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Ciudad Juárez, la frontera olvidada

 

Ciudad Juárez, Chihuahua. Si alguien pretendiera definir con cierto rigor esta frontera, diría que Ciudad Juárez es una enorme franja de desierto huérfano en busca de identidad, donde sus pobladores, al no pertenecer a ninguno de los lados entre los que han quedado atrapados, se enfrentan a la disyuntiva de crear su propio modelo o acatar otros que, de algún modo, los apresan.

      Como sucede en tiempos y lugares en los que son comunes la distancia y el recelo, los juarenses están obligados a desarrollar un carácter tenaz, propio de tierras indómitas. Sin embargo, esta necesaria propensión a la dureza no los convierte en almas insulares, los transforma, en todo caso, en seres capaces de nutrir y nutrirse a la vez, en un desierto donde no existe tiempo para la melancolía.

      En esta zona de cruces inexcusables, sus habitantes se niegan a ser tragados por la cultura sajona, pero también resisten el embate de la entelequia mexicana. Por eso no es descabellado pensar que los juarenses, considérense éstos nativos o emigrados, pertenecen a una especie de tercer país atraído y expulsado por dos culturas contrapuestas que se funden en una geografía común.

      Y si es cierto el concepto de Thomas Kuhn de que los paradigmas no son más que modelos que permiten ver las cosas en analogía con otras, entonces Ciudad Juárez y sus dicotomías cumplen justamente con esta acepción. En este confín, uno ve y es visto para ver de otra manera. Quienes habitan los límites toman de ambos lados para ser otros y ofrecen lo que aquí nace y se recicla para no ser lo que en las otras orillas pretenden que sean. Mientras el norte y el sur luchan encarnizadamente por el poder y sueñan con la dominación, esta frontera, territorio en incesante tránsito hacia uno y otro lado, se conforma con un fajo de dólares en los bolsillos para vivir azarosamente su grandeza de no ser más que paso fugaz.

      Ciudad Juárez tiene una fama mal ganada. Quién puede negarlo. Quizá su vocación sodomítica sea la responsable de todas las condenas que le cargan. Sin embargo, aquellos que la punzan con el sable del decoro ignoran que el espíritu pandillero no se curte entre sábanas de seda sino larva el hígado en el estercolero de la guerra. En Ciudad Juárez, los más de 6.000 muertos de los últimos dos años han dejado una estela de terror que ha minado la moral de sus habitantes.

      El alud de muerte, por el que ahora se conoce a Ciudad Juárez como la región más violenta del mundo, está ligado a esta geografía propicia para los negocios impíos, pero no hay que dejar de lado que su caudal no creció aquí de la noche a la mañana. Tampoco llegó sólo. En todo caso, apareció de la mano de un sospechoso silencio gubernamental que protegió a quienes desde dentro y fuera de los cuerpos policiales sembraron el miedo y la querencia enfermiza por el dinero. El embrión se fue gestando aletargadamente, en medio del caos propiciado. Nadie pudo ni quiso detenerlo a tiempo. Algunos, por temor a acabar con un tiro en la cabeza y dejar de ser uno más en la fiesta fronteriza, y otros, por resguardar sus intereses al estar secretamente implicados.    

      Además, en estas tierras, dinero hubo para muchos: un explosivo ingrediente que se amasó en las alcantarillas de la conciencia colectiva hasta que su presión reventó y ahora se está llevando entre sus patas familias, calles, iglesias, escuelas, hospitales, bares, parques y sueños de un lugar que una vez Juan Gabriel cantó como la ciudad más bonita del mundo, la number one del país.

      Y cómo no iba a ser edénico un lugar por donde hace apenas unos años atravesaba el 40% de las drogas que consumen los norteamericanos, aluvión que significaba para el narco un negocio redondo de por lo menos 6.000 millones de dólares anuales, según datos de la oficina del FBI de El Paso, Texas.  

      Pero ahora las cosas han cambiado. El dinero ha desaparecido, y con el fragor de la guerra esta ciudad ha cerrado una vitrina, digamos vital, por donde cualquiera podía asomarse para medir una de sus tendencias más emblemáticas: los business. En los últimos dos años, más de 10.000 negocios han cerrado sus puertas, y paralela a esta agonía 116.000 casas habitación han sido abandonadas por sus propietarios, según cifras del Colegio de la Frontera Norte. Más allá de su hundimiento económico, se percibe que Ciudad Juárez se está muriendo entre las manos de las autoridades negadas a salvarlo.

