I
A las 8:35 de la noche Marisol Argüelles y su novio Emilio Rodríguez salieron despreocupados de su casa a comprar cerveza. Antes de llegar a la ventanilla del establecimiento, dos muchachos de playeras deportivas y zapatos de moda les apuntaron con pistolas y los obligaron intempestivamente a bajar de su vehículo. A esas horas, la noche, sin viento, hervía bajo la tortura del verano y las luces del oriente teñían la ciudad de un ocre profundo.
Emilio tripulaba una Tacoma gris, modelo 2008, doble cabina, adquirida por su padre dos años antes y que aún no terminaba de pagar. Antes de salir de la casa Emilio le hacía bromas a Marisol y por su cabeza nunca pasó la idea de que esa noche el angostillo de la tienda se convertiría en una ratonera insondable de la cual difícilmente escaparían.
En su guerra por arrebatar clientes a la competencia, la cadena de tiendas El Rapidito había construido estrechos pasillos de autoservicio donde desde la ventanilla los ocupantes de los autos podía adquirir cualquier chuchería.
Atrapados en medio de una hilera de carros, Marisol y Emilio quedaron inmovilizados y a merced de los del coche de atrás. A la derecha del callejón, pintada en la pared, destacaba una botella gigante de Coca-cola que anunciaba con bastante ironía lo bueno de la vida.
—Si quieres seguir vivo, pendejo, no apagues el motor y deja tu cartera y celular sobre el asiento trasero— le ordenó a Emilio con el arma apuntada a la cabeza uno de sus captores.
A Emilio se le había trabado una sandalia en el pedal del freno, pero disimuló con suficiente sangre fría el incidente, dejó todo lo que le pedían y bajó en silencio del vehículo. Ni los ocupantes del automóvil de adelante ni los empleados de la tienda se dieron cuenta de los hechos hasta que Emilio pidió prestado un teléfono para comunicarse a su casa.
En los escasos minutos que duró el atraco, el pleito de los muchachos de la Tacoma fue contra el pánico. La única puerta de salida fue la calma y esa decisión, la de no poner resistencia ni ver la cara de sus captores, los salvaría de una ejecución segura en los días en que en Ciudad Juárez se seguía matando hasta por una mala mirada.
Como se podrá ver, la suerte de Emilio y Marisol no fue la misma de Andrea Cárdenas López, una emprendedora y atractiva mujer que a sus 52 años había juntado lo suficiente para pasearse por la ciudad en un buen auto y vivir disipadamente en un fraccionamiento acomodado. La mujer fue asesinada de dos balazos en el tórax, después de oponerse al secuestro de su hija Maribel Santiago, quien apenas unas semanas atrás se había graduado de la High school en El Paso, Texas.
Los hechos sucedieron un martes de junio de 2010, cuando ambas mujeres abordaban su vehículo parqueado a las afueras de un restaurante, donde minutos antes habían comido un bistec de costilla, ensalada verde y papas a la francesa.
El asesinato de Andrea Cárdenas López no evitó el secuestro ni la muerte posterior de su hija, cuyo cadáver apareció abandonado un día después en una calle poco iluminada de un suburbio al oeste de la ciudad.
Estos hechos que meses después se volverían comunes en el drama de la vida fronteriza, instituirían entonces un sello distinto en el vórtice de la descomposición juarense: los asaltantes de Emilio y Marisol, así como los verdugos de las dos mujeres de las afueras del restaurante, eran chavalos muy jóvenes —entre los 13 y 16 años—, y sus movimientos mostraban el desenfado de alguien que tiene absoluto control en el momento de acometer contra sus víctimas.
En esas fechas, las noches hurañas de Juárez cargaban ya con los desvelos de la guerra del narco y a su pesadilla se sumaría una ola delictiva nunca antes registrada. De manera sorpresiva, al tragaluz del desierto se asomaba el rostro infantil de cientos de muchachos transformados en agentes activos en la escena de los crímenes.
De allí para entonces no es extraño encontrarse con una ciudad convertida en una trampa mortal para sus habitantes después de que cientos de jóvenes desocupados han salido a las calles a cazar lo que encuentran. Con el estigma de vagos, pobres e indeseables a cuestas, ahora a muchos se les cargan otros adjetivos aceitados por la discriminación y la propia incertidumbre ciudadana.
Por lo pronto el temor a los malandrillos ha dejado atrás otros temas en la agitada cotidianidad fronteriza y tras el espasmo de la sangre y los crímenes callejeros no cesan de golpear los zarpazos de una economía en quiebra y los excesos de una estrechez salarial galopante.
