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Ciudadano Zuckerberg

 

La filmografía del cineasta David Fincher está habitada por una serie de personajes que, de una forma u otra, han evidenciado una relación conflictiva con la sociedad, y por extensión consigo mismos. Esta galería de criaturas marginales, auténticos outsiders, voluntarios o no, tiene ahora un nuevo miembro en la figura, esta vez históricamente real, de Mark Zuckerberg, el joven que ideó Facebook, la conocida red social que actualmente tiene más de 500 millones de miembros, y que le ha convertido en el multimillonario más joven de la Historia. Él se convierte en el epicentro de La red social (2010), una película que, eso sí, va mucho más allá de ser un simple biopic a la manera de las historias triunfalistas del estilo Bigger than life, como tampoco era Seven (1995) el simple intento de introducirse en la mente de un asesino maquiavélico o El curioso caso de Benjamin Button (2008) la extraña y triste historia de un amor imposible. 

       John Doe, el protagonista en la sombra, con el permiso de los detectives Mills y Somerset, de Seven se nos aparecía a los turbados espectadores como la encarnación psicótica de un ángel exterminador que llevaba a cabo atroces y crueles asesinatos basados en la supuesta culpabilidad de unas víctimas, símbolos inconscientes a través de sus vidas de los llamados siete pecados capitales. John Doe actuaba bajo la convicción moral de estar ejecutando una obra benévola para la Humanidad, al liberar a sus víctimas y, por extensión al resto de los mortales de nuestras miserables vidas, inmersas en actitudes llenas de vanidad, lujuria, avaricia, etc.

       Jack, el insomne protagonista de El club de la lucha (1999) es otro ser inadaptado, disconforme con la vida que lleva y con la sociedad que le rodea, aquella que representa un catálogo de Ikea. Su modus vivendi le lleva a evadirse a través de una fantasía mental, totalmente subconsciente, que supone la creación de un alter-ego, Tyler Durden, quien será el responsable de un club subversivo y secreto, el que da título al film, y cuyos objetivos serán la liberación del individuo en una sociedad que le atenaza y atentar contra el sistema capitalista.

       El multimillonario Nicholas Van Orton, el protagonista de The game (1997) también forma parte de esta galería de personajes inadaptados y, en ciertos aspectos, podríamos tomarlo como un precedente de Mark Zuckerberg, aunque las acaudaladas cuentas bancarias tengan menos que ver con la genialidad y más con la herencia familiar. Nicholas Van Orton es el claro ejemplo de empresario paradigmático de la llamada sociedad del bienestar que él ha ayudado tanto a construir pero cuya actividad, voraz, depredadora, ha llevado a una total incomunicación respecto a los que le rodean; a la más absoluta soledad. Sólo será consciente de ello a través de un proceso de redención, provocado por una situación orquestada, a través de la complicidad de su hermano menor, por una empresa especializada y que llevará al personaje a experimentar una aventura de índole kafkiana.

       Benjamin Button es la víctima de una inadaptación, aunque más que social, de carácter emocional, que viene provocada por la extraña enfermedad genética que padece desde su nacimiento. El protagonista de El curioso caso de Benjamin Button nace con la edad de un viejo de ochenta años y a medida que va cumpliendo años va rejuveneciendo, bajo la apolínea presencia de Brad Pitt. Esta sorprendente situación, más allá de provocar el estupor y la curiosidad de la gente, recelosa y temerosa inicialmente ante semejante heterodoxia biológica, pondrá de manifiesto la imposibilidad de vivir una historia de amor convencional con Daisy, la chica de la cual se enamoró siendo un niño viejo.