      Si alguna vez este lugar fue la cantina más grande de México y ciudad huésped de la hambruna nacional, hoy el miedo a la muerte y la escasez económica está obligando a sus moradores a buscar refugio en ciudades vecinas. El éxodo batió un nuevo récord. En los últimos dos años, el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) señala que 300.000 personas se han marchado de la ciudad, una cantidad con la que podría llenarse tres veces el estadio Soccer City, la catedral del fútbol sudafricano. No obstante, según investigadores de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, la cifra anterior podría ser mayor. Concretamente, estos expertos consideran que en ese lapso aproximadamente medio millón de personas han escapado, lo que corresponde al 39% de la población original de Ciudad Juárez.

      Aparte de la crisis financiera mundial, que sigue tambaleando la producción de la industria maquiladora, principal sostén de la economía fronteriza, el olor a pólvora es hoy el más duro garrote que trae a raya el empleo y aleja las inversiones de la frontera. De acuerdo con la Asociación de Maquiladoras Asociación Civil (AMAC), durante los últimos dos años, este clima de inseguridad impidió la entrada de inversiones cercanas a 1.000 millones de dólares, lo cual imposibilitó la creación de entre 70.000 y 80.000 empleos.

      En esta ciudad sigue llamando poderosamente la atención el hecho de que la mayor parte de los crímenes del narco se ejecuten en las narices de la policía, y que las autoridades encargadas de salvaguardar la seguridad social y económica sigan de brazos cruzados y no reaccionen sino mediante discursos ambiguos y demagógicos.

      En este aire de crisis actual, la decisión del Estado de no parar la guerra entre narcotraficantes, escenario en el que han caído muchos inocentes, resulta para los juarenses, por lo menos, sospechoso. Para gran parte de ellos, la batalla del gobierno contra los narcos pareciera tener otros propósitos que van más allá del publicitado designio de acabar con la delincuencia organizada.  Después de que el presidente de México, Felipe Calderón,  pretendiera legitimarse mediante la instauración de un gobierno de fuerza –luego de que su ascenso al poder, a finales de 2006,  estuviera marcado por severas acusaciones de fraude electoral-, ahora la sociedad fronteriza empieza a preguntarse, también, en medio del peor clima de inseguridad que han vivido, a quién beneficia, aparte de a los narcotraficantes, la muerte y emigración de miles de juarenses y la destrucción del antiguo rostro de la economía local. Otra pregunta que flota en el ambiente es la de quiénes serán los futuros usufructuarios del espacio urbano -residencial y comercial-, desocupado después de que sus antiguos propietarios huyeran ante el temor de ser asesinados, secuestrados o extorsionados.

      Si se reconoce, además, que ésta podría ser una guerra de limpieza étnica, en la que la mayor parte de los ejecutados son jóvenes y pobres, entonces Ciudad Juárez es la región del país que más bajas ha aportado a este escenario de operación encubierta. Con la merma de jóvenes rebeldes y la reducción de la franja de pobres, esta parte del país quedaría, al menos por unos buenos años, a salvo de futuras sublevaciones, y los ricos y sus inversiones estarían a muy buen resguardo.

      En la década pasada, con el avance de la globalización y el asesinato de cientos de mujeres juarenses, Charles Bowden sugirió una tesis que hoy parece confirmarse: Ciudad Juárez es una especie de laboratorio del futuro, donde todo pasa y donde todo se pone a prueba. Según esta hipótesis, Ciudad Juárez podría estar siendo convertida en escenario de experimentos socioeconómicos, donde las prioridades de los grandes capitales estarían siempre por encima de las de sus moradores.    

      Independientemente de la pertinencia de Bowden, lo que sí está claro es que detrás de la violencia desbordada del narcotráfico, alentada por una supuesta guerra en su contra, permanece la confianza de grandes inversionistas locales y foráneos por una próxima recomposición de la economía. En este sentido, no pasa desapercibido el hecho de que sus bienes, virtualmente blindados, no hayan sido tocados hasta ahora.

