejillas, ligeramente rosadas. Lleva unas gafas de diseño y bordes de plástico lila colgadas de la solapa de la camiseta.

       Abraza a un chico rubio delante de él y le frota con afecto los hombros. Qué bueno que pudieras venir, dice. Arturo es el siguiente.

 

– ¿Eres Bibi? Soy Arturo. –Después de una pausa agrega–: de Perú.

 

Bibi lo mira y se detiene a pensar un momento. Él siente de repente el rubor en la cara.

 

– ¡Ah! –dice ella. Levanta la boca abierta hacia el cielo y le tiende una mano. Pero después adelanta todo el cuerpo y también lo abraza.

– Vi tu mensaje en el Facebook –agrega.

– Sí –asiente él un par de veces y después se lleva una mano a la cabeza. Se frota la sien, involuntariamente–. Gracias por invitarme a tu…

– ¡Show de diapositivas! –dice ella, después de un rato.

– Eso, show de diapositivas –repite él. El calor de sus mejillas empieza a bajar.

– Tengo tus cosas atrás –sigue Bibi. Le apoya una mano en la espalda y la presión casi imperceptible lo anima a continuar el camino. Su mirada gira de manera fugaz para ver a los demás invitados de la cola, pero después se vuelve a posar sobre él. Tiene pecas.

– Te las doy después, ¿ok?

 

       A Arturo le parece que le guiña un ojo. Él pega los brazos al cuerpo. Bibi gira el torso, ahora sí, y la inercia de la mano lo invita a pasar.

       La cueva del tesoro está llena. Los sofás desvencijados de la sala apuntan hacia el estrado y hay sillas de plástico por todas partes. También bancos de madera al pie del escenario, enmarcado por largas sábanas negras colgadas del techo. Las noches de fin de semana suelen tocar grupos underground en el club, Sudaca Power o Wir sind Heldinnen. Una mesa colocada en un lateral tiene un termo de café pasado por la mañana y una cesta de porciones individuales de leche condensada. De todas maneras, se puede pedir también algo al encargado del bar, café au lait o capucchino, además de Bionade.

       Bibi ha colocado un trípode y un proyector en la parte trasera de la sala. Un amigo enciende la máquina y apunta con el haz de luz sobre las cabezas. Ahí, murmura, cuando el objetivo captura la toma perfecta.

 

 

       Hay algunos latinoamericanos. Posiblemente, estudiantes de alguna universidad o instituto superior de Berlín. Hay otros de pelo largo, ataviados con trajes típicos de los Andes. Quizá músicos ambulantes del Alexanderplatz. El público, en general, está compuesto por gente joven, aunque hay algunos de mediana edad. Todos más bien alternativos.

       Arturo ve una esquina libre en un sofá. ¿Pregunta si se puede sentar? Una chica de pelo castaño y trenzas rasta habla con un muchacho vestido de negro. Beben café con leche en cuencos sin asas y fuman cigarrillos hechos a mano.

Dicen que sí.

 

– Gracias por venir –dice Bibi delante, en voz alta. Se para un momento sobre el estrado y su mirada se pasea por la sala. Sonríe. Sus brazos cuelgan a los lados, con desenfado. Después se frota ligeramente la coronilla y se echa las mechas de pelo rojo a un costado. Y levanta el mentón, como los cineastas.

– Son las imágenes de mi viaje por Sudamérica –agrega, con coquetería–. Las fotos. ¡Y dentro de un tiempo, la película, sí, el documental!

– ¡Uh, uh, uh! –celebra el público.

– ¡Babelsberg rules! –grita alguien.

– ¡Uh, uh, uh!

 

       Bibi se ríe, con los brazos en jarras, y hace un gesto a alguien en la primera fila.

“Guayaquil”, empieza la tanda. Arturo se acomoda en el respaldo del sofá y la observa de lejos. Bibi se ha sentado al borde del estrado, con las piernas cruzadas. Levanta la mirada hacia la imagen y se aparta con cuidado el flequillo.

 

– ¿Y de dónde conoces tú a Bibi? –pregunta la chica del costado.

 

Arturo se vuelve. Los dos se han echado para adelante y lo miran con la cabeza ladeada, risueños.

 

– De Facebook –dice rápido y encoge los hombros.

– ¿De Facebook? –el muchacho de negro lo examina con curiosidad. Murmura algo hacia abajo, que él no alcanza a entender.

– Bueno, no –dice–. Por un amigo. Y después por Facebook.

 

       “Malecón del Salado”. En la imagen, Bibi posa al lado de un grupo de chicos con mochila, delante del paseo marítimo. Tiene las mejillas tostadas por el sol. Salta la siguiente toma. Una chalupa recorre un surco entre la vegetación. Es la selva. “Puyo, Ecuador”, especifica la letra de color amarillo en la diapositiva. “Pastaza”. Una balsa en el río, con un indígena remando en la proa, y tres chicas sentados en fila. Una de ellas es Bibi, que hace una mueca a la cámara. “Iquitos, Perú”. Un puerto artesanal y muchos turistas con sombreros de paja. “Sauce”, dice otra toma. “Tarapoto”.

 

– Me ha traído unas cosas de Perú, de mi familia –agrega–. Soy de ahí.

– ¿De Perú? –el chico abre mucho los ojos y levanta las cejas–. Cool –dice.

Cool –repite ella.

