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AcordeónCobalto rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes

Cobalto rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes

 

“Aquí es mejor no haber nacido”. Lubumbashi y Kipushi

“De todas las acciones vergonzosas e infames llevadas a cabo por el hombre para aprovecharse de sus semejantes […] esta bajeza se atreve a llamarse comercio”.

Roger Casement,
carta al Ministerio de Asuntos Exteriores, 6 de septiembre de 1903

 

Lubumbashi se muestra a primera vista nada más llegar, pues hay una gigantesca mina a cielo abierto de cobre-cobalto llamada Ruashi junto al aeropuerto. “La sobrevolará al aterrizar en Lubumbashi”, me dijo mi guía local, Philippe, antes de mi primer viaje.

Era imposible no verla, una enorme cavidad en la tierra formada por tres gigantescas fosas de varios cientos de metros de diámetro. Por los bordes aterrazados de los cráteres circulaban excavadoras de gran tonelaje como pequeñas hormigas amarillas. Junto a las fosas había una instalación de procesado de minerales con numerosas balsas de almacenamiento de productos químicos y estanques rectangulares de agua. Los residuos tóxicos de la planta de procesamiento se vertían en un gran depósito de aproximadamente un kilómetro cuadrado. El complejo entero tenía más de diez kilómetros cuadrados, mucho más pequeño que algunos de los colosales yacimientos industriales que encontraríamos en el camino hacia Kolwezi, pero no por ello menos impresionante.

Desde el asfalto la pared de tierra de la mina de Ruashi dominaba el horizonte como un uluru [monolito] de color caqui. Miles de chozas de ladrillo en varios tonos de rojo y marrón se apiñaban junto a la concesión extendiéndose a lo largo de muchos kilómetros hacia el oeste. En 1910 los belgas fundaron aquí una ciudad minera llamada Élisabethville para explotar su primera mina en Katanga, Étoile du Congo (Estrella del Congo), que se encuentra justo al sur de Ruashi. Las excavaciones en Ruashi siguieron hasta 1919. El asentamiento original contenía negocios propiedad de blancos, rodeados de calles arboladas donde vivían los europeos. Cerca de Étoile y Ruashi se levantaron campamentos mineros para los trabajadores africanos en solares irregulares. Ambas minas siguen funcionando hoy en día y, para muchos habitantes de las comunidades cercanas, las condiciones de trabajo y de vida no han cambiado apenas desde la llegada de los belgas.

Aunque el tiempo pasa despacio en el Congo, los nombres cambian con cada nuevo régimen. Cuando el Estado Libre del Congo pasó de manos del rey Leopoldo II al Gobierno belga, la colonia tomó el nombre de Congo Belga. Con la independencia, en 1960, la nación cambió su nombre por el de República del Congo. A principios de la década de 1970 Joseph Mobutu inició una campaña de “africanización” en la que todos los nombres coloniales fueron sustituidos por otros africanos: Élisabethville se convirtió en Lubumbashi, Léopoldville en Kinsasa, Katanga en Shaba y República del Congo en Zaire. En 1997 Laurent Kabila invadió el país, arrebató el control a Mobutu y lo rebautizó como República Democrática del Congo. Al ser de Katanga, rebautizó Shaba de nuevo con el nombre de Katanga. Tras el asesinato de Laurent Kabila, en 2001, su hijo Joseph tomó el poder y posteriormente subdividió las once provincias del país en veintiséis. Katanga a su vez se dividió en cuatro, de las que dos de la mitad inferior, el Alto Katanga y Lualaba, contienen todas las minas de cobre-cobalto del país.

El nombre de Katanga procede originalmente de un pueblo situado no lejos de donde los belgas fundaron Élisabethville. Los katangueses originarios ya extraían cobre de los abundantes yacimientos de la región mucho antes de la llegada de los europeos. El cobre katangués llegó por primera vez a Europa a través de los traficantes de esclavos portugueses en el siglo XVI. En 1859 el explorador escocés David Livingstone hizo un viaje desde Sudáfrica a Katanga y observó grandes piezas de cobre “en forma de cruz de san Andrés” que se utilizaban como moneda de pago.[1] Se convirtió en el mismo viaje en el primer europeo en encontrarse con un señor de la guerra llamado Mwenda Msiri Ngelengwa Shitambi, que intercambiaba cobre por armas de fuego con los europeos y llegó a reunir una imponente fuerza militar. Tenía fama de violento y era tristemente célebre por su colección de relucientes cráneos de humanos blancos, que pudo haber servido de inspiración para la colección de cráneos de Kurtz en El corazón de las tinieblas.