 

Ciudad Juárez, más allá de su dermis.

 

      Modelo de fogosidades itinerantes, esta frontera, ubicada a 1.840 kilómetros al norte de México D.F., una distancia similar entre las capitales europeas de Madrid y Berlín, ha sido prostíbulo de los americanos y suelo propicio donde el american lifestyle tira lo que le sobra y arrebata lo que le falta. Ciudad Juárez vive de lo usado pero todos los días reciente. Al pantalón los desclasados lo llaman tramo y a la camisa le dicen lisa. Del compadre, que en el barrio trae unos calcos chidos [bonitos], se dice que va bien ajuareado, y el que gana al otro la apuesta de la vida cotidiana cobra inmediata gloria y se erige en la cuadra como el bato bien trucha o abusado.

      En el mundo de arriba, Ciudad Juárez es, además, escaparate donde pica profundo el nervio de la compra compulsiva, viento feroz que no da tregua al homo emporium, esbozo de un nuevo espécimen tiranizado por la esquizofrenia del mercado. En este sentido cobra vigencia Erich Fromm y su crítica a las sociedades contemporáneas, en las que, según el autor alemán, se han perdido los lazos de solidaridad y comunidad sin que se hayan encontrado otros que los sustituyan. Y si Fromm hubiera estado alguna vez en Ciudad Juárez entonces diría que el hombre aquí está solo. Pese a su contigüidad, vive atemorizado.

      Esta frontera es dura. Da miedo. Es una región para adictos al riesgo, para sagaces resueltos a morir lejos de un mullido sillón. Si a este lugar se llega limpio difícilmente se sale de él indemne. También es cierto que todas las fronteras se parecen, pero hay rasgos endógenos que las hacen distintas. Mientras vecinos de los límites de Bélgica, Alemania y Francia acuden a los coffee shops de Terneuzen y Maastricht, poblaciones fronterizas de Holanda, a comprar porciones reguladas de hachís y mariguana, ciudadanos de Ciudad Juárez huyen hacia El Paso, Texas, para evitar ser asesinados por duros narcotraficantes que operan en la zona.

      En regiones como ésta, donde la disputa es entre Estados de marcadas asimetrías culturales, la frontera del lado marginado tiende siempre a ser la más recalcitrante. Más aún cuando se es vecino de un país donde se sacraliza el libre mercado, criminalizan migraciones y desprecian demandas de los que desde abajo derrumban muros y exigen agendas más holgadas en el ámbito multilateral.

      Aunque lo siguiente no debe de tomarse a pie juntillas, las fronteras de la orilla sur no esconden su olor a muerte. Son lugares de maleantes y sitios donde a menudo los negocios más fructíferos se hacen con una pistola en el cinto. En estos rincones hay mujeres indóciles, pero también hay otras que van a la cama siempre y cuando el colchón esté repleto de dólares. Tierra de irrefrenables rupturas, Ciudad Juárez seguirá siendo, sin embargo, lugar gozoso, impensable, fuera de cualquier recorrido.

      Con esta estampa como guía, en esta ciudad no será extraño toparse entonces con audaces dispuestos a proscribir leyes y embarcarse en cualquier oficio mientras el riesgo sea bien compensado. Las cosas no son fáciles en una zona donde con frecuencia hay que estar saltando sobre un río custodiado por rambos pasaditos de peso y scanners digitales, grotesca sofisticación, incapaz de atrapar la soltura de todos los peces. En un terreno donde hay que tener un pie aquí y otro allá, por lo menos hay que ser un buen equilibrista. Salvados del naufragio, siempre habrá quienes alcancen la otra orilla. Tarde o temprano, hasta el lindero el callo llega, el arte del engaño se afina y se pule la labia. Y, si no queda otra, se enseñan los dientes y se ladra.

      Por tanto, habría que preguntarse por qué tendría que ser distinta la vida en una frontera tan desamparada, donde los gobiernos lejanos han olvidado sus obligaciones y los ciudadanos han tenido que rascarse con sus propias uñas para vencer las adversidades. La dureza de estas tierras es profunda y para entenderla hay que hurgar más allá de su dermis, bajo la cual se encontrará un animal despierto, muchas veces acorralado, orientado a la búsqueda de sostenes que subsanen su abandono.

