Con respecto a los comienzos, todas las historias son idénticas.
Luis Noriega
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Darle un cierre a las cosas (más que un final) es cosa que permite la visión de conjunto y que obliga a detenerse en el detalle.
Lo cual es bueno, y alumbra y crea unas finas transparencias entre la bruma que nos llena los ojos la febril vida cotidiana.
Y, así, vemos. Vemos bien.
Demasiado bien.
Porque el recuerdo se hace carne herida y dolor: sangre y más sangre.
Sangre (casi) seca.
Desgraciadamente un cierre no es una clausura.
Y es aquí donde vienen todos nuestros problemas: en la imposible cauterización de las emociones pretéritas, que sí, que ahora viven en sordina, sonámbulas, fantasmagóricas; pero siempre presentes.
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Los relatos de Luis Noriega, escritos durante más de 20 años y recogidos en Razones para desconfiar de sus vecinos (Random House, 2017) comparten un espacio común: el del postfracaso. En casi todos ellos, hay la premonición de un triunfo (que cuando se consuma tiende a ser espurio). En general, sin embargo, la victoria –aunque parece casi siempre posible- acaba convirtiéndose en su contrario. Las derrotas conducen a finales violentos, aquiescencias o simples (inevitables) rendiciones.
En los relatos en los que se tratan asuntos literarios la belleza del arte transmuda a la belleza del crimen, y así el escritor consuma asesinatos reales o metafóricos (referidos a la identidad propia, en tanto que autor).
El fondo de los conflictos a los que se ven abocados los protagonistas de estos relatos es siempre, en última instancia, de orden moral. Es decir, se ven obligados a confrontar su propia personalidad, su indeterminación. Y es de ahí de donde sale el movimiento que acelera y dispara los cuentos hacia delante.
Se podría decir que son personajes a la búsqueda de una razón que dé sentido a sus vidas. Personajes que lo único que tienen es un comienzo.
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Diría que hay un matizado tono irónico, sardónico y negro.
Casi de opereta, a veces.
Hay, sin embargo, una cierta investigación formal cuya más destacada característica es que, siguiendo diferentes estrategias, lo que hace Noriega es desestructurar la narración sin llegar a desestabilizarla. Así, es inevitable que los relatos se sientan formalmente como una especie de queso gruyer, que no hace más que ahondar en el vacío espiritual que sufren los propios protagonistas.
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La desdicha a la que hacíamos referencia al comienzo se hace patente en estos cuentos ya desde el comienzo de cada uno de ellos. Su desdicha sería pues una suerte de sensación postnihilista de fracaso inevitable. Un fracaso que, sencillamente, acaba produciéndose. Así, no hay clausura, pero sí cierre. Los personajes encuentran una razón a la que encomendarse, pero su desdicha, en tanto que sombría decepción, no desaparece.
Para terminar solo me queda decir que me hace muy feliz el que uno de estos cuentos, «Salinger», fue previamente publicado en nuestra revista Hermano Cerdo.
Pueden leerlo aquí.