Pero las historias de víctimas y victimarios no podrán ser cabalmente contadas si no se conoce la madriguera donde, agazapados, habitan y esperan por más sangre los legítimos responsables.
II
Transformado el ocio y la precariedad fronteriza en un codiciado negocio para las bandas del narcotráfico, la irrupción de la delincuencia juvenil, y su vertiginoso aumento, ha terminado por develar la existencia de una enorme ciudad desestructurada y hambrienta, medio siglo después de la imposición del modelo maquilador como gran panacea.
Nunca antes como ahora, los juarenses habían sentido tanto miedo por la inseguridad y la falta de empleo. Tampoco antes estuvo en su mira que la actual crisis de violencia y desocupación la generarían las mismas estructuras sobre las que se asentó su futuro: industrialización acelerada, narcotráfico, impunidad, corrupción y ausencia total de políticas sociales.
Mientras la prosperidad de la maquila y los dineros del narco se enseñoreaban en esta frontera, el espejismo del Estado benefactor hacía lo suyo en el sur del país y bajo las tesis del peor control social atenuaba, en la década de los ochentas, algunos índices delictivos mediante un relativo crecimiento económico.
Pero esos eran otros tiempos. Eran épocas en que las finanzas públicas crecían al seis por ciento anual en el país y el gobierno ejercía subsidios sociales englobados en la era del New Deal mexicano.
Hoy, las cosas han cambiado en el norte y en el sur y los nuevos vientos arrastran con rudeza la arenilla en esta frontera. En esta atmósfera, el crepúsculo del modelo económico y la rebaba de las guerras inventadas para esconder sus fracasos han empujado una porción importante de jóvenes juarenses a incorporarse a los distintos ramales de los cárteles de la droga, cuyas elites y mandos medios han diversificado sus mercados y aumentado sus actividades delictivas en los últimos años.
Analistas cercanos al fenómeno de la violencia fronteriza estiman que la ruina del presidente Felipe Calderón en su ataque a los grupos delictivos, principalmente en ciudades como Juárez, se debe a que desde un inicio el gobierno mexicano nunca decidió atacar de manera precisa los flancos neurales del narcotráfico. En lugar de neutralizar las rutas de distribución, comercialización y financiamiento de los grandes capos de la droga, su política ha ido en el sentido de profundizar las pugnas y disputas entre los cárteles obligando a los más débiles a mutar sus actividades criminales por otras más violentas y rentables como el secuestro, la extorsión y el robo de vehículos.
Al cártel del Chapo Guzmán y de Vicente Carrillo y otras pandillas aledañas se atribuye estar detrás de las últimas mareas de secuestros, extorsiones, homicidios y robo de autos, delitos que se convirtieron a partir del 2008 en el peor dolor de cabeza para la ciudad. Semejante desastre no pudo estremecer a Juárez sin el involucramiento de segmentos importantes de todas las policías.
Sentados a la mesa de un banquete de sangre al que no pidieron ser invitados, cientos de púberes han mordido el anzuelo de ese mundo a cambio de un salario atractivo y un peldaño de poder más alto en la estructura social de los desechables. Es a ellos a quienes hoy el narcotráfico recluta, arma y saca a las calles para poner al día el calendario de su brutal poderío.
A diferencia de un empleo mal pagado en la maquila, los cárteles han abrigado la orfandad de los barrios miserables y en su hambruna de ser alguien y obtener algo en la vida, los retoños optan por una existencia provisional y fulminante, edulcorada entre el sueño de las drogas, los autos lujosos y las marcas de moda.
En un mundo de miedo y silencios oficiales se calcula que “alrededor de 120.000 jóvenes en Ciudad Juárez entre los 13 y 24 años —el 45 por ciento del total de este rango de edades—, actualmente no tienen acceso al aparato escolar, ni eventualmente al mercado laboral”. Junto a estas cifras del Colegio de la Frontera Norte, existen otras no menos ominosas que estiman que en esta ciudad son jóvenes y pobres el blanco favorito de ejecuciones y matanzas tumultuarias.
La violencia ha ganado la ciudad y aunque después de cuatro años de acoso sistemático hoy parece haber la percepción de que su tamaño se ha reducido, lo cierto es que mientras siga existiendo el abandono gubernamental en los suburbios el flagelo seguirá persiguiéndonos, dice Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos.