       Mark Zuckerberg al margen de presentar como diferencia fundamental su veracidad histórica, presenta similitudes, en calidad de inadaptado social, y también pronunciadas diferencias con estos asesinos, cerebros bipolares, empresarios traumatizados y jóvenes viejos. Pero como ellos, es un ser marginal, como nos muestra la secuencia inicial del film, en la que mantiene una conversación endiablada, frenética -un poco a la manera de las comedias de género de los 60- con Erica, su por entonces novia. Ya desde el principio él pone de manifiesto su inteligencia, su agilidad dialéctica, cierta altanería, actitudes infantiles y sus pocas habilidades sociales. Tal y como le espeta al concluir la disputada conversación, que dará por zanjada su relación, no se trata de creer que no tiene éxito con las chicas porque es un nerd (persona centrada solo en estudios científicos o intelectuales y a la que no le interesa ningún tipo de relación social) sino “porque eres un gilipollas”. Esa, sin duda, puede ser una apreciación provocada por una situación concreta y una determinada relación sentimental, sin embargo no dejamos de estar algo de acuerdo con esa opinión. Ahora bien, lo interesante, y siendo conscientes de que ese va a ser el responsable genial de la creación de Facebook, es el misterio que va a ir envolviendo a ese personaje. Queremos saber qué se esconde detrás del privilegiado cerebro de Mark Zuckerberg, como queríamos saber qué se escondía detrás de la mente perturbada de John Doe, como queríamos saber qué sentía y padecía Benjamin Button a medida que envejecía. El enigma está servido.

 

 

       La heterogeneidad y la complejidad que caracteriza a los personajes de las películas de David Fincher repercuten sin duda en los discursos que en ellas se exponen. Así las cosas, en Seven un asesino en serie, no era simplemente un asesino en serie. Las cosas no son tan sencillas, ni resultan tan cómodas. Porque en una película policíaca como aquella, por seguir con el ejemplo, lo que se ponía en tela de juicio son los conceptos éticos del bien y el mal. No dudamos que no era legítima la forma de actuar de John Doe, pero en la lógica que había en sus actos, expuesta por él mismo con fría clarividencia, y que se basaba en principios teológicos servidos por el Antiguo Testamento, hallábamos un resquicio que se convertía en brecha cuando el teniente Mills caía presa de su trampa. ¿Tenía mayor legitimidad esa acción del policía que las ejecutadas por el asesino? ¿Quedaba ese crimen impune desde un punto de vista ético? Esas y otras cuestiones eran a las que nos enfrentaban David Fincher y su guionista, en esa ocasión Andrew Kevin Walker.

       En ese sentido, la mayor polémica seguramente la suscitó El club de la lucha. Su discurso, un atentado contra la sociedad capitalista y el sistema neoliberal que otorgaba el control de nuestro mundo a las empresas financieras y a las entidades bancarias, recibió contundentes críticas por parte de sectores que la acusaron de ser una apología del neofascismo. ¿Han oído aquello de que dos ideas contrapuestas llegan a ser tan extremas que acaban por encontrarse? Pues, de algún modo, la película de David Fincher parecía decirnos eso a través de esa formación terrorista en la que se convertía El club de la lucha. Lo que empezaba como un grupo de gente que se reunía para partirse la cara a bofetadas terminaba siendo una especie de grupo paramilitar dispuesto a sembrar el caos mundial mediante una serie de atentados. Sus finalidades parecían estar más vinculadas a la ideología anarquista, sin embargo, la estructura organizativa del grupo y la metodología utilizada en su formación parecían más proclives a la ideología fascista. ¿Dónde empieza una y acaba la otra?

       Sin embargo, más allá de planteamientos éticos o ideológicos, aquello que parece ser una mayor preocupación en David Fincher es la confrontación entre la verdad y la mentira, entre lo auténtico y lo falso. Algo de todo ello había en una película como The game, despachada rápidamente como un simple artificio de filiación hitchcockiana, pero que escondía la siempre interesante reflexión sobre si lo que vemos es verdad o mentira. ¿Está formando parte Nicolas Van Orton de un simple juego o los acontecimientos que parecen convertirle en un títere forman parte de la realidad? En este sentido, la mayor contribución de David Fincher, con la colaboración de James Vanderbit, la encontramos en Zodiac (2007), película basada en las serie de asesinatos que el conocido Asesino del zodiaco llevó a cabo entre 1966 y 1978 en San Francisco y que provocó el pánico entre la población y el desconcierto de las autoridades policiales y de la prensa local, a la que mandaba criptogramas relacionados con sus acciones. ¿Es posible reconstruir ciertos acontecimientos históricos? ¿Hasta dónde sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió? ¿Qué hay de verdadero y que hay de falso en la obsesiva investigación que lleva a cabo Robert Graysmith, un dibujante de viñetas cómicas que acaba investigando por su cuenta y servicio el caso? David Fincher no nos ofrece una solución.