En el verano de 1867 Livingstone regresó a Katanga en busca del nacimiento del río Nilo. Escribió sobre los nativos que fundían malaquita para producir grandes lingotes de cobre de más de cincuenta kilos en forma de i mayúscula. Verney Lovett Cameron fue el siguiente europeo en mencionar Katanga cuando inició su viaje transcontinental en 1874. También observó grandes lingotes de cobre y fue testigo de la venta de esclavos a Msiri a cambio de cobre. Un misionero escocés, Frederick Stanley Arnot, llegó después, en 1886, con la esperanza de llevar el cristianismo a los nativos de Katanga. Describió el método local de extracción del cobre, que es notablemente similar a la técnica actual utilizada por los mineros artesanales para excavar en busca de cobalto:

La malaquita de la que se extrae el cobre se encuentra en grandes cantidades en la cima de ciertas colinas escarpadas y desnudas. En su búsqueda los nativos excavan pequeños pozos redondos que rara vez superan los cuatro o cinco metros de profundidad. No tienen perforaciones laterales, por lo que cuando un pozo les resulta demasiado profundo, lo abandonan y abren otro.[2]

Las descripciones de Arnot en 1886 llamaron la atención del imperialista británico Cecil Rhodes, fundador de la prestigiosa beca Rhodes. Se aventuró hacia el norte desde su epónima Rodesia (Zambia) hasta Katanga para reunirse con Msiri con la esperanza de firmar un tratado que pondría a Katanga bajo dominio británico.

Msiri despidió a Rhodes sin firmar ningún tratado. Al enterarse de los esfuerzos de Rhodes en Katanga, el rey Leopoldo, que acababa de afianzar su Estado Libre del Congo en 1885, envió inmediatamente tres equipos para asegurar un acuerdo con Msiri. Una campaña dirigida por el explorador belga Alexandre Delcommune llegó primero, el 6 de octubre de 1891, y se reunió con el rey. Al igual que Rhodes, fue rechazada. Una segunda campaña de mercenarios zanzibareños dirigida por el traidor británico William Grant Stairs llegó el 20 de diciembre de 1891. Stairs se reunió con Msiri, que se marchó al día siguiente a un pueblo vecino. Stairs envió a sus dos hombres de mayor confianza para que razonaran con él, pero después de tres días de negociaciones fallidas, los europeos fusilaron a Msiri, lo decapitaron y clavaron su cabeza en un poste para que todos vieran las consecuencias de oponerse a Leopoldo y a su Estado Libre del Congo.[3] Por vez primera se derramó sangre por el control de las riquezas de Katanga. Ya no habría vuelta atrás.

El tercer equipo enviado por Leopoldo llegó el 30 de enero de 1892 cuando la bandera del Estado Libre del Congo ya ondeaba en la capital. Incluía al geólogo belga Jules Cornet, que inspeccionó el territorio del 8 de agosto al 12 de septiembre de 1892, catalogando los yacimientos minerales de la región, describiéndola como un “verdadero desafío para la geología”. Cornet fue el primer europeo en documentar los extensos yacimientos de cobre de lo que pasaría a llamarse Cinturón del Cobre de África Central. Incluso hizo que una piedra local llevara su nombre, cornetita. Algunas prospecciones adicionales en 1902 en nombre de los belgas, dirigidas por el experto minero estadounidense John R. Farrell, realizaron evaluaciones más detalladas de los yacimientos. Farrell declaró en su informe al rey Leopoldo:

Será totalmente imposible agotar vuestras reservas de minerales oxi- dados durante este siglo […]. La cantidad de cobre que seréis capaces de producir depende enteramente de la demanda, pues las minas pueden suministrar la que se quiera. Podéis producir más cobre y mucho más barato que cualquiera de las minas actuales. Creo que sus minas serán la fuente del futuro suministro mundial de cobre.[4]

Casi todo ese cobre llevaba cobalto, aunque pasarían otros ciento diez años antes de que la revolución de las baterías recargables lo convirtieran en un mineral diez veces más valioso que el cobre.

Al asegurarse Katanga, Leopoldo había dado literalmente con un filón y los belgas pasaron rápidamente al modo de explotación. El 18 de octubre de 1906 crearon la Union Minière du Haut-Katanga (UMHK) para explotar los yacimientos de cobre de toda la región. El Estado belga concedió a la UMHK amplios poderes paraestatales, incluida la capacidad de construir y gestionar centros urbanos con mano de obra africana para utilizarla en la explotación de los activos mineros. Élisabethville creció rápidamente alrededor de Étoile y Ruashi, y pronto contó con hoteles, un consulado británico, clubes deportivos, bares y un campo de golf junto al lago Kipopo que todavía existe. La población nativa de Katanga resultó insuficiente para satisfacer las necesidades de mano de obra de las operaciones mineras de la UMHK, que crecían rápidamente, por lo que la empresa reclutó a miles de trabajadores y compró esclavos para trabajar en las minas. Los trabajadores africanos fueron hacinados en barracones destartalados y explotados en un régimen de trabajos forzados que recordaba a algunos de los sistemas más duros de la esclavitud africana. Los beneficios se dispararon, especialmente tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, durante la que millones de balas disparadas por las fuerzas británicas y estadounidenses se fabricaron con cobre katangués.[5]

A medida que la UMHK expandía su huella minera por el Cinturón del Cobre, los europeos acudían en masa a Élisabethville en busca de oportunidades. Algunos trabajaron para la UMHK, otros abrieron negocios o llegaron para dar clases a los niños europeos en las escuelas recién fundadas. El hijo de uno de esos profesores, David Franco, que ahora es un compositor musical de Hollywood que vive en Los Ángeles, pasó los primeros veinte años de su vida en Élisabethville, de 1940 a 1960:

—Todos los aspectos de nuestra vida en Élisabethville giraban en torno a la UMHK… A pesar de las distancias con la madre patria, Bélgica también desarrolló una activa vida cultural artística y musical en su colonia, llevando grandes talentos, tanto locales como europeos. Por ejemplo, uno de esos acontecimientos que no podré olvidar ocurrió cuando tenía nueve años y asistí con mis padres a un recital del violinista mundialmente famoso Yehudi Menuhin, en aquella época uno de los más grandes de la música clásica. ¿Se lo imaginan? Quedé hipnotizado por su actuación. Ese fue el día en que decidí ser músico.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Katanga volvió a revelarse indispensable para el esfuerzo bélico aliado, proporcionando oro, estaño, tungsteno, cobalto y más de ochocientas mil toneladas de cobre para la fabricación de artillería. El gobernador general del Congo Belga, Pierre Ryckmans, declaró en junio de 1940: “El Congo Belga en la guerra actual es la baza más importante de Bélgica. Está enteramente al servicio de los aliados y, a través de ellos, de la madre patria. Si se necesitan hombres, se los dará; si se necesita trabajo, trabajará para ella”.[6] Decenas de miles de congoleños trabajaron hasta la extenuación en las minas de cobre y fueron enviados al frente para morir por Bélgica y sus aliados europeos.

En el momento de la independencia, el 30 de junio de 1960, la economía del Congo se basaba casi por completo en la extracción de minerales de la provincia de Katanga, controlada en su mayor parte por la UMHK, que no tenía ninguna intención de desprenderse de sus operaciones mineras altamente rentables. Por ello, la UMHK y los militares belgas apoyaron a un político katangués llamado Moise Tshombe, para que declarara la secesión de Katanga de la República del Congo once días después de la independencia de la nación.

“Recuerdo cuando me desperté en mitad de la noche con el sonido del metal al golpear el hormigón de la carretera –recuerda Franco–. Me asomé a través de las cortinas para ver los tanques atravesando las calles… Desperté a mis padres y les dije: ‘¡Tenemos que salir de aquí!’. Fuimos a uno de los colegios donde se refugiaba la gente. Al cabo de unos días condujimos hacia el sur y nos dirigimos a la frontera con Rodesia. Dejamos todo atrás”.

Fue otro golpe más para controlar las riquezas minerales de Katanga. Se derramaría más sangre, que llegaría hasta el mismísimo secretario general de las Naciones Unidas.

Si el sector minero se hace notar a la llegada al aeropuerto de Lubumbashi, ocurre otro tanto con la fuerza policial. Soldados de semblante severo empuñando sus kaláshnikov escrutan a los pasajeros en la pista, mientras otro grupo espera en la reducida sala de llegadas para dirigir a los seleccionados a una sala secundaria de control detrás de una puerta cerrada con llave. Esta segunda revisión, para la que casi siempre me seleccionaban, implicaba tener que responder a varias preguntas sobre el propósito de mi viaje, dónde me alojaría y rellenar varios formularios. Solo después de completar este proceso de cribado, se me permitía cruzar el vestíbulo para recoger mi equipaje.

La sala de equipajes del aeropuerto de Lubumbashi tiene el tamaño del aula de un colegio. Las maletas llegan en cajas metálicas que arrastra un tractor. Un único mozo descarga las maletas de una en una en una única cinta de equipajes. La sala está vigilada por un tercer pelotón de soldados que rebuscan en las maletas de los pasajeros extranjeros objetos que puedan indicar que la persona tiene algún interés en husmear en asuntos en los que no debería husmear, como el sector minero. Un cuarto grupo de soldados patrulla la salida de la terminal, donde se encuentra un puñado de taxistas de pie junto a unos sedanes oxidados y una valla publicitaria que dice: “Bienvenido a Lubumbashi”. También hay soldados en los puestos de control a la salida del aeropuerto y por toda la capital, realizando registros aleatorios y exigiendo verificar la documentación de viaje de los visitantes extranjeros. El proceso se repite en cada uno de los cinco puestos de péage que hay en la carretera entre Lubumbashi y Kolwezi. Incluso con la documentación completamente en regla, el acoso de los soldados en los puestos de control es constante.

La mayoría de mis viajes a la RDC tuvieron lugar durante la estación seca para evitar las carreteras inundadas y los corrimientos de tierra, que imposibilitan el paso a muchas de las zonas mineras. La desventaja de viajar durante esta época es que las provincias mineras están asfixiadas por el polvo y la arena. Edificios, casas, carreteras, personas y animales están cubiertos de mugre. La tierra y el cielo se funden en una difusa paleta cobriza. Los árboles parecen palos quebradizos. Los pequeños lagos y afluentes se transforman en terrenos oxidados. El calor también es más intenso durante la estación seca, aunque se trata de un calor seco, ya que el Cinturón del Cobre se encuentra a una altitud de entre mil quinientos y dos mil metros. Solo en uno de mis viajes al Congo llegué en la estación de lluvias. Cuando por fin estallaron las tormentas, lo hicieron con una furia bíblica y la tierra reseca se transformó de la noche a la mañana. El verde estalló sobre las áridas colinas, los árboles florecieron con orgullo, el aire era vigorizante y fresco, y el gran cielo azul regresó de su exilio.