La exclusión, la pobreza y el abrasivo pleito entre la mafia por la plaza, explica que ahora los adolescentes infractores, como los tipifican las leyes penales del Estado y otros que alcanzan la mayoría de edad constituyan en Ciudad Juárez una marabunta mucho más propensa al delito que en épocas anteriores.
En el primer semestre de 2008, por ejemplo, los tribunales especializados en menores recibieron 96 expedientes contra jóvenes acusados principalmente de delitos de robo, secuestro y homicidio. En el mismo periodo de 2011, esas mismas instancias llevan ya registradas 307 carpetas de imputaciones relacionadas con los mismos delitos. Por si mismas estas cifras revelan un crecimiento del 309 por ciento de esos delitos, a parte de los cientos de casos que no son reportados.
Al desaliento de estas cifras se suman otras que indican que de 2007 a octubre de 2010, 2.456 menores han purgado condenas en la Escuela de Mejoramiento Social, una institución caracterizada por ejercer castigos inhumanos en la rehabilitación de sus jóvenes prisioneros.
Ante estas y otras cifras registradas, lo incomprensible es la reticencia del gobierno y los grupos de poder económico locales de examinar a fondo lo que hay detrás del crecimiento desmesurado del crimen, en un lugar donde es evidente el colapso moral del sistema y el desmoronamiento de todas las estructuras legales.
III
La escalada de terror con sus más de siete mil muertos en los últimos cuatro años y medio ha transformado a Juárez en una de las ciudades más peligrosas del mundo y ha contribuido a hundir sus cimientos económicos en las aguas negras de una crisis sin precedentes. Lugar deficitario en muchos sentidos, el estrepitoso fracaso de la guerra calderonista contra el narco y la crisis manufacturera mundial han golpeado a este municipio del norte mexicano como a ningún otro y su desastre económico es ahora digno de los peores indicadores: 80.000 empleos perdidos de mediados de 2007 a la fecha, 250.000 juarenses expulsados por miedo y falta de trabajo, 10.000 negocios clausurados, 116.000 casas desocupadas y más de 12.000 niños huérfanos por las ejecuciones.
Esta realidad desastrosa ha transformado a Ciudad Juárez en una metrópoli agotada. En cuatro años la metástasis del un cáncer insufrible penetró su cuerpo y su mal ahora la iguala a un pedazo de jungla globalizada, en cuya alma se cauterizó la historia y se deslavaron los principios de vida comunitaria para seguir otros privativos del individualismo y consumo tiranos.
Es en esta atmósfera donde se mueven los jóvenes juarenses de principios de siglo. Un mundo descarnado y caótico donde cientos de ellos, muchas veces sin habérselo propuesto, han saltado a las calles para convertirse en actores de un pavoroso clima dominado por balaceras a plena luz del día.
Paradigma de la prosperidad y la bonanza en otros tiempos, Juárez vive hoy los casos criminales más traumáticos de su historia en la medida que estos menores han hecho suyo el ritmo de las calles y le cobran a los demás una abultada factura de desprecio y abandono.
Si es cierto lo que dicen Manero y Villamil que “cuando el abismo entre las clases ricas y poderosas y las clases subalternas aumenta, también aumentan la violencia y la delincuencia”, entonces es inequívoco pensar que la vida en Juárez no esté hoy muy lejos de esta disyuntiva.
Muchos de los indeseables que ahora roban y matan sin piedad son los hijos de la maquila. Los hijos de nadie. Los maltratados y abandonados de siempre. Esos que no nacieron con un arma en la mano pero ahora que la empuñan no dudan en apuntarla a la conciencia de quienes los olvidaron.
Este celo mantiene en estado de alerta a los juarenses y su decisión de salir a las calles los ha obligado a instruirse en las más primitivas reglas de convivencia cotidiana, donde tampoco queda descartada la eventual circunstancia de toparse con las hordas y caer a media banqueta tras el tableteo de su fuego asesino. Los homicidios dolosos son la síntesis más cruda de la violencia en Juárez y su reguero se mueve por todas partes incluyendo estacionamientos, parques deportivos, sitios cercanos a escuelas e iglesias de todos los credos.
Detrás de todos estos actos delictivos existe la necesidad de apropiarse materialmente de lo excluido y prevalece un irresistible sentimiento de rencor y venganza por parte de quienes los cometen.
