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Claudia Milady. Un puñado de quetzales que separa la vida de la muerte

Algunos lugares se convierten en símbolos de un problema recurrente, de un imagen identificable a lo largo del mundo. Como Somalia lo es de la hambruna africana, el Corredor Seco que atraviesa el Oriente de Guatemala es la antesala de la hambruna verde guatemalteca.

 

Desde la ciudad de Jalapa, se mire hacia donde se mire, el paisaje es verde y frondoso, rodeado de bosques y grandes fincas en las que pastan cientos de cabezas de ganado. Recursos que lejos de servir para paliar los indicadores de desnutrición de una zona que la organización no gubernamental Oxfam denominó “la Guatemala africana” sumen al visitante en la más absoluta de las paradojas.

 

Circulando en dirección a una pequeña comunidad campesina llamada El Tobón cuesta imaginarse que este lugar, totalmente teñido de verde, oculte uno de los peores indicadores de desnutrición infantil del planeta. Según Fernando Lemus, Coordinador local de Acción contra el Hambre, que hoy realiza su ruta semanal por la zona, “aquí hemos detectado este año lugares con un 100% de niños menores de cinco años aquejados de desnutrición crónica”. Ammi Renau, la nutricionista que trabaja con él no deja de ponernos en situación: “Fíjate en la cantidad de tiendas que hay en esta zona. Los campesinos cada vez producen menos. En este pueblo ya ni siquiera hay mercado. O cosechan, o se ven obligados a comprar en una tienda a precios que no pueden permitirse”.

 

Una vez en El Tobón, Aquilino, un campesino local formado como vigilante para detectar casos de desnutrición por la ONG gracias a un programa financiado por la cooperación europea, se ofrece a visitar a un niño que acaba de regresar del hospital tras varias semanas de internamiento por desnutrición.

 

Antes de llegar, le espetamos a Aquilino: ¿La situación es peor ahora o era peor antes? “Peor ahora, mucho peor. Siempre hemos sido pobres, pero antes siempre había comida. Aunque fuera porque mi padre sacase el sombrero y los vecinos le ponían sus dos libras de maíz dentro para que pudiéramos comer. Antes había solidaridad. Ahora no. Si uno no tiene comida y la pide, nadie la tiene y el que la tiene no la comparte. Ya no existe el buen cristiano”.

 

Etelvina, la comadrona que le acompaña, a la que se le han muerto de hambre dos de sus cinco hijos, cuenta que “este año a la milpa le está gustando el sol y si Dios quiere, antes de la cosecha no vendrá una lluvia que la destruya”. Algunos campesinos han recogido una pequeña cosecha este mismo mes. Por eso la situación no es dramática. No lo es ahora. Pero de aquí a enero todo puede cambiar. Cada día que pasa es un día más cerca de volver a tener comida… si nada interviene para quitársela.

 

De una casa con paredes de adobe surge una mujer con el niño en brazos. Erlinda, de 25 años, cuenta que su hijo Luis Alexander de 11 meses acaba de regresar del hospital. Ya ha sido ingresado cinco veces. El niño está débil aún, pero en proceso de recuperación. “Se trata de una recuperación muy frágil”.

 

Ammi, la nutricionista, le pide que nos muestre el agua con el que va a cocinar. “A simple vista ya se ve que está sucia, que este agua no debería ser de consumo humano. Este lugar está lleno de parásitos, de posibilidades de contagio, de escenarios para la recaída”.

 

Quiere que pasemos al interior de la casa. La oscuridad es casi total. Tosemos. Erlinda calienta tortillas y una sopa de quilete, hierbas recogidas por los alrededores. El humo de la madera carga el ambiente. El padre está enfermo, tapado por mantas. Suda sin parar.

 

Ammi continúa con su descripción del entorno del niño enfermo. “En este contexto, el niño volverá a enfermar. Está vulnerable y sin defensas, la alimentación sigue siendo muy escasa y de baja calidad, respira mal. Su padre está enfermo y no sale a trabajar. En la casa no entra dinero. Cualquier día puede caer de nuevo. Este niño no debería estar de regreso en su casa hasta que no se encontrara mucho más fortalecido. El problema es que sin afecciones paralelas como fiebre o diarrea no es posible trasladarlo de nuevo a un hospital. No se ha recuperado aún y aquí está de nuevo, a punto de enfermar”. Su hermana nos mira y mastica hierba.