Nadie sabe cuánta gente vive en Lubumbashi –o en cualquier otra ciudad congoleña, para el caso–, porque el último censo realizado por el Gobierno fue en 1984. Las estimaciones locales sitúan la población en más de dos millones de habitantes, lo que la convierte en la segunda ciudad más grande del país, detrás de Kinsasa. La principal calle se llama calle 30 de junio de 1960, día de la independencia congoleña. Motos y vehículos en general en buen estado circulan a toda velocidad por la carretera. Los minibuses amarillos atestados de pasajeros, incluidos unos cuantos colgados del parachoques trasero, arrancan y se detienen cada cincuenta metros para dejar subir y bajar a la gente. Las vallas publicitarias anuncian servicios bancarios y de telefonía móvil. Niños uniformados caminan a casa desde la escuela escuchando a todo volumen las últimas canciones de rap o de bailes de moda que truenan en los estéreos portátiles de los mercados locales. La mayoría de los adultos se visten con un estilo vibrante llamado liputa, una explosión de ricos colores y motivos atrevidos. En ocasiones más formales las mujeres visten el llamativo pagne, un atuendo de tres piezas formado por falda, blusa y pañuelo a juego de tonos brillantes y diseños provocativos. En la calle 30 de junio de 1960 hay numerosos lugares de culto, entre ellos una sinagoga, una mezquita y varias iglesias. La mitad de la población congoleña es católica y aproximadamente una cuarta parte del país es protestante.

Las principales calles de Lubumbashi están atestadas de pequeños comercios, como peluquerías, talleres de reparación de vehículos, quioscos de recarga de teléfonos móviles, panaderías, restaurantes, cafeterías y puestos de comida. La mayoría de las tiendas son pequeñas estructuras de hormigón de una sola habitación con nombres pintados a mano a lo largo de las paredes frontales que hacen referencia a Dios, como Alimentation Don de Dieu, o al nombre de la propietaria, como Julia Shopping o Beatrice Boucherie. Descubrí que el mejor mercado para abastecerse de provisiones antes de dirigirse a las zonas rurales era Jambo Mart, siempre lleno de una gran variedad de productos, casi todos importados de Sudáfrica, China y la India.

Hay una considerable población india en el Congo, lo que me ayudó mucho para moverme por las provincias mineras sin llamar demasiado la atención. Los indios son propietarios o gestionan muchos de los hoteles de ciudades como Lubumbashi y Kolwezi, y un gran número de ellos emigraron al Congo para trabajar como obreros y comerciantes. Ser indio me permitió tener una serie de tapaderas al adentrarme en el Cinturón del Cobre. A veces era un hombre de negocios que exploraba las posibilidades de importar mercancías o invertir en un hotel; otras era un comerciante de minerales que pretendía entender mejor el comercio del cobalto. Con los funcionarios del Gobierno siempre era yo mismo: un investigador de Estados Unidos que quería saber más sobre las condiciones del sector minero del cobalto. Mi primera reunión con un funcionario gubernamental en el Congo tuvo lugar al día siguiente de mi llegada.

Me reuní con Mpanga Wa Lukalaba, director de gabinete del gobernador de la provincia del Alto Katanga en la sede del Gobierno provincial en Lubumbashi, para conseguir su apoyo durante mis viajes a las zonas mineras. Me advirtieron que no llegaría muy lejos en las minas de la provincia sin su aprobación. Mis objetivos para la reunión eran dos: no hacer saltar ninguna alarma que pudiera obstaculizar mi capacidad para aventurarme en las zonas mineras, y asegurarme su sello y firma personales en la documentación de engagement de prise en charge (compromiso de asumir la responsabilidad), que acompañaba a mi visado. En caso de que la policía minera o un comando de la milicia intentaran detenerme, podría mostrarles el sello del director Lukalaba para que vieran que contaba con el apoyo de la oficina del gobernador para moverme por las zonas mineras.

Estaba preparado para un largo interrogatorio sobre mis intenciones, pero Lukalaba me acogió calurosamente y solo me hizo una pregunta: ¿por qué deseaba pasar tanto tiempo en las desagradables zonas mineras, en lugar de visitar las partes más bonitas de la provincia? Le expliqué que tenía entendido que los mineros artesanales se quedaban con una parte demasiado pequeña del valor de los minerales del Congo y tenía la esperanza de que, si más gente comprendía las condiciones en las que trabajaban, podría incentivar a encontrar una solución a esa disparidad. Tuve cuidado de no mencionar cuestiones como el trabajo infantil, ni señalar con el dedo al Gobierno congoleño por tener su parte de responsabilidad en privar a su pueblo de una porción de los recursos minerales del país. Tras una agradable conversación sobre los estudios de posgrado del director en Estados Unidos, sacó su sello de un cajón del escritorio, lo estampó en la parte inferior de mi documentación de prise en charge y firmó con su nombre. Poco sabía yo en aquel momento que ese sello y esa firma me iban a salvar la vida.