Ese podría ser el resultado de la drástica polarización de la ciudad por la diferencia de ingresos que genera el mejor caldo de cultivo para la aparición del resentimiento social, dice César Fuentes Flores, experimentado demógrafo del Colegio de la Frontera Norte, quien se ha pasado los últimos quince años de su vida quebrándose la cabeza para descifrar los misterios existentes alrededor de las crisis padecidas en Juárez.
La crisis actual de violencia e inseguridad está vinculada con el mundo sin futuro de los jóvenes y su cambio en términos culturales se debe a que la educación dejó ser para ellos una opción de vida social, dice este investigador con un doctorado en ciencias sociales por la Universidad de California.
Para Fuentes Flores, algo que caracteriza la crisis de inseguridad en Ciudad Juárez es que, a diferencia de otras ciudades, aquí se vive una natural articulación entre las pandillas juveniles y el crimen organizado, circunstancia aún no localizada en otras latitudes.
Esto quizá explique el hecho de que la última ola de homicidios en la ciudad —más de siete mil en cuatro años—, pudieron haber sido cometidos en un 70 u 80 por ciento por jóvenes, pertenecientes a los Aztecas y Mexicles, dos de las pandillas más temerarias de la frontera y por otras gangas formadas al calor de la demanda de los cárteles de la droga, según datos de la Fiscalía del Estado.
La vinculación inmediata con la cultura norteamericana y las huellas del mercado mediático sobre la psique de los jóvenes juarenses pudieran también estar detrás del ritmo vertiginoso con que han entrado sus vidas.
La dimensión de lo geográfico desentraña la naturaleza de una ciudad porosa por donde entran las drogas a Estados Unidos. Pero también revela la existencia de construcciones subrepticias por donde el narco filtra las armas con que libra sus guerras y Wall Street introduce sus códigos para que prospere en traspatio la educación global.
Si la anterior tiene algo de sentido, entonces no es extraño que los jóvenes de esta zona constituyan los primeros grupos de la sociedad latina, fuera de los Estados Unidos, hechizados por el aparato de las nuevas tecnologías.
Los juegos de vídeo y e internet por lo pronto han cambiado la fisonomía de la sociedad contemporánea y han marcado a la población joven del planeta anclada frente a sus pantallas.
Las comunicaciones masivas imponen patrones, gustos y conductas y algunos de estos moldes no dejan de estar vinculados con la violencia juvenil que se mueve en Juárez y en el fondo de las otras grandes periferias del mundo.
IV
Frente a la puerta de la casa de Bryan la oscuridad de la calle impidió ver el rostro de los hombres que bajaron de una van azul dos cuernos de chivo, un rifle de asalto R-15 y tres pistolas nueve milímetros.
Las armas servirían, según se enteraría Bryan una tarde anterior, para hacer un jale en un restaurante de la avenida Jilotepec. Bryan estaba morreando cuando sonó su LG touch screen. Se levantó del sofá donde veía acostado con su novia Pinky Cerebro por la televisión. Apenas timbró el teléfono le dijo a Elisa que se fuera y que la vería un día después. La orden recibida desde su celular era precisa: había que eliminar a un restaurantero en el momento en que éste entregaría la cuota a un integrante de una banda rival.
Cinco muchachos fueron los que acompañaron a Bryan esa mañana. El Halcón, apostado en contra esquina de la tortería El Globo Verde, avisó diez minutos antes que la mesa estaba servida. Adentro se hallaban el propietario del negocio, pocos clientes y El Pantera, un muchacho de 18 años que servía como cobrador de piso de los rayados, como les denomina la jerga barrial aquí a los miembros de La Línea.
El Pantera no terminó de comer su torta de colita de pavo. Su cabeza quedó pegada a la mesa después de haber sido destrozada por dos balazos de una escuadra humeante nueve milímetros. El propietario intentó huir, pero su esfuerzo fue infructuoso. Fue alcanzado a media cuadra de su negocio por un delgado arqueo de balas escupido por el cuerno de chivo de Bryan. Su muerte, como el del Pantera, dijeron los médicos legistas, fue instantánea.
Pero la suerte no estuvo del todo al lado de los homicidas. Fueron capturados en el momento que emprendían la retirada cuando una patrulla de federales se cruzó por su camino. La policía mató a uno y los otros cinco fueron desarmados. Bryan dijo a la policía que tenía 17 años y que pertenecía a Los Doblados, como se conoce a la banda de Los Artistas Asesinos o Doble A, una vertiente pandilleril de los Mexicles subcontratada por el Cartel de Sinaloa.