 

Baldomero Pérez, el abuelo, descansa en la cama. “Con 70 años yo ya no puedo trabajar, mi mujer tampoco. Somos una carga. Antes, cuando yo era niño, la situación no era tan mala. No se deseaba nada y llegaba lo suficiente. La tierra dejó de ser fértil año con año. Cuando yo era pequeño explicaban en la escuela cómo cosechar, a conocer la tierra. Los jóvenes ya no saben trabajarla y además está desnutrida. Luego se viene una lluvia y se pierde lo poco que queda. Acabamos comiendo hierbas”.

 

En esta familia de dos ancianos, dos adultos y tres niños no existe la palabra esperanza.

 

Tras abandonar la casa, una mujer y su marido, vecinos de la familia de Erlinda, salen al camino, conscientes de la presencia de extraños. ¿Está usted embarazada? “No, estoy hinchada por agua”, explica mientras rompe a llorar. Ammi la explora, le saca una fotografía y la envía a través de su Blackberry a un médico amigo. “Cirrosis”. El diagnóstico es inapelable. “Dos veces fui al doctor y las dos veces me pinchó para sacarme líquido y me devolvió a la casa. Vuelve a hincharse. Duele mucho”. La mujer llora sin parar. “¿Me voy a morir?”. “No, señora, no se va a morir”.

 

Lo más probable es que sí. “Es necesario trasladarla a un hospital a la capital”, dice Ammi. “No podemos pagarlo. Tengo 11 hijos, no puedo dejarlos solos”. La respuesta es triste: “no se preocupe señora, se va a mejorar usted”.

 

Seguimos camino.

 

Desde El Tobón nos desplazamos a El Ingenio. Allí, María Elena, otra vigilante nutricional espera junto a un grupo de mujeres de la comunidad para continuar la ruta. Han identificado dos casos graves y quieren que vayamos a verlos.

 

Por el camino, que requiere de una larga caminata, visitan también a Juana, otra de las vecinas. Tiene cinco hijos y está preparando la comida. Calienta una sopa de sobre que debe alimentar seis bocas. Ricardo, uno de los niños acaba de regresar del hospital, débil aún, pero recuperado tras varias semanas de desnutrición aguda. Ammi Renau explica una vez más que si no entran más ingresos o alimentos en el hogar el niño recaerá en pocas semanas.

 

Cuando llegamos a la casa señalada por las vigilantes la escena es tensa. Mientras Elena pide que varias mujeres de la comunidad la acompañen —el grupo hace presión—, María, la madre de las dos niñas identificadas, trata de esconderlas. Asustada, llora frente a la inesperada visita. Pese a que no puede cuidarlas, muchas veces el temor a que alguien se las quite se impone. Aún así, las mujeres saben de las niñas. En los lugares pequeños es muy difícil esconder nada.

 

María no tiene opción y termina por mostrarlas. Vidalia tiene 7 años y no habla. Su hermana Maribel, de 5, tampoco. Las dos caminan con gran dificultad, siempre a punto de perder el equilibrio y caerse al suelo. Tienen la misma estatura que su hermano de tres años. Aún así tratan de sonreír y de jugar como haría cualquier niño de su edad. Se acercan, buscan abrazos. Sólo lo intentan, sorprendidas ante la presencia de extraños. Sin fuerzas, desisten a los pocos minutos, regresando a su estado de abatimiento.

 

Ammi explica que sufren un tipo de desnutrición invisible a primera vista, conocida médicamente como Kwashiorkor que hincha sus cuerpos y las aleja de la imagen del niño famélico, aquejado de la desnutrición denominada marasmo, aquella con la que se acostumbra a identificar el hambre. A Marian y Vidalia no les faltan calorías. Les faltan proteínas.

 

El problema es que comen mal. Su dieta se compone exclusivamente de tortillas de maíz y algunos fríjoles, alimentos que por sí mismos son insuficientes para garantizar su salud. No es posible ingresarlas en ningún centro hospitalario porque no sufren ninguna afección paralela a la desnutrición como fiebre o diarreas. “El hospital no las recibe argumentando que podrían contagiarse debido a lo débil de su sistema inmunológico. Muchas veces estos enfermos sólo se detectan y tratan cuando están a punto de morir”. No cabe duda. “Estas niñas podrían morir en 72 horas debido a una diarrea”.

