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Ciudad de México 32 años después parte 1: Juan Villoro

 

[…] Si el novelista busca la creación de un mundo único, irrepetible, el cronista, en cambio, asimila todo tipo de lugares comunes. Las crónicas imaginarias son una combinación de ambos procedimientos. Como Arlecchino, el personaje de Goldoni, este libro sirve a dos patrones: uno le da órdenes realistas, el otro fantásticas.

 

1968 fue el punto de partida en la cuenta de los años. Escribí la crónica de 1985 antes del terremoto. La destrucción de la ciudad hizo que esa fecha cobrara otro sentido. Sin embargo, no quise alterar el texto. No puedo pensar en el sismo como asunto literario; desconfío de los que en momentos de peligro tienen más opiniones que miedo.

 

Pero tampoco puedo seguir acumulando años hasta llegar a un prestigiado múltiplo de diez. Hace tiempo recogí una moneda que sólo compraba las cosas de antes. Agoté su valor en estas crónicas. Como en los teléfonos públicos, ha llegado el momento de buscar otra moneda.

 

                                                                                                                   J. V.

                            Ciudad de México, noviembre de 1985.

 

 


 

1985

La colonia era un ejemplo de imaginación adinerada. No había casa que no fuera posible. Un palacio versallesco, un castillo tudor, una mezquita y un chalet alpino podían compartir la misma cuadra. Las calles de losetas rosadas se extendían entre las barrancas y arboledas. No había un solo cable de luz a la vista. Las puertas se abrían a control remoto desde los coches. Las sirvientas iban en sus uniformes cuadriculados a un centro comercial abastecido como el duty-free de un aeropuerto. El cielo era más limpio que en el resto de la ciudad.

 

Así estaban las cosas cuando un tráiler se detuvo frente a la fantasía mudéjar de los Habbib. En esos momentos Ricky iba llegando a su casa. Lo que vio le impresionó tanto que frenó el coche y bajó el volumen del autoestéreo. Algo inesperado había salido del tráiler.

 

En un par de horas la casa de los Habbib se volvió aún más alucinante: miles y miles de mosaicos desembocaban en el radar de la azotea. Ricky pensó en una base de telecomunicaciones con el Líbano.

 

A los pocos días apareció un radar sobre la casa de Chava Gutiérrez, que era estilo Barragán, es decir, una demostración de lo a gusto que se podía vivir en un squash. Chava le explicó a Ricky que ya no se necesitaba estar en la NASA para controlar satélites; un plato en la azotea bastaba para captar todos los programas de televisión que zumbaban por la biósfera.

 

Ricky tenía ojos suficientemente golosos para ver tres veces seguidas Indiana Jones y salir con ganas de jugar con su Atari. Por desgracia su papá era español enemigo de las novedades. Su sitio favorito era el alcázar de Segovia y su vehículo ideal un burro cargado de ánforas. En materia de música reconocía dos rubros: clásico (Julio Iglesias) y moderno (Mocedades). Su mayor obsesión era gastar el dinero sin resultados visibles. No se permitía otros lujos que los ultramarinos que guardaba bajo llave en el sótano y su colección de abrecartas de Toledo. Obviamente Ricky sabía que iba a ser difícil convencerlo de que comprara la antena.

 

—Que no le hay —contestó a la primera de insinuación.

 

Después dio razones más complejas: no quería que le arruinaran su fachada herreriana. Ricky lo miraba caminar por el patio con los pasos de un don Felipe II en el Escorial, dispuesto a no ceder.

 

La casa de Ricky fue la única que se sustrajo a la primavera de las antenas parabólicas. Mientras sus amigos veían cientos de canales extranjeros él se tenía que conformar con la televisión local.

 

Su angustia se agravó cuando supo que el 13 de julio se transmitiría el concierto de Live-Aid desde Filadelfia y Londres: ¡dieciséis horas de rock en vivo!

 

Ricky era demasiado joven para conocer a todos los grupos que participarían (él escuchaba a los Beatles como quien oye a Cri-Cri), pero se entusiasmó con lo excesivo del concierto. Chava lo enteró de las minucias: Bob Geldof, cantante de los Boomtown Rats, había destinado seis meses de su vida a hablar. Sólo se calló cuando las luminarias del rock aceptaron participar en el concierto de beneficencia más importante de la historia. Quienes creían que el rock ya había producido todos los fenómenos de que era capaz, se sorprendieron ante la nueva faceta creada por Geldof: el filántropo de la alta tecnología. De pronto, asistir a un concierto en Filadelfia o Londres contribuía a que un árbol creciera en África. Por primera vez, los anunciantes de fab pagaban para que un niño se salvara en Etiopía.

 

Los seis meses de Geldof requirieron de más labor de convencimiento que la firma de los tratados de Potsdam. En el mismo lapso en que el cantante se enfrentó a los egos más potentes del rock, a los consorcios televisivos que desconfiaban de alguien empeñado en convertir las ganancias en leche y a los políticos de tres continentes, Ricky se abocó a una tarea ofensivamente modesta: convencer a su papá de que comprara la antena.