Las acciones de estas dos pandillas se volvieron más virulentas en la medida en que el terror del narco ganó la plaza y la disputa por la ciudad se convirtió en una deuda capital tanto para uno como para otro grupo.
Bryan había sido reclutado en los primeros días de mayo de 2009. Primero le dieron a cargo un radio de alta frecuencia, un celular y una pistola. Lo dejaron hacer algunos trabajillos por su cuenta hasta el día en que se estrenó como matón. Bryan, como puede verse, no alcanzó a graduarse. Tampoco alcanzó a cobrar los cinco mil pesos que les habían prometido de la doble ejecución por la que ahora paga con cárcel.
Bryan nació y creció en la misma colonia del Franqui, un muchacho que a sus 17 años parece condenado a pertenecer al círculo de los que a su edad si no los matan o encierran terminarán olvidados en los márgenes de cualquier vereda.
Hace un año y medio el Franqui se empleó en una desponchadora de llantas en su barrio, pero el negocio cerró en febrero pasado, después de que su propietario, George, el pinche gordo, fue baleado por negarse a pagar cuota a unos vecinos suyos, camuflados como gente de La Línea, el brazo armado del Cártel de Juárez.
Los responsables de la muerte de George, identificados por sus próximos como chavalos muy bragados, antes de matarlo se habían encarnizado contra su mujer y dos de sus hijos menores, según me cuenta el Franqui, a quien encuentro recostado en el umbral de una tienda de abarrotes donde me apeo para comprar cigarrillos y agua embotellada.
Después de recorrer varias cuadras de ese lugar, cualquiera se daría cuenta que pisa el intestino juarense y que allí la desconfianza mutua es el sello inequívoco de los lugares en guerra. Grafitis descolorados y cientos de casas en ruinas y abandonadas descubren el alma destrozada de Tierra Nueva, una colonia ubicada en una de las periferias más violentas de la ciudad, fundada y crecida en el sur oriente para dar cobijo a miles de migrantes establecidos allí desde los años ochenta.
Tierra Nueva es solo una de las 14 colonias ubicadas en una geografía crítica, empobrecida y desarbolada, donde el gusto por matar casi siempre está antecedido por cualquier negocio mal hecho con las mafias del narco.
Los brazos del Franqui son delgados. Parecen dos huesudas tenazas cuando se estiran hasta la bolsa de los pantalones para sacar una cajetilla de Marlboro aplastada. En el omóplato izquierdo lleva tatuados dos nombres abismales: el de su novia, levantada en los duros días de enero, y el de su más afectivo compa, El Doblado, que buscó nuevos aires y cambió recientemente de bando.
El Franqui es de tez morena y ojos hundidos. Para llegar a su barrio hay que atravesar más de la mitad de la ciudad y transitar entre calles terregosas y habitantes sin empleo. Ve todo de reojo. Intenta encender el cigarrillo pero se arrepiente. Finalmente se queda con el pitillo pegado a los labios. Se espanta las moscas de la cara con una mano y vuelve a ver hacia la esquina. Dice que dejó la escuela hace más de tres años. Lo hizo porque su madre los abandonó, a él y a su hermana, en casa de su abuela.
No le gusta abordar el tema familiar. Sin embargo, cuenta que su mamá, cansada del mal trato de su padre y del bajo salario en Valeo Wiper Systems, una fabrica dedicada a la manufactura de accesorios y partes de automóviles, un día decidió irse para el otro lado. De vez en cuando, ella se comunica por teléfono y manda un poco de dinero a través del banco Azteca, en cuyas sucursales los extorsionadores han abierto en Juárez el mayor número de cuenta para sus depósitos, según indagaciones de algunas autoridades locales.
En el arenoso paraje donde vive el Franqui todo parece manoseado por el calor y las moscas. Es agosto. Mientras unos muchachos corren de una esquina a otra, azuzados por dos patrullas de la Federal, la temperatura no cede los 42 grados centígrados.
—Me urge hacer uno que otro jale. Dígame dónde vive para ir a robarlo—me dice. Su tono parece serio.
—No se crea, es pura broma, míster— rectifica y suelta la carcajada.
El Franqui, como ya se dijo, no le agrada conversar sobre su familia. Parece que esto lo incomoda y no insisto sobre el tema. Decido bordear por el asunto de su antiguo patrón y aunque se da cuenta de mi treta, finalmente muerde el anzuelo.
Eso sí que estuvo bien gacho, me dice. A la mujer de George, el pinche gordo, cinco bueyes la bajaron de la rutera y la treparon junto a sus dos hijos pequeños a una cherokee color arena.