 

Si lograsen vencer a la batalla de la muerte, las hermanas Marian y Vidalia “serán parte del ciclo que perpetúa el problema”, sentencia el coordinador de Acción contra el Hambre con nulo optimismo. “A los 13 o 14 años alguien las dejará embarazadas y sus hijos reproducirán irremediablemente este mismo escenario”.

 

El transporte desde su comunidad hasta el hospital más cercano cuesta 18 quetzales. La madre de las niñas no dispone de ese dinero. Su marido gana 25 quetzales al día trabajando en fincas de los alrededores. Además, pregunta, “¿quien se haría cargo de mis otros tres hijos si vamos al hospital?”. Tras pedirle que no pierda el contacto con Elena, la vigilante, ésta explica que muchas veces “los niños se mueren y sus familias los entierran sin notificárselo a nadie. No quieren que mueran en los hospitales porque el gasto de transporte de regreso del fallecido de regreso a su comunidad es inasumible”.

 

Además, en la provincia en la que viven, la más afectada por el hambre de toda Guatemala, no hay ningún Centro de Recuperación Nutricional donde ingresarlas. El más cercano, En San Pedro Pinula, cerró hace un año. Otro, en la localidad de Sanyuyo, sólo ofrece almuerzos a determinados horarios. Los kilómetros y el precio del transporte que lo separan de la casa de las niñas son una distancia insalvable para un hogar en el que apenas entran 25 quetzales algunos días por semana. Viajar al hospital significa gastarse el salario de un día de trabajo y dejar al resto de la familia sin comer.

 

La nutricionista añade que “esto provoca unos índices de subregistro muy altos tanto en desnutrición crónica como en mortalidad. Nos encontramos cada día con casos que no pasan por el sistema de salud, sobre los que nadie llega a intervenir. No cabe duda de que las cifras reales son mucho peores que las oficiales”.

 

Enrique Monterroso es el jefe de la Unidad de Alimentación de la Procuraduría de Derechos Humanos. Además de coincidir con el punto de vista de la nutricionista aporta un dato: “el 84% de los niños que mueren por desnutrición lo hacen en sus casas. Eso incide sobre los subregistros y demuestra que el sistema de salud no tiene capacidad de detener la situación”. Añade otra reflexión: “el 16% se muere en los hospitales. No debería ser así. En el momento en que un niño desnutrido llega a un hospital no debería morir. El tratamiento contra la desnutrición no es complicado si los pacientes son detectados a tiempo”.

 

Antes de regresar a la ciudad de Jalapa se detienen en la comunidad de la Pastoría. Allí, María, otra de las vigilantes formadas por Acción contra el Hambre, ha localizado un nuevo caso. Aparece cargando con su propia hija en brazos. “Ella se me curó y ahora entiendo lo que es la desnutrición”, explica para justificar sus motivos a la hora de trabajar como voluntaria identificando casos de otros niños que requieren de atención inmediata.

 

Nos acompaña hasta el lugar en el que vive Claudia Milady, que tiene dos años y medio y se encuentra también bastante hinchada. La niña aparece en brazos de su padre, Manuel. Salen del interior de una casa en cuyo interior llueve. “El viento se llevó la mitad de las láminas del tejado y no podemos comprar más”. La niña, inexpresiva, sin energía, tiene todo el tiempo los ojos entrecerrados. Las extremidades le cuelgan como pesos muertos. Presenta los pies enrojecidos, cubiertos por dolorosos edemas que dejan partes de la piel en carne viva. El padre accede enseguida a acompañar al día siguiente a su hija a un hospital si alguien puede correr con el gasto. No tienen para pagar el transporte. Él y su mujer explican que hace varias semanas vendieron las dos únicas aves de corral que tenían para comprar un medicamento que no ha servido de nada. La madre se quedará a cargo del resto de niños, entre ellos un lactante de apenas un mes de vida.

 

El sistema de atención sanitaria desarrollado por el Estado en zonas rurales como la que rodean la ciudad de Jalapa pasa por la apertura de Centros de Convergencia atendidos por onegés locales. En esta pequeña comunidad, el centro sólo abre una vez por semana y la vigilante indica que en realidad nadie ha aparecido por allí en dos semanas. Nadie, por tanto, podría haber detectado el caso de Claudia.