       La verdad y la mentira también se cuestionan en La red social, de la misma manera que se cuestiona también la legitimidad de los actos de Mark Zuckerberg, a quien los hermanos gemelos Winklevoss denunciaron por apropiarse de su idea, y que acabó tendiéndole una trampa a Eduardo Saverin, su único amigo, la persona que le financió al iniciar el proyecto, y con quien tuvo diferencias importantes a la hora de gestionar y promover Facebook. El retrato que hace la película de su protagonista no resulta benévolo, mucho menos complaciente, aunque tampoco es despiadado. De nuevo nos movemos entre arenas movedizas, terreno resbaladizo donde es imposible establecer juicios de valor. Sentenciar si Mark Zuckerberg es culpable o inocente resulta infructuoso; aventurarnos a decir si estamos de acuerdo en su manera de actuar, una estupidez.

       ¿Quién es Mark Zuckerberg? Un misterio. El creador de Facebook, y a partir de ahí… David Fincher y Aaron Sorkin pivotan alrededor de su personaje a través de un relato laberíntico, complejo y trepidante, sin dejar de ser conscientes de dos factores fundamentales y esenciales en la concepción estética de la película: en primer lugar, que los acontecimientos son muy recientes y por lo tanto carecen de la distancia suficiente en el tiempo para adoptar una perspectiva objetiva; en segundo lugar, y en relación a lo anterior, que la información que se tiene sobre la historia se genera y se procesa con una inmediatez que la convierten en sospechosa, cuestionable y, sobretodo, difícilmente asimilable. Eso motiva que La red social se organice a partir de dos instantes concretos, los dos juicios que se celebraron contra Mark Zuckerberg  -que funcionan como el tiempo presente del relato- y de los cuales parten continuos flashbacks que atienden a diversos puntos de vista y que ayudan a reconstruir los fragmentos esenciales de la historia. Un caleidoscopio narrativo que va abriendo y cerrando numerosos meandros que pretenden reconstruir una historia reciente e inconclusa, no lo olvidemos.

 

 

       No estamos muy lejos, entonces, de los procedimientos narrativos que confeccionó Orson Welles para su Ciudadano Kane -tal y como ha observado pertinentemente Carlos F. Heredero- o del Rashomon de Akira Kurosawa. Para explicar la historia del trasunto de William Randolf Hearst Welles ideó una alambicada estructura narrativa a partir de numerosos flasbacks, ahora David Fincher y Aaron Sorkin parten del mismo planteamiento para relatarnos la creación de una nueva fortuna y componer una figura a través de un puzzle donde no terminan de encajar algunas piezas. Admirablemente, todo fluye en un trasiego de información que a veces se nos escapa, porque se habla un lenguaje demasiado técnico o porque el ritmo endiablado de los diálogos no nos ofrece ni una sola tregua. En ese sentido, La red social no hace concesiones porque sus máximos responsables saben que los nuevos tiempos, los de las llamadas nuevas tecnologías, no ofrecen ni un instante de respiro en un vertiginoso caudal de información. No hay tiempo para plantearse si es cierto o es mentira. Sólo queda incertidumbre y la presencia ambigua de un personaje de ficción que busca su verdad.