Antes de llevársela, otros putos llegaron con los de la camioneta, sacaron a los niños y los metieron a otra troca. Rosalba, como se llamaba la mujer, puso resistencia. Gritó. Alcanzó ponerle un chingadazo a uno de ellos, pero no pudo descontarlo.
Al final, se impuso la fuerza. El silencio y miedo de todos fueron dos enemigos más que saltaron a su lado. Nadie se metió, porque de hacerlo ahora muchos estuvieran muertos.
El cuerpo de ella apareció cercenado de los brazos y sin cabeza. Unos chóferes de una rutera, al bajarse a mear, descubrieron su cadáver tirado en uno de los costados de la carretera que conduce a Villa Ahumada.
De los dos chavalitos nunca se supo. El Franqui supone que los niños fueron vendidos a una banda de traficantes de órganos para cobrarse la cuota que se negó a pagar el pinche gordo.
Que le costaba al cabrón. Ahorita tendría negocio y familia. Estaría vivo el pendejo. Pero se quiso pasar de marrano, dicen que manifestó uno de sus asesinos al bravuconear que todo el sureste de la ciudad sigue estando en poder de La Línea y que son puras pinches mentiras que allí mande el Chapo y los putos Doblados.
En ciudad Juárez, como en otros sitios calientes, a los matones suele írsele la lengua, sobre todo cuando están borrachos y acompañados de mujeres.
Sobre el asesinato de George y su esposa la prensa no publicó nada. La desaparición de los dos niños ganó algunas líneas en la página policiaca, pero del que si nadie habló fue de Daniel, el tercer hijo de este matrimonio martirizado.
Daniel era un chingón. Siempre le fue bien en la escuela. Era puro diez. La seguridad con que se movía en la secundaria tenía cautivada a su maestra de matemáticas. Dos que tres morritas se dieron unos chingadazos por él. Pero él nunca las peló.
Siempre estaba ocupado. Después de la escuela, por las tardes, ayudaba a su padre en la desponchadora. El resto del tiempo lo dedicaba a hacer las tareas de la escuela y a escuchar a su tío Justiniano, quien le hablaba de montañas escarpadas y lagos profundos de la sierra Tarahumara.
Al viejo y al sobrino les había ganado el gusto por sentarse en las tardes en el patio trasero y estrecho de la casa a escuchar música norteña. Se habían entrañado con los Bravos del Norte, cuyo acordeón sobresalía como un halo extraño entre girones de música hip hop, pasito duranguense y tonadas de Joan Sebastian, provenientes del caserío vecino.
Cuando Daniel cumplió dieciséis años rechazó la invitación de otro tío para ir a California. Prefirió viajar con Justiniano a la sierra en unas vacaciones de verano. Daniel dijo un día a algunos amigos que la sierra estaba fregona, porque era un pedazo del mundo donde el alma todavía estaba arbolada.
Daniel creció en medio de un océano de arena. Pero el paisaje ocre y plano de su entorno nunca lo desanimó. Tenía la esperanza de ver otros cielos. Por su tío sabía de lugares donde brotaba clorofila y pájaros opalinos bebían agua en el estanque de los ríos.
Lo primero que me llamó la atención de la historia del Franqui es que estuviera tan enterado de la vida de Daniel, en días en que se había decretado en los barrios un tácito arreglo que consistía en no cruzar el lodazal de la intimidad ajena, en caso de que se estimara la vida. Pero el Franqui me aclaró que el Dany era el mismo bato del nombre que llevaba tatuado en la espalda. Su mejor y más afectivo amigo.
Nadie supo cómo y cuándo Daniel se hizo parte de Los Aztecas, una pandilla arcaica que ahora opera bajo órdenes del Cártel de Juárez, ni cuándo se pasó al bando enemigo. Lo cierto es que esta deserción pudo ser la que pudo haber costado la vida a George y Rosalba, sus padres, infortunados.
Pero lo más cabrón, dice el Franqui, es que el Dany hizo sus cosas en la tiniebla. En el barrio lo tenían por un bato calmado. Nunca supieron a qué horas operaba ni en qué punto de la ciudad.
Su historial delictivo se destapó tiempo después. Se supo de él hasta que la Policía Ministerial desbarató a una banda de secuestradores y extorsionadores en el suroriente de la ciudad. A pesar de sus escasos dieciocho años, Daniel, según dijo la policía, era la cabeza más visible de una banda sanguinaria que durante los últimos años había asolado el centro y oriente de Ciudad Juárez.