Aunque Lubumbashi es la capital administrativa del sector minero de la RDC, hay muy poca minería en la propia ciudad exceptuando Ruashi y Étoile, que produjeron juntas unas 8.500 toneladas de cobalto en 2021.[7] Ambas minas pasaron de la UMHK a Gécamines en 1967, el primer día después de que Mobutu nacionalizara el sector minero del país. La producción bajo la dirección de Gécamines fue irregular y finalmente se abandonó tras el colapso financiero de la empresa a principios de la década de 1990. Los derechos sobre Ruashi fueron adquiridos en 2012 por el gigante minero estatal chino Jinchuan Group. Los derechos sobre Étoile fueron adquiridos en 2003 por Chemicals of Africa (CHEMAF), una empresa minera de cobre-cobalto propiedad de Shalina Resources, con sede en Dubái. CHEMAF es también uno de los principales actores del sector minero artesanal de la RDC. La empresa explota un proyecto piloto de “mina modelo” para mineros artesanales en Kolwezi en colaboración con una ONG estadounidense llamada Pact. Al menos así fue, hasta que quedó claro que no todo era lo que parecía. Étoile es digna de mención no solo porque fue la primera mina que los belgas empezaron a explotar en el Congo en 1911, sino por ser la primera mina industrial en la que se invitó formalmente a los mineros artesanales a trabajar, a partir de finales de los años noventa. Poco después de hacerse con el país mediante un golpe militar en 1997, Laurent Kabila promovió la minería artesanal en Étoile para generar unos ingresos que su incipiente Gobierno necesitaba con urgencia. Aunque se prometió a los habitantes locales una mejora en sus ganancias y condiciones de vida, su mano de obra se utilizó para reanudar la producción en Étoile a cambio de salarios de miseria. Los mineros artesanales siguen trabajando en Étoile hasta el día de hoy, ayudando a aumentar la producción a cambio de los mismos escasos ingresos.

—Nos pagan muy poco –dijo Makaza, un hombre de la cercana aldea de Mukwemba.

—Se llevan todos nuestros minerales, pero no apoyan a las comunidades que viven aquí.

Sentado en una silla de plástico junto a su choza de paja a la sombra de un alto aguacatero, Makaza me explicó que él y sus hijos trabajaban como mineros artesanales en Étoile, al igual que muchos de los habitantes varones de la aldea. Nos dijo que solía producir entre cuarenta y cincuenta kilogramos de heterogenita al día excavando en el fondo de los grandes pozos o en sus paredes, por lo que le pagaban entre 2.000 y 2.500 francos congoleños (FC) (entre 1,10 y 1,40 dólares). Le pregunté quién le pagaba exactamente y me contestó que “los hombres de CHEMAF”. Se lamentó de que esos míseros ingresos fueran insuficientes para cubrir las necesidades de su familia y expresó su disgusto por el hecho de que CHEMAF hiciera tan poco por ayudar a los pueblos de los alrededores. Me llevó a visitar su aldea y las condiciones eran desoladoras.

No había electricidad ni instalaciones sanitarias. El agua procedía de pequeños pozos rodeados en su parte superior por viejos neumáticos de jeep. Los aldeanos subsistían con verduras cultivadas en unos pocos campos amarillentos. La clínica más cercana estaba a cinco kilómetros y la escuela a siete.

La familia de Makaza solía vivir en un pueblo mucho más próximo a los servicios básicos, pero fue demolido durante una de las ampliaciones de Étoile. Como la mayoría de las minas industriales del Congo, la explotación de Étoile ha crecido a lo largo de los años, desplazando a miles de habitantes locales. El desplazamiento de la población autóctona debido a la expansión de las minas es una de las grandes dificultades de las provincias mineras. A medida que empeoran las condiciones de vida de los desplazados, aumenta su desesperación, lo que les lleva a buscar cobalto en condiciones peligrosas en las tierras que antes ocupaban. Makaza dijo que vivía con el temor constante de ser desalojado la siguiente vez que la mina se ampliara, o cuando se construyera una nueva.

—Al final, no quedará ningún lugar en el Congo para los congoleños –añadió Makaza.

Exploré algunos pueblos cercanos a Étoile y eran parecidos a Mukwemba. Un número considerable de hombres y niños, quizá miles, excavaban en busca de cobalto en el interior de la mina por uno o dos dólares al día. Intenté investigar directamente en Étoile, pero mi primer esfuerzo tuvo que ser interrumpido porque se produjo un recrudecimiento de la violencia de las milicias en la zona. La milicia mai-mai Bakata Katanga era un grupo especialmente violento que ocasionalmente se hacía con el control de pueblos y territorios mineros con la intención de separar Katanga del resto del país. No fue la única vez que mis movimientos en las zonas mineras se verían frustrados por las milicias locales. Mi segundo esfuerzo por inspeccionar Étoile se topó con la denegación de entrada por parte de los guardias de seguridad de CHEMAF en la puerta principal de la mina. Tampoco fue la única vez que eso ocurriría.

Aunque no pude investigar en el interior de la concesión de Étoile, hay algo que estaba claro: los habitantes de los pueblos cercanos a la mina vivían en condiciones nómadas propias de la Edad de Piedra, similares a las que soportaron los trabajadores africanos que la UMHK llevó a principios del siglo XX a Élisabethville para trabajar en Étoile.

 

La mayoría de las principales explotaciones mineras artesanales del Congo se encuentran muy al oeste de Lubumbashi, entre las ciudades de Likasi y Kolwezi. Antes de partir hacia estas zonas, me reuní con un grupo de tres alegres estudiantes de la Universidad de Lubumbashi que estaban organizando distintas iniciativas para ayudar a las comunidades mineras artesanales. Gloria, Joseph y Reine me agasajaron con un almuerzo de ugali, un plato tradicional congoleño que consiste en una bola hervida de harina de maíz servida con estofado. Se parecía mucho a uno de mis platos favoritos del sur de la India, el idli y sambar, salvo que el idli se hace con arroz. Los estudiantes planeaban inscribirse en programas de posgrado en Europa y Canadá. Eran conscientes de lo afortunados que eran en relación con la mayoría de la gente de su país y especialmente con la de las comunidades mineras. Según ellos los problemas empezaban por arriba.