      Desde tiempos inmemoriales, el país, sobre todo el centro, se favoreció de la capacidad productiva de la faltriquera juarense. Sólo en los últimos años, la ciudad, cabecera de un municipio con más de 1,3 millones de habitantes, ha aportado el número más alto de empleos en el país. Según datos del Instituto Municipal de Investigación y Planeación, el valor agregado de la producción manufacturera juarense rebasó los 70 puntos porcentuales durante 2007, considerado uno de los más altos de México, por encima de Baja California, Tamaulipas y Nuevo León, Estados de fuerte raigambre maquilera.

      Pese a estos aportes, los juarenses han conformado una sociedad instruida en los oficios de la improvisación. Al parejo de negocios al vapor, surgidos bajo la presión de necesidades apremiantes, una buena parte de los fronterizos han convertido su relación con los puntos internacionales de paso en factor vital, casi imprescindible. Detrás de una incesante actividad económica, que supone un fluido tránsito de mercancías y personas entre ambos lados de la frontera, se construye una compleja red de relaciones intracomunitarias, avivada más allá de la simple circunstancia geográfica.

      En los puntos de cruce, Santa Fe, Libre, Zaragoza y Santa Teresa, referentes obligados en la geografía fronteriza, es común encontrarse a mexicanos que arriban a México después de cambiar las placas de sus automóviles para burlar controles y escamotear impuestos a la aduana mexicana.

      Como en ninguna otra parte de México, los oriundos ahondan en los misterios de lo adyacente y sacan el mayor provecho de su condición trashumante. Con sólo dar unos pasos, los habitantes de estas latitudes recorren todos los días la brecha que separa el subdesarrollo más descarnado de la comodidad más insípida del primer mundo, y viceversa. 

      La imagen de mexicanos borrando las calcomanías de sus carros adquiridos en el lado americano, entraña ciertamente una más de las fullerías de los cruces fronterizos. Pero más allá del cliché, está la existencia del pasador, nombre con que se conoce en esta ciudad el oficio de un puñado de mexicanos que, carentes de un empleo seguro y bien remunerado de este lado, cruzan carros ilegales y todo tipo de mercancías hacia el sur del río Bravo.

 

 

Ciudad Juárez, capital del deshecho.

 

      Antonio Chuk Pérez es un yucateco que llegó a Ciudad Juárez hace más de una década. En diciembre de 2009, Chuk Pérez logró reunir parte de su salario de casi dos años para comprarse una camioneta cerrada Explorer 2003, por la que pagó 4.300 dólares, algo así como 50.000 pesos. La historia de Chuk Pérez carecería de relevancia si no fuera la misma que la de miles de migrantes que lograron, después de muchos sacrificios, adquirir un chocolate, como llaman en Ciudad Juárez a los carros sin papeles provenientes de la Unión Americana.

      Pero Chuk Pérez no sólo adquirió una camioneta. En años posteriores a su llegada a Juárez, este hombre, a cambio de no regresar por un buen tiempo a su tierra, consiguió, junto con su mujer, empleada también en la maquila, comprar de segunda mano todo lo necesario para amueblar dos cuartos y una cocina, que con dos hijos menores renta en Anapra, una colonia de pobres, asentada en los límites de la malla fronteriza entre Ciudad Juárez y Nuevo México.

      Una mirada a vuelo de pájaro sobre esta metrópoli recorrerá hileras de automóviles aparcados frente a hogares modestos que, a pesar de su condición precaria, han sido equipados por sus propietarios con aparatos electrodomésticos de primeras marcas. En la frontera es común adquirir artículos suntuosos a precios de rebaja, sobre todo si se compran en los traspatios de lo usado y en tiendas departamentales de El Paso.

      Con ojos locales, Cutberto Arzate, doctor en Antropología por la Universidad Autónoma de México (UNAM), traduce los hilos de los hábitos de lo usado y liga su tradición con la traza de una frontera convertida, de algún modo, en el gran basurero del sur de Estados Unidos. “Eso hemos sido el gran tiradero de los americanos. Aquí recibimos todo lo que a ellos ya no les sirve. Lo que les sobra. Juárez ciudad muladar. Ése es el modelo”, dice Arzate.