 

Al día siguiente, cuando los miembros de Acción contra el Hambre llegan al lugar para recoger a la niña y a su padre, el auxiliar de enfermería a cargo del Centro de Convergencia sí se encuentra en el lugar y explica, quejándose, el motivo de su prolongada ausencia. Debe atender a más comunidades de las que puede visitar. No dispone de existencias de ATLC, el producto que complementa la dieta de los niños desnutridos. Lo único que podría hacer es reconocer a la paciente y enviarla con una nota de referencia al centro de salud de la ciudad, que, a su vez, la derivará al hospital. En este caso confían en que la existencia de los edemas logre justificar su internamiento. La desnutrición, dicen, “no sería suficiente motivo para dejarla allí, según los criterios que el hospital está aplicando”.

 

Manuel lleva su hija en brazos. Él no habla, la niña tampoco. El silencio se corta con un cuchillo. Cuando atravesamos los rebaños de ganado que rodean la carretera surge una pregunta estúpida. ¿Manuel, cuando los niños pasan tanta hambre, a nadie se le ocurre venir y robarse una vaca para comerla? “Si alguien hace eso lo matan a uno a machetazos”. ¿Quién? “Alguien a las órdenes del finquero”. Manuel trabajó un tiempo en la capital como guardia de seguridad. “Regresé porque sólo alcanzaba a enviar 200 quetzales por mes y allí era muy peligroso, me podían matar para robar el arma y tenía miedo. Por eso regresé”.

 

Cuando finalmente Manuel y Claudia llegan al Centro de Salud de Jalapa está prácticamente vacío. Las puertas, llenas de carteles de protesta colgados por sus empleados, reciben al visitante con representaciones de la muerte, guadañas y calaveras que ilustran sus palabras. “Si no se atiende a la sanidad, los pacientes se mueren” es el mensaje de bienvenida que uno recibe al ingresar en el edificio.

 

“Es la hora de comer”, responde una trabajadora que sale al paso. Tras varios intentos de los acompañantes finalmente aparece un enfermero del área de nutrición que accede a atender a Manuel y a su hija. “Aquí podemos pesarla y rellenar un ficha para derivarla al hospital”. Comienza a buscar el documento por los cajones de la consulta y no lo encuentra. La nutricionista de Acción contra el Hambre le explica al enfermero del Centro de Salud que en un caso de desnutrición tipo Kwashiorkor, el peso no indica mucho ya que se encuentra hinchada por los líquidos que genera la situación de déficit proteínico de cuerpo. “Es demasiada información la que uno maneja y a veces nos equivocamos”, se justifica, a la defensiva. Toda una señal.

 

Por fin aparece la adjunta de nutrición del centro, ya que Manuel y la niña no han llegado solos y por eso no quieren irse. Las cámaras y las libretas de los acompañantes han influido, sin lugar a dudas, en la cantidad de explicaciones ofrecidas. En estos casos, la simple presencia del periodista permite que el caso se sostenga. En su ausencia, habría terminado hace un buen rato, y no precisamente en beneficio de la paciente. La responsable añade un dato más: “no podemos derivarla de aquí al hospital porque la doctora a cargo no vendrá hasta mañana, ya que se encuentra en un curso de capacitación. Sin su firma nosotros no podemos hacer nada”.

 

La nutricionista de Acción contra el Hambre saca entonces la ficha de notificación y la ficha de referencia hechas por su organización. “Perfecto, vayan con ellas al hospital”, resuelve el enfermero. “No, no podemos quedarnos sin ellas, son las únicas pruebas que tenemos de que esta niña ha sido identificada. No podemos deshacernos de ellas. ¿Podrías hacernos una fotocopia?”. “No tenemos fotocopiadora aquí”. Una prueba más de la pasividad que lastra todo el procedimiento.

 

Tas realizar el diagnóstico, el hospital accede al ingreso en vista del estado de la niña. Pero probablemente también gracias a que las notas de referencia que el padre presenta vienen firmadas por Acción contra el Hambre y saben que eso implica seguimiento del caso. Así lo entienden, sin lugar a dudas, todos los presentes. Que tampoco tienen ninguna duda, tras recordar todo el periplo, de que así se comprende por qué muchos niños nunca llegan a ser atendidos. Y cómo muchos niños mueren por el camino. Simplemente, sus familias no disponen de los medios necesarios para ser tratados. No son capaces de sortear las dificultados administrativas y el coste económico de llegar hasta el hospital. Pero el ingreso tiene trampa.

 

La niña no puede quedarse sola en el hospital. Y un hombre, aunque sea su padre, no puede acompañarla. Se le ofrecen dos alternativas: dejarla sola hasta que venga otra mujer de la familia — recordemos que su madre está dando el pecho—, o regresar con ella a casa.