Como las historias del Franqui y el Doblado existen miles en la frontera. Son parecidas a la de otros de quienes el gobierno y el escarnio público no se hacen cargo, sí no es para clamar penas más severas en su contra. Y mientras la política criminal cada día es más punitiva, el mal no duerme y sigue al asecho de los nadies, según diría Galeano.
V
Si el ala izquierda del segundo piso del Colegio de la Frontera Norte tuviera más ventanas desde allí podría divisarse una especie de bodegón cuadrado y plano, de paredes blancas y rojas. Este edificio sombrío alberga a El Jocker, el mejor sitio de la ciudad para ver y tocar mujeres sin ropa. El lugar es famoso por sus mujeres estimulantes y seductoras. Lo es, además, porque en sus puertas se han registrado balaceras, levantones y ejecuciones entre hombres ligados al narco.
La ubicación del Jocker en Avenida López Mateos y La Raza pudiera ser la confirmación más cínica de que en esta frontera duermen lugares de todas las inspiraciones en la misma cama. Aquí no es difícil encontrar desde una escuela hasta una iglesia al lado de un expendio de droga. El sofisma en todo caso es que en Juárez nadie se mete con nadie y las barreras morales, si se tienen, es mejor dejarlas en casa.
A menos de una cuadra y media de El Jocker, funcionan desde hace varios años las oficinas del Colegio de la Frontera Norte, pero cerca de allí también existen más de una escuela, un kínder, una hamburguesería, con juegos para niños, y varias funerarias, por si a caso.
El Colef es una institución dedicada desde hace más de 25 años a la documentación urbana. Algunos de sus miembros e investigadores, pese a las presiones económicas y seducciones sutiles del Estado, han ganado fama por ser cirujanos pertinaces, disecadores de temas y casos polémicos en las fronteras mexicanas.
De hecho esta es una de las escasas instituciones de la ciudad en que sus intelectuales trabajan para desandar los caminos por donde han ocurrido los peores cataclismos urbanos, como es el caso de los feminicidios, asesinatos horrendos contra mujeres, cuyas páginas sangrientas dieron vuelta al mundo la década pasada, sin que hasta la fecha se hayan plenamente esclarecido ni detenido a sus verdaderos responsables.
En uno de los cubículos de ese centro se escucha la voz de César Mario Fuentes Flores, investigador de tiempo completo y ahora director del Colef en Ciudad Juárez. Fuentes Flores es quizá uno de los demógrafos que mejor explica la ecuación que existe atrás de la pasada prosperidad económica de esta frontera y de la reciente irrupción del crimen, como una forma de vida, principalmente entre muchos jóvenes juarenses.
Para este investigador, originario de Castaños, Coahuila, es necesario regresar por lo menos tres décadas y media para entender lo que sucede hoy en Ciudad Juárez. De acuerdo a su tesis, para llegar allí es imprescindible descifrar los códigos de una relación clave entre factores combinables: sociedad, ubicación geográfica, industria, suelo y migración. Sobre estos cimientos se ha sostenido, dice, la armazón de un explosivo proyecto urbano que para desgracia de muchos y provecho de pocos priorizó la ganancia y olvidó el factor humano.
Fuentes Flores se refiere al fenómeno de la maquilización, iniciado en los años tempranos de la década de los setentas, cuyos procesos impactaron para siempre el rostro demográfico de la ciudad.
Fruto de su ubicación geográfica y localización a un lado del país más rico y poderoso del mundo, Ciudad Juárez se transformó en pocos años en una urbe-imán que atrajo grandes oleadas migratorias en busca de los empleos no creados en otras partes del país.
La mano de obra barata y la distancia con respecto a los grandes centros de almacenamiento y distribución mundial de la ciudad multiplicaron las ganancias.
Ciudad Juárez sedujo al capital trasnacional debido a que la producción de un arnés aquí había solo que restarle un dólar de su precio en el mercado. Desde esta perspectiva, según algunos teóricos de la globalización, la ciudad nunca dejó de girar alrededor de la órbita de los procesos de centralización de las actividades productivas de los países desarrollados hacia lugares del tercer mundo, apunta Fuentes Flores, mientras consulta en su ordenador algunos datos estadísticos.