—En el Congo el gobierno es débil. Nuestras instituciones estatales son incompetentes y se mantienen así para que puedan ser manipuladas por el presidente en función de sus intereses –afirmó Reine.

—El Congo es solo una cuenta bancaria para el presidente –añadió Gloria.

Cuando les pregunté por sus impresiones sobre la minería artesanal, no se anduvieron con rodeos.

—Kabila permite que los extranjeros roben los recursos del país y los mineros artesanales sufren por ello. Acepta sobornos y cierra los ojos mientras los creuseurs son tratados como animales –explicó Joseph.

—Kabila vendió las minas a los chinos –añadió Reine–. Lo único que les importa es el cobalto, el cobalto, el cobalto… Tratan a los congoleños como esclavos.

—No son solo los chinos. Todas las empresas mineras tratan al pueblo congoleño como esclavos –matizó Gloria–. Creen que porque nuestro pueblo es pobre pueden humillarlo.

—Para ellos todos los africanos son pobres. Nos roban nuestros recursos para mantenernos pobres –exclamó Joseph.

—Cuando veas lo que las empresas mineras han hecho con nuestros bosques y ríos, llorarás –dijo Reine.

Gloria reforzó la preocupación de Reine por los daños medioambientales causados por las empresas mineras y compartió una preocupación aún mayor:

—Déjame decirte algo importante de lo que nadie habla. Las reservas minerales del Congo durarán otros cuarenta años, ¿quizá cincuenta? Durante ese tiempo la población del Congo se duplicará. Si nuestros recursos se venden a extranjeros en beneficio de la élite política, en lugar de invertirlos en educación y desarrollo para nuestro pueblo, en dos generaciones tendremos doscientos millones de personas pobres, sin educación y a las que no les quedará nada que perder. Esto es lo que está ocurriendo y, si no se detiene, será un desastre.

El pronóstico de Gloria era desolador. No pude evitar preguntarme si los dirigentes del país comprendían las consecuencias a largo plazo de permitir que la RDC fuera despojada de sus recursos por intereses extranjeros con escasos beneficios para su pueblo. Mi encuentro con los tres estudiantes tuvo lugar en agosto de 2018, cuando Joseph Kabila aún estaba en el poder. Las elecciones estaban previstas para el 30 de diciembre de 2018, tras más de dos años de retrasos. Kabila no podía presentarse de nuevo, lo que significaba que iba a haber otro jefe de Estado distinto por primera vez en veintidós años. Pregunté a los estudiantes si pensaban que las condiciones podrían mejorar tras las elecciones.

—Kabila ya ha dispuesto que gane [Félix] Tshisekedi –respondió Joseph–. Será la marioneta de Kabila. Todo el mundo lo sabe. Efectivamente, Tshisekedi ganó las elecciones, pero en los primeros meses de su mandato ocurrió algo inesperado, empezó a librar una campaña anticorrupción que incluía el control de algunos de los negocios de Kabila en el sector minero. Hablé con Mike Hammer, el severo embajador estadounidense en la RDC, unos meses después de las elecciones.
—Cuando llegué por primera vez al Congo y Kabila estaba en el poder, no podía hablar de corrupción porque me arriesgaba a ser expulsado por “injerencia”. Con Tshisekedi hay un cambio de mentalidad sobre la corrupción. Ahora podemos hablar de ello, se re- conoce como un problema grave y como una prioridad –explicó.

Desde entonces se ha producido una lucha de poder entre Tshisekedi y Kabila. Se percibe que Tshisekedi intenta alinear al país con Estados Unidos, mientras que Kabila lucha por mantener los vínculos con China.

—La visión de Tshisekedi para el país choca con la visión de Kabila. Tshisekedi busca la inversión estadounidense porque conlleva mejores empleos, favorece a las comunidades locales y respeta el medio ambiente –dijo Hammer.

Tshisekedi amplió sus esfuerzos para hacer frente a la hegemonía china sobre el sector minero del país con el valiente anuncio en mayo de 2021 de que renegociaría los contratos con las empresas mineras chinas que se firmaron bajo el mandato de Joseph Kabila. Un alto cargo de la Administración del presidente Tshisekedi, al que llamaré Silvestre, habló conmigo en agosto de 2021 a condición de mantener el anonimato y describió el razonamiento de la Administración:

—Digamos que en el 85 por ciento de los grandes contratos mineros siempre encontrará una empresa china detrás. La mayoría de estos tratos carecían de transparencia. Su modus operandi era asegurarse de que no se publicara nada sobre ellos. Hubo muchos sobornos en el último régimen para permitir que esto fuera así. Queremos publicar los detalles de estos acuerdos para poder exigir responsabilidades a las empresas chinas.

Mientras continúa la lucha por el poder entre Tshisekedi y Kabila, se tomará una trascendental decisión con importantes implicaciones geopolíticas y económicas con relación a si el país se alineará más con China o con Estados Unidos. Aún está por ver si esta decisión conllevará alguna mejora en la vida de los mineros artesanales.

