[…] El sonido de los desplomes, las imágenes de los derrumbes, las poses fantásticas de los edificios al reducirse abruptamente a escombros. Paulatinamente, en un lapso de dos o tres horas, los habitantes de la ciudad se asomaron a la dimensión de lo ocurrido, los hoteles de la ciudad y condominios en tierra, las escuelas y los hospitales desvencijados, la precipitación del gran edificio de Tlatelolco, los miles y miles de víctimas, la respuesta masiva ante el desastre. Se implantan, con reiteración orgánica, los términos que en los casos extremos cubren las dos funciones: descripción y síntesis, evaluación y pena: Tragedia, bombardeo, catástrofe, vocablos que , en primera instancia, son declaraciones de impotencia ante las fuerzas naturales, pesadumbre que al magnificarse se precisa, relatos que ya no necesitan extenderse.
El primer panorama lo proporcionó la radio, entre otras razones por estar horas sin luz gran parte de la ciudad y por hallarse Televisa cinco horas fuera del aire. La coordinación informativa de la radio, hizo posible una visión de conjunto, que la experiencia personal complementó: tráfico congestionado, la colonia Roma cruelmente devastada, el Primer Cuadro zona de desastre, en un radio de 30 kilómetros cerca de 500 derrumbes totales o parciales, explosiones, alarmas insistentes sobre fugas de gas, incendios, cuerpos mutilados, noticias sobre la desaparición de grupos enteros de estudiantes, turistas aislados en su desamparo, hospitales evacuados, cuadrillas de socorristas y voluntarios, familiares desesperados, crisis de angustia en las calles, gritos de auxilio provenientes de los escombros, demanda de ropa, víveres y medicinas, solicitud prodigada de calma. Poco a poco, el miedo cedió el paso (o coexistió junto) al dolor, la incertidumbre, el deseo de ayudar, el azoro. “La peor catástrofe de la ciudad de México.”
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El olor es penetrante, distinto, en cierta manera inaugural. Es un olor atribuible a la muerte, a las fugas de gas, a la percepción trastornada, al susto que se esparce en frases: “No fumen, no prendan cerillos, pasen con cuidado, aléjense, aquí hay peligro”. En el centro, en la colonia Roma, cerca de los ostentosos fiambres arquitectónicos, el olfato actúa a la caza de datos de alarma, de informaciones que ratifiquen la condición agónica de los lugares. En la certeza de que, entre otras cosas, la ciudad no es ya la misma, porque uno está consciente, ávidamente consciente de la terrible variedad de sus olores.
Publicado originalmente en entrada libre. crónicas de la sociedad que se organiza, México, ERA, 1987.