      El fenómeno no es nuevo si se considera que desde los años cincuenta no se veían circular por las calles carros nacionales. Eran los tiempos en que aquí todo se importaba. Todo llegaba de El Paso. “La manufactura nacional era prácticamente desconocida y los juarenses dependían casi al 100% de lo que se hacía en el otro lado”, asienta el académico.

      La época a la que alude Arzate es en la que irrumpen en Juárez los yonques, esas grandes tiendas de segunda mano, que en su mejor época llegaron a ser más de 700 en una ciudad de casi un millón y medio de habitantes y con más de 600 automotores en sus calles. Todavía hoy, este tipo de establecimientos ofrecen un toque extraño a la ciudad, sobre todo a aquellos que por primera vez se asoman a ella y tropiezan con columnas interminables de carros desmembrados, apilados unos sobre otros.

      Para Arzate, los yonques cambiaron el rostro a la vida económica de la ciudad. Su florecimiento fue tal que esta actividad empujó el embarque de miles de toneladas de chatarrería fronteriza para su fundición en acereras de país.

      Pero para quienes viven lejos de la realidad fronteriza esta dinámica será siempre incomprensible. En febrero de este año, un equipo de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) levantó un censo sobre pobreza extrema entre habitantes de la colonia Plutarco Elías Calles, una de las más empobrecidas del poniente de Ciudad Juárez. Los trabajadores de la Sedesol no cabían en su asombro al encontrar, en una cocina desvencijada de esa colonia, sofisticados aparatos electrodomésticos, como un microondas marca Samsung, pero ni un pedazo de pan que comer.

      El secretario de la dependencia, Heriberto Félix Guerra, concluyó, después de conocer el reporte de sus subalternos, que en Ciudad Juárez cohabitaba extrañamente un alto grado de marginación con la prosperidad económica.

      La declaración del funcionario, como la de sus allegados, correspondía a su ignorancia sobre un lugar en el que la utilización de utensilios usados está basada en la tradición de una economía de consumo excesivo en el norte rayano.

      Poseer un carro y una casa con electrodomésticos de marca no es obligadamente signo de prosperidad en una región donde en los últimos años el poder adquisitivo de sus habitantes se fue a pique junto con la desocupación de más de 80.000 trabajadores en la maquila.

      La guerra del narco y la crisis económica, ya se ha dicho, han sido un cuchillo de doble filo que ha partido en muchos pedazos la economía juarense. Según el Instituto Municipal de Investigación y Planeación, actualmente más del 58% de los juarenses viven en la pobreza, fenómeno que se agudizó en los últimos cinco años. Otros estudios indican que el salario real promedio de casi la mitad de la población económicamente activa -unos 500.000 fronterizos-, es de aproximadamente 800 pesos semanales, mientras que una ancha franja de la clase media juarense, considérense entre ésta a los profesionales, ha visto disminuir sus ingresos hasta en un 50%. De acuerdo a los datos del Colegio de la Frontera Norte, desde ese mismo periodo, el 70% de los jóvenes juarenses no trabaja ni asiste a la escuela.

 

Juárez, capital de la improvisación.

 

      Cualquiera que llegue por primera vez a esta frontera respirará una atmosfera de insondable vacío. Sentirá en la retina la luz de un desierto extenso que de pronto le cae encima. Desde las primeras edificaciones que bordean la carretera panamericana hasta las calles polvorientas que conducen a su populosa periferia, Ciudad Juárez es una ciudad de rostro y corazón devastados.

      En el oeste, paupérrimo, sobresalen colonias con cientos de casas, construidas de paletas de madera y todo tipo de residuos de cartón y hierro, transportados desde los tiraderos de Estados Unidos. En los barrios de clase media se dibujan inmensos caseríos de utilería, rectangulares y planos, armados con poca previsión y firmeza. Después del estallido de un coche bomba que dejó tres muertos y una estela de miedo el pasado 15 de julio, los edificios de oficinas y comercios vetustos de la Avenida 16 de Septiembre lucen más sombríos y lejanos.

