Esto de internet se ha convertido en una incubadora de parejas. Y yo, incomprensiblemente, quedé el otro día con una a través de una de esas estúpidas e inclementes redes sociales donde los que participan se colocan en el perfil una foto o de tamaño reducida –en plan jíbaros–, o directamente de hace tres lustros, cuando sus caras eran más apetecibles así como sus tamaños más comprensibles.
Porque Ata, que así decía llamarse, ensanchaba más que el Mekong y menos que el Pacífico. Y a mí –y que conste en acta– nunca me importaron las tallas, salvo a la hora de dedicarle una vida a las mismas. Porque Ata triplicaba la capacidad recomendable de carne propia así como, eufórica, salió del Lemongrass, restaurante tailandés donde suelo llevarme a mis víctimas –en este caso yo fui la suya– triplicando la dosis de alcohol, por lo que tras arrancar su Lexus imaginé un accidente mastodóntico donde la carne esparcida por los arcenes haría creer a la policía que en su coche en vez de un señora iban cuatro.
Antes de continuar con el texto aclarar por segunda vez –podría estar la policía políticamente correcta dentro de este teclado; ya queda menos– que no tengo nada en contra de las señoras obesas, salvo que no me apetece acostarme con ellas, simplemente un gusto, como tampoco me pone el helado de pistacho y nadie se atrevería, por ello, a detenerme. Otra cosa que sí me afecta, y bastante, es que la propia gorda sea racista consigo mismo, evitando mostrar todo lo horondo de su cuerpo en unos perfiles de redes sociales donde se miente más que en la declaración de la renta. Por lo que resumiendo: ni ellas se quieren como lo que son.
Pero no sólo ocultar tamaños reales o menguarlos es usual en las redes sociales, ya que no son pocos los amigos que posan en las fotos principales de sus perfiles de tales maneras que a veces he creído ver entre mis amigos en la red a Robert Redford, por culpa de posados vergonzantes, donde gafas de sol y demás photoshop esconden papadas, difuminan arrugas, y mejoran de manera falsaria a unos tipos con los que cuando quedo a tomar algo no se les acercan señoras ni a pedirles la hora. De hecho si yo no saliera con ellos vivirían en sus casas; encerrados; agonizantes.
Una cita gracias a internet es el no va menos. Y como segundo ejemplo pongo a Ching, una china que reside por Camboya con la que chateé días antes en un inglés envidiable que luego resultó ser el de un traductor de su teléfono móvil. Porque el día que quedamos fui dándome cuenta que a todo lo que le comentaba respondía con carcajadas y muchos síes: “Yes, hahaha, of course… Yes, hohoho, of course, sure”. Que para corroborar que no estaba en un error le solté lo siguiente: “Hoy morirán once niños en una noria de Estambul que se derrumbará por el viento”. Y de nuevo, las carcajadas y las afirmaciones. Por lo que pedí la cuenta y me marché excusándome con cierta astucia. Ya en casa comprendí que por mucho que a los cuarenta folle más los dramas vitales se me entrecruzan con mis problemas para dejarme entre neurótico y boquiabierto, aunque siempre decidido a una vida a solas, sin más riesgos que quedar con gente extraterrestre. tabantes. menos–xtrarra
Joaquín Campos, 23/01/16, Phnom Penh.