Cuando Adrian Tomine publicó en 2007 su magnífica novela gráfica Shortcomings, el crítico de turno de The New York Times, un periódico que nunca a lo largo de su venerable historia ha insertado cómics en sus páginas, escribió con cierto asombro que la lectura le había proporcionado el mismo placer que los relatos de Ian McEwan o Richard Ford. Ya hace varios años que en su prestigiosa antología de los mejores cuentos norteamericanos de cada temporada la revista Esquire seleccionó una historieta de Daniel Clowes. Y quien haya recorrido los dos volúmenes de Berlin, de Jason Lutes, no dudará en afirmar que esa visión coral, feroz, humanísima y perfectamente documentada de la Alemania de entreguerras no es menos convincente, por llegarnos en forma de viñetas, que Berlin Alexanderplatz de Döblin o su versión cinematográfica por Fassbinder. En el país donde nació, y en el que más se ha resistido la intelligentsia a aceptarlo, asistimos por fin al reconocimiento del cómic como un sistema narrativo que no desmerece del literario y cinematográfico en eficacia o valores estéticos.
Coincidiendo, no por casualidad, con esa tardía justicia, la hoy fecunda recuperación de los clásicos se realiza en Estados Unidos con la meticulosidad, respeto y, a menudo, aparato crítico que los profesores universitarios invierten en sus ediciones del teatro isabelino o la poesía barroca. Cuando la viuda de Hergé consintió en que vieran la luz facsímiles de las primeras aventuras de Tintín, antes de que se estableciera el estilo canónico de la serie, estaba posibilitando la aparición de eruditos que estudiasen el equivalente a las variantes textuales y la evolución gráfica de los personajes. Los americanos han orientado también muchas de sus reimpresiones, perfeccionados por las nuevas técnicas digitales, hacia la fidelidad al formato original de las tiras y planchas en periódicos, lo que ha dado lugar a volúmenes tan espectaculares y hermosos como imposibles de manejar. Rick Norwood se arriesgó a lanzar al mercado las primeras cien semanas de El Príncipe Valiente en el tamaño que lo conocieron los lectores en 1937. Un camino que seguiría la Sunday Press con la restauración de Little Nemo in Slumberland y la maravillosa -no empleo el adjetivo a humo de pajas- reproducción que Chris Ware ha realizado con las viñetas dominicales de Gasoline Alley.
Como el aficionado sin duda sabe, Gasoline Alley es una de las comic strips en activo más antiguas de la prensa americana y una de las pocas en las que el tiempo transcurre para los personajes al mismo ritmo que para sus lectores. De esa forma, sus amables protagonistas tienen hijos y nietos, no se libran de las arrugas, las canas y los achaques y, aunque tienden a la longevidad, la muerte va diezmando su numeroso elenco de actores. Chris Ware debe considerarla un antecedente del apego a la cotidianidad y el delicado registro de la erosión imperceptible de los años que él mismo ilustra en su Jimmy Corrigan, the smartest kid on earth, una obra maestra del cómic contemporáneo. No es de extrañar, pues, que se haya hecho cargo asimismo de la recuperación de las tiras diarias -a partir de 1921- de esta crónica familiar, posiblemente la más larga que haya producido ningún género artístico. Cada tomo, que recoge dos años completos de la saga, va precedido por una larga introducción que sitúa la obra en el contexto de la biografía de su creador, Frank King. Además, incluye una considerable batería de notas que aclaran los contenidos más ajenos al lector actual, proporcionan información sociohistórica y destacan los rasgos gráficos y argumentales que pueden haber pasado desapercibidos.
Ya Denis Kitchen, en su presentación para la casa Dark Horse (2003) de las planchas dominicales de Li’l Abner de 1954 a 1961, ampliamente anotadas, se había esforzado en elaborar una aproximación académica a la edición del cómic clásico. Se trata no sólo de ofrecer datos que ayuden al mejor entendimiento de una historieta ya bastante alejada en el tiempo, sino también de deslindar autorías –las de Frank Frazetta y Al Capp en su caso concreto-, algo bastante complicado por el carácter semiclandestino de muchos ayudantes (lo que en literatura llamamos negros) en los cómics de prensa. Por no mencionar el inmenso volumen -en todos los sentidos, son 400 apretadas páginas-, a cargo de Dean Mullaney con la producción completa de Scorchy Smith por Noel Sickles en los años 30, acompañada de un extenso estudio que fija fechas, influencias y colaboraciones. Este rigor puede parecer excesivo, y uno ya se da por satisfecho con la limpieza escrupulosa que caracteriza las reediciones de la nueva editorial Classic Comics Press, dedicada a series de los años cincuenta, o las que ha emprendido Fantagraphics en su última etapa. Baste recordar las chapuzas sonrojantes –empezando por el nefasto coloreado—de nuestra Buru-Lan, que en los años 70 lanzó aquellos encuadernables amparados en la permanente nostalgia de personajes siempre populares en nuestro medio, aunque no necesariamente los más representativos de los clásicos norteamericanos (Rip Kirby, Flash Gordon, The Phantom – El Hombre Enmascarado en su versión italiana y española-, etc).
Quizá sea el momento de cuestionarnos la premisa forzosa de este artículo: qué es, en realidad, un clásico de los cómics. ¿Lo que se considera modelo en su género, por seguir las acepciones del diccionario, lo relativo a la época de mayor esplendor de una evolución artística? ¿Qué significa clásico en el contexto de la historia del tebeo español, por ejemplo? ¿Lo muy popular, independientemente de su calidad? Algo tan horrendo como Roberto Alcázar y Pedrín sería clásico en un cierto sentido, el de la nostalgia de la infancia perdida. Pero trate un adulto de leer hoy los cuadernillos de aquella colección o de El Guerrero del antifaz y dudo que consiga pasar de tres números sin sentirse aborrecido. Y enfréntese dicho adulto al Dick Tracy de los años 40 o al Terry y los piratas del mismo periodo y el placer que disfrutará le dará, tal vez, la mejor definición de lo que es un clásico de los cómics.