      En Juárez son pocas las casas que existen sin óxido en las tuberías del baño. Casi todos los techos guardan pinceladas de canículas pretéritas y las paredes no ocultan la traza de ventarrones cortantes. Los patios, sin césped ni flores, siempre están revueltos y una dura capa de grasa y polvo cubre ventanales y asadores. La arquitectura de la ciudad es arborescente y el estilo de sus construcciones es signo de una ocupación procedente de lugares remotos. En los últimos años, detrás del nuevo edificio del Consulado americano, considerado, en su tipo, como el más grande y hermético del mundo, han proliferado un puñado de urbanizaciones privadas. Producto del actual clima de inseguridad generalizada, viejos y nuevos ricos juarenses, aquellos que aún no han escapado a El Paso y otros lugares, han encontrado tras rejas automatizadas y sofisticados equipos de vigilancia, la forma más segura de resguardar sus personas y sus bienes. 

      Por las calles juarenses la vida ordinaria pasa dominada bajo la sombra de lilas y moros. El moro macho, un árbol de hojas anchas y profundas, se siembra con gran avidez pese a que su polen agrava los males de alergia entre la población fronteriza. Sin necesidad de cantidades abundantes de agua, los juarenses plantan estos macizos para obtener suficiente sombra y abatir al sol en los meses de estío. En El Paso, el cultivo de esta variedad está prohibido y sus habitantes prefieren acogerse a la pureza de álamos y frondosos nogales.

      A diferencia del mar, el calor del desierto doblega a sus habitantes y los segrega a casas de paredes falsas de sheetroack. En Ciudad Juárez las noches pesadas de julio escupen fuego sobre la inmensa ciudad y los ventiladores se desatornillan por la masa de aire caliente que se cuela en las casas de la periferia. Si sólo el 48% de la población juarense cuenta con servicio de energía eléctrica, se deduce que una buena parte de la sociedad fronteriza carece de aparatos para enfriar sus hogares, mientras que casi el 30% no tiene agua potable y sus casas se ubican entre veredas con calles sin pavimento. En estos andurriales habita la mayor parte de juarenses afectados por el shock de la última gran desocupación en las maquiladoras, agudizada a principios de 2002, a raíz del naufragio económico de la Unión Americana. En su cruda pobreza se cobijan miles de jóvenes, muchos de ellos llegados del sur, desempleados y sin escuela, cuyo único futuro posible parecieran ser las bandas del narco que anidan en los barrios.

      En invierno, la historia es parecida, nada más que contada bajo fríos lacerantes. Heladas provenientes del norte y de las estribaciones de la sierra de la Alta Babícora arrebatan a la gente las calles y arrinconan su vida en la atmósfera irrespirable de calentones de gas. La leña escasea en los meses de diciembre y enero, y su disminución produce menos calor en las barriadas polares de la periferia.

      Según datos del Instituto Municipal de Investigación y Planeación, por lo menos 200.000 juarenses pagan en invierno abultados recibos por consumo de gas natural, un producto cada día más costoso y escaso en la ciudad. Su distribución, eso sí, ha enriquecido al clan Zaragoza-Fuentes, dos familias emparentadas entre sí, cuyas conexiones con el poder político, articuladas tras abultadas contribuciones durante las campañas electorales, les ha permitido controlar, sin competencia ni contrapesos, esa concesión de carácter federal.

      En el este de la ciudad, una vista aérea sería suficiente para comprobar cómo decenas de nuevos barrios de casas estrechas y deprimentes se han ido comiendo la alfombra de las dunas. En esa zona, la piel de sus habitantes se hace más correosa en la primavera y sus pulmones se transforman en dos cabezas de una aspiradora que recicla cortinas de polvo llegadas desde el despoblado. Para desgracia de estos habitantes, en ninguna época del año caen mangos del cielo sobre sus cabezas, en las honduras de las acequias sólo corre agua podrida y para comer en sus inmediaciones hay que escarbar al desierto.

      En medio de esta penuria, los fronterizos se reconocen, sin embargo, como hijos legítimos del desarrollo, a pesar de que la mayor parte de ellos, como estos pobladores del oriente de la ciudad, sobreviven con salarios miserables y habitan entre un mundo de calles descosidas, camiones destartalados, edificios en ruina, calles desaliñadas, intelectuales oficiosos y agachones, periódicos embusteros y matones cínicos y sin futuro. En fin, una vida de mierda ahogándose en un gran cóctel, por debajo de la espuma y el escándalo del capital fronterizo.