Como era de esperarse, la industrialización benefició, al margen del capital foráneo, a grupos de inversores locales. Con esta dinámica llegó aparejada la fiebre del suelo, cuyo clímax cruzó para siempre a familias como Zaragoza, Fuentes, Arelle, Bermúdez, Boone Menchaca, Urías y Fernández, entre otras. Fue entonces cuando por la corriente sanguínea de la oligarquía local empezó a circular el amor por la especulación inmobiliaria.
Alguna vez Gustavo Elizondo, ex presidente municipal de Ciudad Juárez y empresario dedicado a la construcción, dijo que la renta de una nave de maquila en la frontera podía costar, a finales de los años ochenta, hasta 25.000 dólares mensuales, valor que se desplomó con la recesión norteamericana de 2008 y la reciente contracción económica de Europa y Asia.
Pero si la maquilización de la frontera propició entonces rentas generosas para los bolsillos de las clases acomodadas, sobre la espalda de alguien tenía que caer el peso de la mítica prosperidad juarense.
Detrás de las carretadas de dinero que llegaron en los furgones del capital forastero, los migrantes fueron los que pagaron los platos rotos de la gran fiesta maquilera.
Si bien es cierto que la industria golondrina creó una gran cantidad de puestos de trabajo, la realidad es que el 70 por ciento de estas plazas se concentraron en las líneas de producción con muy bajos salarios.
Esta disparidad salarial instituyó una polarización social en términos de ingreso, lo que significó, según Fuentes Flores, que la mayor parte de la migración empleada en las maquilas tuvieron que instalarse en la periferia de la ciudad y sus sueños de una vida digna quedara truncada y reducida en los márgenes del mercado del suelo y la vivienda.
La segregación socio espacial (este es un término acuñado por el investigador) a la que se sometió la clase trabajadora provocó la aparición de una ciudad fantasmal y peligrosa, separada y fragmentada precisamente por el tipo de ingreso.
Por ejemplo, es en el poniente donde aparecieron los primeros suburbios de trabajadores empobrecidos a partir de la invasión de predios irregulares. Este régimen de apropiación fue impulsado por de líderes corruptos del Partido Revolucionario Institucional, quienes tras prometer a los colonos la regularización de sus predios, les cobraban cuotas y los mantenían cautivos, atrás de una espesa malla de control social que favoreció a ese partido en tiempos electorales.
En el suroriente se generaron programas de vivienda popular, pequeñas villas de miseria, compatibles con los salarios que pagaban las fábricas. Mientras tanto, el nororiente se enseñoreó con mansiones rodeadas de lujos impensables.
Esta polarización geográfica propició una marginalidad extrema y creó profundos resentimientos en una gran parte de la sociedad. En este mundo, la maquiladora rompió, dice Fuentes Flores, moldes culturales, pero fue incapaz de instituir otros que generaran beneficios para los trabajadores.
La maquiladora absorbió a las mujeres quienes perdieron también y para siempre el calor y la intimidad de la vida familiar al abandonar la educación de sus hijos en manos del barrio.
Gustavo de la Rosa, visitador estatal de los derechos humanos, quien vive entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas, después de que en 2010 recibiera amenazas de muerte por grupos no identificados que pudieron haber estado operando durante ese tiempo en el interior de algún grupo mafioso vinculado al Ejército, dice que es en el terreno social y económico donde siempre ha fallado el gobierno y los grupos empresariales que se beneficiaron de la otrora bonanza fronteriza.
Sólo que ahora, dice de La Rosa, son más evidentes las reticencias e intrigas en el tema de inversión de dinero público y privado para iniciativas sociales.
De la Rosa se refiere a la escasez de fondos públicos para enfrentar los rezagos en circunstancias particularmente agravadas en la frontera, luego de que una buena parte de la industria maquiladora ha parado su funcionamiento y ha desocupado a miles de trabajadores y de que el floreciente dinero del narcotráfico se ha vuelto ojo de hormiga.
Los que ahora están pagando el pato son los jóvenes a quienes pareciera se les está usando de carne de cañón para limpiar la ciudad, dice de La Rosa mientras toma un whisky con hielo y agua mineral en el bar del hotel Camino Real del centro de El Paso, Texas, y demanda que en este tema el gobierno mexicano asuma su responsabilidad.
Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México (y reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua). Es periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos. Algunos de sus textos han aparecido en The Clinic (Chile), TrovareLAMERICA» (Argentina), Emmequis, Replicante y Arrobajuarez (México) En FronteraD ha publicado Lomas del Poleo: detrás del despojo, la avaricia y Ciudad Juárez, la frontera olvidada