Antes de salir de Lubumbashi para adentrarme en las zonas mineras, visité una explotación de Gécamines abandonada cerca de las afueras de una ciudad llamada Gécamines Sud. La mina fue en su día el orgullo de Lubumbashi y un símbolo de su pujanza económica. En su mejor momento empleaba a miles de ciudadanos y producía decenas de miles de toneladas de cobre al año. Las operaciones cesaron a principios de la década de 1990 y desde entonces ha permanecido inactiva. En su interior una montaña de cien metros de escombros y residuos se alzaba junto a la imponente chimenea de la instalación de procesamiento de minerales. Marañas de metal yacían oxidadas sobre amplios campos de tierra. Todo estaba cubierto de un color ceniciento y pálido bajo el fulgor del sol.

Gécamines Sud era una muestra de lo que la minería había hecho en el Congo, una tierra antaño grandiosa reducida a la ruina. De las ruinas nació una nueva forma de minería, más violenta y voraz. Como iremos descubriendo a cada kilómetro que avanzamos hacia Kolwezi, la revolución de las baterías recargables ha desatado en el Congo una fuerza malévola que pisotea todo a su paso en su despiadada carrera por el cobalto.

 

Kipushi 

Viajaremos hacia el noroeste por la carretera de Lubumbashi a Kolwezi para descubrir la realidad de la minería del cobalto en la RDC; antes, sin embargo, debemos dar un pequeño rodeo hasta una ciudad llamada Kipushi, que se encuentra a unos cuarenta kilómetros al sudoeste de Lubumbashi, justo en la frontera con Zambia. Como la mayoría de las ciudades del Cinturón del Cobre, se fundó como una ciudad minera que alberga la inmensa mina del mismo nombre que los belgas en 1924 bautizaron como Príncipe Leopoldo. En aquella época poseía los mayores yacimientos conocidos de cobre y zinc del mundo. La UMHK la explotó hasta que fue nacionalizada por Mobutu de la mano de Gécamines, que la explotó durante casi tres décadas, tras las que cesaron las operaciones más o menos al mismo tiempo que en Gécamines Sud. Ivanhoe Mines, con sede en Canadá, resucitó la mina en 2011 a través de una empresa conjunta con Gécamines (a un reparto del 68-32 por ciento) llamada Kipushi Corporation (KICO). Ivanhoe también comparte derechos con Zijin Mining, con sede en China, sobre una segunda concesión situada en el extremo opuesto del Cinturón del Cobre, la gigantesca mina de cobre de Kamoa-Kakula, al oeste de Kolwezi. El yacimiento contiene el mayor depósito del mundo sin explotar de cobre de elevada ley.

La carretera de Lubumbashi a Kipushi es la principal ruta de exportación de cobalto y otros minerales de la RDC. Estuvo en buen estado hasta 1997, cuando Laurent Kabila y su ejército respaldado por Ruanda y Uganda, la AFDL (Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo), invadieron el país. La AFDL bombardeó la carretera para cortar el paso a los refuerzos procedentes de Zambia, aliada de Joseph Mobutu. En 2010 un consorcio chino llamado SICOMINES [Sino-Congolaise des Mines] volvió a asfaltar la carretera como parte de un acuerdo negociado por Joseph Kabila, gracias al que China consiguió acaparar la mayor parte del mercado mundial de cobalto antes de que nadie se percatara de lo sucedido. Fue uno de los muchos acuerdos de infraestructuras a cambio de recursos que China ha negociado en el continente africano.

Los cimientos del dominio chino en África se establecieron en el año 2000, cuando el presidente Jiang Zemin propuso la creación del Foro de Cooperación China-África para facilitar las inversiones chinas en los países africanos. La relación se anunciaba como una situación en la que todos saldrían ganando: los chinos construirían carreteras, presas, aeropuertos, puentes, redes de telefonía móvil y centrales eléctricas muy necesarias en el continente y, a cambio, China se aseguraría el acceso a recursos esenciales para sostener su creciente economía. En 2006 el presidente Hu Jintao profundizó los lazos económicos con una cumbre chino-africana en Pekín a la que asistieron cuarenta y ocho jefes de Estado africanos. Se llegó a un acuerdo entre SICOMINES y Joseph Kabila, por el que el primero se comprometía a aportar 6.000 millones de dólares para la construcción de carreteras y 3.000 millones para la mejora de las infraestructuras mineras en Katanga. El dinero debía reembolsarse mediante los beneficios de los yacimientos de cobre-cobalto excavados por SICOMINES. Si los depósitos resultaban insuficientes, la RDC se comprometía a devolver los préstamos por “otros medios”.

El acuerdo de SICOMINES suscitó una gran controversia en cuanto se hubo secado la tinta. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, ambos acreedores importantes de la RDC, no estaban satisfechos con la nueva carga de la deuda del Congo y la cláusula de “otros medios” del acuerdo, sobre todo si conllevaba la pérdida de los activos mineros garantizados en sus préstamos. El FMI y el Banco Mundial presionaron a Kabila para que renegociara los términos. En diciembre de 2009 se eliminó la conflictiva cláusula del acuerdo y el importe total del préstamo se redujo de 9.000 a 6.000 millones de dólares. Bajo los nuevos términos, SICOMINES acordó pavimentar 6.600 kilómetros de carretera y construir dos hospitales y dos universidades en Katanga, a cambio de los derechos mineros de dos concesiones cerca de Kolwezi: Dikuluwe y Mashamba Oeste.