      Por si faltara algo que agregar a la sal de la desdicha juarense, recientemente la alcaldía descubrió que por debajo de la ciudad corre una decrépita red de drenaje que está a punto de colapsarse. Si no se hace a tiempo una cirugía drástica que renueve sus entrañas entonces los juarenses seguirán al borde de ser tragados literalmente por la tierra. Una franja roja descolorida, pintada en medio del pavimento de las principales calles de la ciudad, recuerda la amenaza. Hasta la fecha, la cosa sigue igual, y la huella escarlata sobre las calles pareciera ser sólo una extraña señal en una ciudad donde las rayas despiertan muy a menudo macabros significados.

      Atrás de cualquier escenario de atraso y barbarie en la frontera, invariablemente se encontrarán los ingredientes con que se ha aderezado en el último siglo la vida pública en México: corrupción, abusos de poder e impunidad. Sin la incidencia de estos factores sería imposible explicar, por lo menos en el caso de Ciudad Juárez, la rapidez con que ascendieron algunas de sus más conspicuas fortunas. La violencia que azota hoy estas latitudes no es más que la rebaba de esa impresionante maquinaria del dinero cuyos límites, alcances y conexiones nadie sabrá aquí dónde empiezan y dónde acaban. Por lo demás, la tradición de vida clandestina en la ciudad nunca ha sido exclusiva de los estratos pobres. Su historia de operaciones truculentas toca el seno de familias ricas, adiestradas en el juego rudo y crecidas en medio de atajos geográficamente muy rentables.

      Por eso para muchos aquí no es extraño que una de las fortunas más emblemáticas de la frontera, la de Antonio J. Bermúdez, haya navegado por cloacas profundas y que su historia haya alcanzado relieves de novela policíaca. Para viejos juarenses es un secreto a voces que este empresario reputado ha cavado túneles por el centro de Ciudad Juárez para atravesar miles de barricas de alcohol hacia la ciudad de El Paso, Texas.

      Los tiempos de traficante de Bermúdez fueron los mismos que los de la prohibición americana. Épocas en que a esta frontera, de calles primitivas y terregosas, empezaba a llegar el dinero a raudales gracias a la incontenible sed del país vecino por el whisky mexicano. 

      Claro está que este empresario no fue sólo un vulgar traficante. En los finales de la década de los cincuenta, Bermúdez se convirtió en impulsor del asentamiento de las primeras maquiladoras en esta frontera. Su fama de empresario avispado y de pocos escrúpulos lo posicionó como hombre de quien había que aprender sus recetas de éxito. El presidente de México entre 1946 y 1952, Miguel Alemán Valdés, reconoció sus méritos y lo convirtió durante su mandato en director general de Petróleos Mexicanos (PEMEX), la empresa paraestatal más influyente de México.

      La escuela de Bermúdez pronto ganó émulos para su causa y Ciudad Juárez se convirtió en un invernadero de capitales sobre cuya procedencia nadie tenía ninguna certeza. Los negocios de familias como Zaragoza, Vallina, Fuentes, Arelle, Urías, Quevedo, Murguía, entre otras, progresaron a la sombra de sus relaciones con el poder político, y sus actividades económicas, vinculadas al ramo de la construcción y a la venta de bienes inmuebles, se volvieron de repente en empresas muy competitivas.

 

 

Después del éxito empieza el éxodo.

     