 

       “Parque del Manú”. Cabañas de madera y un guía con un sombrero de safari color caqui. Más bien extranjero. Los visitantes se sujetan con zozobra a un puente colgante entre los arbustos y las copas de los árboles, muy verdes. El público se entusiasma cuando ve a un otorongo en la siguiente diapositiva. “Pantera onca americana” o “gran felino americano”, según una entrada de la Wikipedia. Más conocido como “jaguar”, aunque otros lo llaman “yaguareté”. Alguien suelta una carcajada breve y extraña, como un hipo. “Cool”, repite otro espectador. “Bello, muy bello”.

 

– ¿Y qué trae a un peruano a un país tan aburrido como Alemania? –dice el muchacho. Apunta con un gesto teatral al estrado y murmura otra vez algo que Arturo no llega a entender.

 

Arturo carraspea y se fija en Bibi. Los está mirando. Le sonríe cuando sus miradas se cruzan.

 

– No sé –dice. Hace una pausa.

– Pero estudias aquí –lo ayuda la muchacha.

– Sí –contesta Arturo–. Estudio.

– ¿Qué estudias? –pregunta él.

– Bueno, todavía no.

– ¿Dónde? –insiste ella.

– Por ahora estudio alemán –dice Arturo–. Después ya veremos…

– Bien, bien –bromea él y asiente, afable–. Alemania es para trabajar. Hacer dinero –frota los dedos de la mano izquierda y después los chasquea delante de su cara. Luego vuelve a señalar a la imagen–: después te vas para allá, a hacer cosas así. Espectacular.

 

Ella agita la cabeza y se miran, con una sonrisa cómplice.

Bibi se acerca. Lleva un paquete de color azul en la mano, envuelto en una bolsa de plástico. Va dando pequeños saltos y hace venias a los invitados que la jalean. Cuando está a dos pasos del sofá, la muchacha de las trenzas rastas se levanta y la abraza; le amasa la espalda y le dice algo al oído. Tiene las espaldas anchas y un pantalón estilo militar con bolsillos amplios y apretado en las nalgas. Suéter de lana gris, de mangas largas y descolgado a la altura del cuello. Lleva un pin en el pecho con una Laughing. Y más abajo otro, “1 de mayo en Kreuzberg, smash capitalism”.

Bibi da un brinco y se pone delante de Arturo. Está resplandeciente.

 

– ¡Todo tuyo! –le dice, sonriendo. Después le frota los antebrazos.

 

Arturo asiente y extiende las manos. Se queda un momento inmóvil antes de agradecer.

 

– ¡Un regalo! –bromea la chica rasta–. ¡Yo también quiero!

– No, tú no –se ríe Bibi.

– Gran amigo de Perú –dice el muchacho con un pulgar volcado hacia Arturo. Lo mira y le guiña el ojo.

– Amigo de Eduardo –dice Bibi–. ¿Lo recuerdas? El camarógrafo chileno.

– Sí –dice él.

– Nos ha contado que le has traído cosas –sigue la muchacha.

– Cosas bonitas de Sudamérica –sugiere el chico de negro.

 

 

 

       Los tres han formado un semicírculo. Los amigos deben tener la misma edad que ella. Veintitantos. Aunque posiblemente estén más politizados. Lecturas tipo Marx, Chomsky y Adorno. Asistirán a actos de protesta, alguno que otro violento.

       “El Alto, Bolivia”, pone  la letra amarilla. Una mujer gorda con un mandil azul a cuadros y una camiseta negra debajo vende comida en la calle, sobre una mesa-cocina. Las cacerolas sobre el fogón tienen trozos de carne. “Cuy en la Maica”. La siguiente toma salta otra vez. “Aeropuerto Internacional El Alto”.

       En la imagen, un hombre se acerca a dos turistas europeos. Lleva una bolsa en la mano y les dice algo. Los guardias de migraciones observan la escena desde lejos.

Bibi sacude un dedo.

 

– La tomé porque me habían dicho siempre que tenga cuidado con cosas así–explica–. Me llamó la atención.

– ¿Cuidado? –pregunta el muchacho.

 

Arturo levanta las cejas y después se percata de que sigue con los brazos extendidos. Podría dejar su paquete en el sofá, piensa. O irse ya. Con tal.

 

– De que te den o te metan droga –dice Bibi. Y resopla, divertida.

– Mierda, qué cosas –dice él.

– Mierda – repite la chica.

 

       Bibi y Arturo se miran. Ella duda un instante y luego se  encoge de hombros, otra vez sonriendo. Se vuelve para marcharse, porque ha acabado el show. El muchacho del proyector le grita algo desde atrás y el público aplaude.

“Uh, uh, uh”, la celebran a gritos. Mientras se aleja, Bibi le guiña una última vez un ojo a Arturo.

       Los invitados se han levantado. En La cueva del tesoro casi no se puede ver por el ir y venir de la gente. Cuando sus acompañantes empiezan a hablar con otra pareja, Arturo se dirige despacio hacia la puerta.

       En sus últimas conversaciones telefónicas, Arturo, peruano de 29 años, que trabaja como ayudante de cocina en una pequeña pizzería de la Pariser Str., Berlín-Charlottenburg, sugirió que iría a ver a una amiga en Kreuzberg y que después pasaría por la casa de sus interlocutores. Con algunos “regalos”.

       Camino de la salida, Arturo vuelve a ver a los muchachos con los que se topó a la salida del metro. Sí, no son tan jóvenes, decide esta vez, antes de encararlos.

 


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