Leo estos relatos en Polonia, en Poznań, mi nueva casa (un octavo, parada de tranvía Krańcowa, entre un cementerio y un lago). Leo a este escritor y espero que deje pronto de llover para ponerme el abrigo, botas e ir.
—Antiguamente esa ruta llevaba directamente al centro de una cárcel donde cientos de presos sudaban la gota gorda en sembrados, pastizales y eras sin fin, y todos se morían por un poco de vodka, té y cigarrillos. Pero eso pasó. Los presos se han casado con las hijas de los carceleros, aquí y allá penden aún flecos de alambre de espino, las ventanas ya no tienen rejas, las puertas que separaban las celdas han sido derribadas, y en apartamentos de dos habitaciones se crían los híbridos de vigilantes y vigilados.
—Va llegando la noche. La abuela se va a soñar sus sueños superficiales llenos de acontecimientos pasados que brotan del olvido del mismo modo que los animales salen al borde del bosque al ponerse el sol. Al alba cuesta diferenciarlos: los animales, los acontecimientos, los sueños. Estos últimos tienen la forma de un pañuelo finito de colores entretejido con hilo dorado y de un bolso blanco como para ir a la iglesia. De madrugada la escarcha cubre la hierba y las imágenes.
—Igual que a todos los que no veo los domingos. A veces me parece que los conozco mejor que los que vienen. Pero es una ilusión. Lo que pasa es que pienso más en ellos cuando no consigo dormir.
—Y cuando sale, es siempre el fin, queda tan solo una cáscara vacía y la locura sigue adelante, porque, otra cosa puede que no, pero personas en el mundo hay suficientes.
Con capucha.