 

Manuel promete que regresará al día siguiente con la abuela de la niña. Si finalmente regresa, se tratará del tercer viaje que realiza, trayectos que sin acompañamiento son totalmente inalcanzables para él. La doctora confirma que, de no ingresar a la niña en el hospital, moriría en, a lo sumo, 15 días.

 

Jonathan Menkos, investigador del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI), institución que acaba de publicar un informe junto a Unicef sobre el coste de erradicación del hambre, complementa el relato con su análisis: “Se ataca continuamente al Estado, calificándolo incluso como estado fallido, cuando se trata en realidad de un estado con fallos identificables y subsanables”.

 

Para el economista, la pobreza “es el factor que más incide sobre el aumento de la desnutrición”. En Guatemala, más del 60% de los hogares rurales vive en situación de pobreza extrema. “El salario mínimo del país no alcanza para cubrir la canasta de alimentos [cesta de la compra]”, continúa. “Si además se desagregan los datos por zonas se descubre que en el medio rural los ingresos no llegan a la mitad del coste de los alimentos necesarios para subsistir”.

 

Sostiene Menkos que los sucesivos gobiernos del país vienen aplicando una serie de recetas políticas de ajuste estructural dictadas desde el exterior que han debilitado la capacidad de acción del Estado. Gran parte de las prestaciones destinadas al sistema sanitario llegan condicionadas al diseño de un sistema de cobertura sanitaria gestionado por organizaciones privadas, organizaciones no gubernamentales que realizan su trabajo fuera del Estado. Para Menkos, “eso desfinancia el sistema de salud, lo debilita institucionalmente y crea un sistema descentralizado que termina por basarse más en el negocio que en la atención. Las organizaciones no trabajan si no tienen dinero, si no tienen medios ni insumos. No se les puede exigir nada si no se financia sus actividades”.

 

Si ya sabemos que el Centro de Convergencia de Salud de la comunidad en la que viven Manuel y Claudia permanece cerrado durante semanas y no dispone de tratamientos por falta de recursos, podemos añadir que la misión de Acción contra el Hambre que acompaña el caso sólo disponía de presupuesto para continuar trabajando hasta este mes de diciembre.

 

Sus financiadores internacionales decidirán entonces si continúan apoyándolos. Los problemas de ejecución presupuestaria, corrupción y falta de resultados de la inversión realizada en el marco de la ayuda humanitaria ponen cada vez más difícil su sostenimiento en los niveles actuales. Si Acción contra el Hambre se ve obligada a abandonar la zona, morirá más gente de la que muere. No cabe la menor duda.

 

Pero ni Edgar Escobar ni Jonathan Menkos quieren lanzar su acusación contra la cooperación internacional. Para ellos el problema no está en el dinero que llega del exterior, sino en una cuestión de prioridades a la hora de diseñar los presupuestos públicos. “La administración guatemalteca se encuentra desnutrida, su cobertura es extremadamente débil fuera del ámbito urbano”. Menkos advierte, incluso, de que nos encontraríamos antes “dos sistemas sanitarios diferentes, uno en las ciudades, que más o menos funciona, y uno en el campo que, definitivamente, no funciona”. La solución, según su planteamiento, “no pasa porque la cooperación ayude más, se trata de conseguir que sea el Estado guatemalteco el que funcione”.

 

Guatemala dedica apenas el 1% de su Producto Interior Bruto a la salud, cuatro veces menos que la media centroamericana.

 

Manuel, el padre de Claudia Milady, no sabe leer. ¿Entenderá la diferencia entre puesto de convergencia, centro de salud y hospital? ¿Conocerá el procedimiento gracias al cual puede conseguir primero una ficha de notificación, después una hoja de referencia y finalmente un diagnóstico y un internamiento? ¿Cómo puede alguien imaginar que Manuel, pobre, vulnerable, apaleado y sin voz en la sociedad, patee el tablero cuando su hija se muera?

 

¿Qué va a decir? ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Le ha escuchado alguien alguna vez?

 

 

 

Este artículo, tercero de una serie de seis, se publicó inicialmente en la web guatemalteca www.plazapublica.com.gt

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Alberto Arce es periodista. En FronteraD ha publicado Memoria de Gaza I y II y Antifotoperiodismo

 

 

 

 


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