 

La terquedad de su papá era tal que Ricky se dio cuenta de que podían llegar los 13 de julio de todos los años sin que cambiara de opinión. Y ni modo de pedirle a uno de sus amigos que lo invitara a ver la tele. Francamente no se imaginaba tal ignominia; eso equivalía a confesar que había hecho la primaria en escuela de gobierno. Una casa sin antena parabólica revelaba una aturdidora realidad: o sus habitantes eran ciegos o no tenían dinero.

 

Ricky odiaba tanto los gustos de su papá por las espaditas y el jamón serrano que enfrentarse con él le pareció un acto de patriotismo.

 

Su papá tenía un llavero con una pequeña cimitarra. Siempre lo llevaba consigo y no era de esos espíritus nerviosos que andan jugando con las llaves hasta que las pierden, ni de esos melancólicos que las olvidaban dentro del coche. En su caso, un lapsus hubiera parecido un signo de sensibilidad. Como condenadas a la Isla del Diablo, las llaves veían la luz escasos segundos al día.

 

La noche del 5 de julio Ricky entró en la recámara de sus padres, que dormían en camas separadas: un bulto rollizo la de la madre, uno enérgico y compacto la del padre. Llevaba una linternita de acomodador de teatro y no le fue difícil encontrar los pantalones en la silla. Sacó las llaves, que temblaron angustiosamente, las envolvió en un pañuelo y salió de puntas.

 

Fue a la bóveda de los ultramarinos. Era la primera vez que entraba y se sintió en la bodega de la Santa María. Estuvo toda la noche acarreando jamones a su Renault Alliance. A las seis de la mañana fue a ver a Chava Gutiérrez.

 

La casa de Chava se dividía en dos partes, el squash colonial donde vivía la familia y el squash squash. Ricky le pidió que le guardara los jamones. Chava estaba tan dormido que vio los bultos en la cancha con la naturalidad de quien ve unas raquetas olvidadas.

 

Dos horas más tarde el papá de Ricky aceptó negociar, y así, el 13 de julio él pudo ver al hiperquinético Phil Collins tocando en Londres y luego, Concorde mediante, en Filadelfia, a Led Zepellin en su primera aparición desde la muerte de “Bonzo” Bonham; a Keith Richards convertido en un muñeco de utilería para la próxima película de Spielberg: una cara que ya no hace pensar en la droga sino en alguien que lleva meses viviendo en una casa con varillas de cobalto 60. Vio la violenta elegancia de David Bowie y a Mick Jagger desnudarse frente a a Tina Turner,

 

Después de dieciséis horas ante la enciclopedia en movimiento del rock, Ricky apagó la tele. Trató de dormir pero siguió viendo, una y otra vez, imágenes del concierto, intercaladas con escenas de mortandad en los desiertos de África. Fue al baño y tomó el primer Valium de su vida.

 

Al día siguiente salió en el coche que seguía impregnado deolor a jamón serrano. Había visto tanta televisión que la realidad le pareció opaca, deslavada. Tal vez por eso manejó más rápido que de costumbre, como si la velocidad pudiera darle mayor relieve a los objetos. No quiso oír ninguno de sus casets. Avanzó de prisa, tratando de modificar el contraste de lo que veía, de extraerle a la realidad colores reales, de poner el paisaje en sintonía.

 

Más allá de las rosadas baldosas de su colonia lo esperaba una ciudad sin límites precisos. Le costó trabajo frenar en el primer semáforo. Su pie derecho sentía la caricia de la aceleración y sus labios murmuraban canciones de beneficencia para África. En el segundo semáforo pasó lo mismo, sólo que ahí fue abordado por una legión de vendedores y faquires. En unos segundos le ofrecieron mapas, conejitos vivos, lápices de un metro, monos de peluche, chicles, calaveras de plástico, hules de uso indefinido y macetas con cactus. Dos niños saltaron al cofre y rociaron espuma sobre el parabrisas. Un danzante azteca bailó entre los automóviles al tiempo que un payaso escupía fuego. La llamarada hizo vibrar el coche de Ricky. De pronto se sintió rodeado de rostros, como si su auto fuera el único abordable. Buscó en los bolsillos del pantalón unas monedas que lo pudieran librar del acoso. Sólo tenía una de las nuevas monedas de cinco pesos, tan pequeñita que parecía ofensivo darla de limosna. En la bolsa de su camisa encontró un billete de diez mil: el rostro de Cárdenas con fondo verde kriptonita. Siguió hurgando en sus bolsillos, abrió el cenicero donde solía guardar monedas y no encontró nada. Finalmente bajó la ventanilla unos centímetros y dejó caer la moneda, como quien la deposita en un buzón. El danzante se aventó por ella. Alguien pateó el coche, otro gritó algo indescifrable, los niños trataron de subir de nuevo al cofre, pero en eso se puso la luz verde y él arrancó de prisa.

 

Resopló. Se secó el sudor de la frente con un klínex.

 

A las pocas cuadras el coche avanzaba rápido, cada vez más rápido, bruñido y poderoso, perdiéndose en el vasto laberinto, y Ricky veía el cielo sucio y torturado por los cables con la desesperación de quien busca el desierto y sólo encuentra el polvo.

 

Reproducido del libro Tiempo transcurrido (Crónicas imaginarias), México, Fondo de Cultura Económica, con la autorización expresa de su autor.

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