       En El curioso caso de Benjamín Button, David Fincher se propuso llevar a cabo un mastodóntico ejercicio estético al llevar hasta el extremo los límites genéricos que definían el melodrama. Partió de la historia increíble del protagonista para hacerle protagonizar, como si de un nuevo Gatsby se tratara, de una historia de amor imposible. Vulneró impunemente uno de los principios sobre los cuales siempre se balancea el melodrama como es la verosimilitud y salió indemne de la proeza. Como recompensa nos ofreció una sobrecogedora historia sobre el paso del tiempo, la caducidad de los sentimientos y la necesidad de sincronizarnos con la persona que amamos. Un lujo. Con Zodiac, por ejemplo, ya nos había avisado, al poner en marcha un ejercicio revisionista del thriller pero con el hándicap de no ofrecernos una solución para la trama. En Harry, el sucio (1971), dirigida por Don Siegel, se tomaba como punto de partida la figura del asesino del zodiaco, apodado Scorpio para la ocasión, y que por aquella época cometía sus crímenes. Pero a diferencia de Zodiac, en aquella ocasión Harry Callahan ejecutaba al asesino, ofreciendo una especie de liberación al espectador. Ahora, y de manera inversa a la perpetrada por Tarantino en Malditos bastardos (2008), que concedía la posibilidad al cine de contradecir la Historia, David Fincher y James Vanderbilt también realizan un ajuste de cuentas pero esta vez se alían con la veracidad histórica a la vez que ponen de manifiesto la imposibilidad de reconstruir determinados hechos del pasado, de poder comprenderlos en su totalidad.

       Algo muy similar ocurre con La red social, tal y como nos demuestra un guión laberíntico, al que parece que continuamente se le escapen los acontecimientos, pero también lo evidencian las imágenes, a través de una puesta en escena sometida a continuos cambios de vista y a un montaje que va alternando espacios y tiempos, que va abriendo y cerrando ventanas; es decir, que va maximizando y minimizando aquello que vemos. ¿Les suena? Es el lenguaje de internet llevado al cine, de manera eficiente y modélica, sin tener que recurrir a recursos más obvios, sin tener que convertir la imagen en un trasunto de la pantalla de un ordenador. Un lenguaje dotado, por lo tanto, de inquietante ambigüedad, que nos proporciona información cuestionable y que nos deja con el protagonista inmerso en su particular Rosebud -continuando con la cita al film de Welles-, esa herida traumática que tratará de solventar recurriendo a su invento.

       Así las cosas, y no sé hasta qué punto con la premeditación y la conciencia que debamos otorgarle, la filmografía de David Fincher se ha erigido en una especie de radiografía del ser humano y de sus mayores conflictos en relación consigo mismo y con el mundo que le rodea. Uno no puede evitar ver El curioso caso de Benjamin Button y plantearse si no hay detrás de esa historia una doliente meditación sobre las relaciones sentimentales que se establecen hoy en día, sobre la complicación que existe para establecer una especie de sincronía para/con el otro -y que tan bellamente resume esa imagen de Benjamin Button y Deisy frente el espejo-. ¿Acaso no podemos contemplar Zodiac como una película que, a pesar de estar ambientada en los años 70 -y respetando la estética de entonces-, está realizada a conciencia en plena era post 11-S, controvertidos acontecimientos históricos cuestionados y cuestionables y que han generado el miedo y la paranoia en la población estadounidense? Y qué decir de El club de la lucha, visionario alegato en contra de una sociedad del bienestar y el consumo que se encuentra sumergida en la mayor de sus crisis y cuyos individuos parecen aletargados y sodomizados.

       La red social, con su protagonista pendiente de una respuesta en la pantalla de su ordenador, a la espera de esa aceptación, que conlleve el perdón y su reinserción, paradójicamente en el mundo que ha creado, no es ajena a la realidad que vivimos. Ahí están la nueva era, y nosotros, criaturas que pertenecemos a ella, perdidos, inmersos en un lenguaje que utiliza nuevos canales y nuevos códigos, cuyo demiurgo busca insistentemente formar parte de lo que ha creado porque de todo lo que haya al margen ha sido expulsado. Y porque, en realidad, fuera ya no queda nadie. Ahí queda el Mark Zuckerberg de La red social, atrapado en esa paradoja. Y mientras pienso en aquella frase lapidaria que decía Elias Canetti: “¿volverá Dios cuando su creación se haya destruido?”.

 


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