En los años treinta, con la legalización de la venta de alcohol en Estados Unidos, sobre el cielo juarense se agudizaron aún más los efectos de la recesión norteamericana. Entonces la economía local no levantaba cabeza y un 30% de sus negocios, sobre todo aquellos dedicados a la diversión, se vieron obligados a cerrar sus puertas, según periódicos de la época. Sin embargo, casi una década después, el factor externo sacó el barco a flote. En 1941, Estados Unidos decidió ir a la guerra. Fort Bliss, uno de los centros militares más importantes del sur de ese país, se llenó de soldados y a los bolsillos de Juárez regresaron los dólares perdidos. En 1942 se implantó el Programa Bracero, por el cual miles de mexicanos fueron incorporados a empleos necesarios para que los americanos hicieran la guerra allende sus fronteras. Ciudad Juárez era la última ciudad mexicana por la que cruzaban aquellos en busca del paraíso anhelado. El contrabando de distintas mercancías siguió redibujando antiguas rutas y el tránsito en ambos sentidos definiría los intercambios comerciales de los años venideros. De este modo, en la vida fronteriza irrumpió el narcotráfico a baja escala y su crecimiento desbordante dependió de la demanda incesante de los consumidores norteamericanos. Su cobijo y protección siempre estuvo supeditado al interés de las policías locales por el dinero oscuro. En la mitad de los años sesenta se implementó el Programa Industrial Fronterizo, con el cual llegaron a Ciudad Juárez las primeras maquiladoras. Junto a éstas arribaron nubes cargadas de una inmigración abundante, producto del hambre en el país. De esta manera, una explotación cíclica y brutal de obreros se empezaría a conocer en esta zona transfronteriza.

      En estos últimos tiempos, aunque los cargamentos de droga siguen taladrando la malla fronteriza y los capos siguen operando sobre una línea menos porosa, la crisis económica de la industria golondrina ha colapsado los bolsillos de la ciudad. Desde hace dos años, la guerra entre los cárteles de Juárez y Sinaloa y la presencia masiva de el Ejército, primero, y la policía Federal, después, mantiene en un virtual asedio a la ciudad. Sin embargo, desde su llegada en 2008, ninguno de estos estamentos armados ha sido capaz de neutralizar la sagacidad con que los empleadillos del trasiego se liquidan entre sí y matan a gente inocente. Su nueva tendencia, la de cazar y asesinar diariamente a sus contrarios a plena luz del día, ya ha dado la vuelta al planeta. En esta atmósfera, Ciudad Juárez cerró 2009 con una cifra espeluznante de muertos en sus calles. Durante ese año se cometieron más de 2.600 ejecuciones con armas largas y de grueso calibre y la ciudad se posicionó por segundo año consecutivo como el lugar más violento del mundo, con 191 asesinatos por cada 100.000 habitantes. 

      Después de la guerra empezó el éxodo. En los últimos dos años, 300.000 juarenses han abandonado la ciudad, según la cifra más conservadora, y muchos de ellos se han refugiado en la vecina ciudad de El Paso. Una vez más esta localidad, la segunda ciudad más segura de Estados Unidos, ofrece cobijo a perseguidos de este lado y, a cambio de este guiño, su economía crece a pasos agigantados.

      Desde que se acrecentaron los efectos de la guerra del narco, miles de veracruzanos abandonaron la ciudad. Ante el miedo de perder la vida y la falta de empleos, los juarochos, como se les tipificaba de manera discriminatoria en esta frontera, prefirieron regresar a su Estado natal, Veracruz, de donde a finales de los ochenta los había expulsado el desempleo y las catástrofes naturales que habitualmente sacuden en épocas de lluvias el sur del país.

      En los últimos meses, a El Paso han arribado cientos de miles de dólares procedentes de suelo mexicano, propiedad de juarenses que han decidido resguardar sus medianas fortunas. Según reportes periodísticos, gran parte de los capitales exportados están ligados a la industria del ocio y los restaurantes, por lo que una de las partes sustanciales de la derrama económica ha terminado mudándose a la ciudad vecina. Para tomar cerveza a gusto y ver las piernas más torneadas de la región, estiradas bajo minifaldas de telas vaporosas, sólo basta cruzar el puente Santa Fe y adentrarse en una zona de antiguas bodegas reconvertidas en bares lujosos y caros de El Paso. Es allí donde ahora se divierten buena parte de los fronterizos con dinero. Pero, ¿quién puede estar seguro de que esos lugares no terminarán por atraer a los jefecillos del narco juarense, y, sobre todo a su dinero, mientras sus subalternos siguen matando en las calles de este lado del río?

 

Ciudad Juárez, julio, 2010

 

 

Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México. Es periodista independiente y  ha publicado en varios periódicos mexicanos.

 

Paola Hidalgo (México D.F., 1981) es fotoperiodista del periódico Excelsior. Las fotografías que acompañan este texto forman parte de un reportaje realizado para ese diario sobre el aumento de muertes por violencia en México, ante la situación política que enfrenta ese país.

 


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