El presidente Kabila presumió del acuerdo de SICOMINES como el “pacto del siglo” y se apresuró a sacar provecho de él. Creó una empresa privada llamada Strategic Projects and Investments (SPI), que recibió dinero de una serie de proyectos chinos, incluidos los peajes pagados por los camiones que cruzaban la frontera en Kipushi tras la construcción de la nueva carretera. Una investigación de Bloomberg reveló que SPI recaudó peajes por valor de 302 millones de dólares entre 2010 y 2020, y que este fue solo uno de los muchos acuerdos chinos a través de los cuales Kabila y su familia se enriquecieron.[8] La nación, sin embargo, ha visto pocos beneficios del acuerdo de SICOMINES. Los proyectos de infraestructuras se han retrasado, la calidad de las carreteras ha sido deficiente y apenas ha habido aspectos medioambientales o de impacto social en la construcción y las operaciones mineras de SICOMINES. Y, lo que es más importante, el acuerdo está exento de impuestos hasta que se reembolsen totalmente los préstamos para infraestructuras y minería, lo que significa que la RDC no recibirá ingresos significativos hasta dentro de muchos años.

Viajé en coche de Lubumbashi a Kipushi con Philippe, mi guía de confianza. Sus profundos conocimientos sobre la minería artesanal le convirtieron en el mejor compañero para mis primeras incursiones en el sector minero del Congo. El trayecto atravesaba varias aldeas que bordeaban la carretera principal. Las casas de estos pueblos eran las únicas que vi en las provincias mineras que no eran de color óxido, sino más bien de color tostado o caqui. La tierra de la parte sudeste del Cinturón del Cobre es menos densa en óxido de cobre y hierro, por lo que las chozas de adobe tienden a ser menos rojizas. Muchas de ellas se construyeron sobre plataformas elevadas con ramas de árbol para protegerlas de las inundaciones durante la temporada de lluvias. La mayoría estaban coronadas por techos de paja o de chapa metálica sujetos por grandes piedras. A lo lejos grandes montículos de tierra jalonaban el paisaje, algunos medían más de cinco metros de altura y les crecían árboles encima.

—Son montículos de termitas. Las termitas se sienten atraídas por el cobre de la tierra, construyen las colinas en ese punto en particular y los creuseurs a veces excavan bajo ellas porque saben que allí habrá cobre y cobalto –explicó Philippe.

A medida que nos acercábamos a la frontera los camiones articulados de dieciocho ruedas cargados de minerales rugían y derrapaban por la estrecha carretera, ensuciándolo todo a su paso. Cada choza, árbol, aldeano y niño estaban cubiertos de una capa de arena. Poco después de pasar un arco verde y blanco desgastado sobre la carretera que decía: “Bienvenue à la cité frontalière de kipushi” (Bienvenidos a la ciudad fronteriza de Kipushi), la carretera se bloqueó por completo con camiones parados. Cada uno estaba cargado hasta los topes con la mercancía atada a las plataformas con gruesas cuerdas y semicubierto de lonas azules y rosas.

—A esto lo llamamos carretera de carga pesada. Cada camión se pesa en la frontera y, como la mayoría tiene sobrepeso, se les cobra por el exceso de carga –dijo Philippe.

Al haber tantos camiones atascados en la “carretera de carga pesada”, nos vimos obligados a conducir por el lado contrario durante varios kilómetros para evitar el atasco, dando volantazos bruscos para esquivar a los vehículos que venían en dirección opuesta.

—Los camiones llegan a esperar tres o cuatro días para cruzar la frontera –nos explicó Philippe–. Están repletos de mena de todo Katanga, cobre, cobalto, níquel y zinc de Lualaba y el Alto Katanga, además de oro, coltán, casiterita y wolframita de Tanganica.

La provincia de Tanganica forma parte de la antigua región de Katanga, situada inmediatamente al norte de la provincia del Alto Katanga. Es una zona muy peligrosa invadida por numerosas milicias mai-mais. Excepto algunos grupos como los mai-mais Bakata Katanga, las milicias mai-mai no son tan activas en el Cinturón del Cobre de Katanga porque está mejor protegido por el ejército. El nombre mai-mais significa “agua-agua”, basado en la creencia de que tienen poderes mágicos que pueden convertir las balas enemigas en agua. Las milicias tomaron las armas en un principio para apoyar a Joseph Mobutu contra la invasión de Laurent Kabila en 1997. Poco después degeneraron en bandas itinerantes de matones que luchaban por controlar el territorio y recurrían a la minería para financiar sus esfuerzos. Resulta que la provincia de Tanganica contiene importantes reservas de coltán, junto con yacimientos de estaño, wolframio y oro. Cada uno de estos metales es necesario para la fabricación de microprocesadores. Los mai-mais estaban sentados sobre un cofre del tesoro y desde el cambio de milenio han recurrido a la violencia para obligar a la población local a extraer las riquezas en su beneficio. La mayor parte de los minerales salen del país de contrabando a través de Ruanda y Uganda hacia las cadenas de suministro formales, o por el punto fronterizo de Kipushi con Zambia.[9]

No mucho después de pasar la señal que nos daba la bienvenida a la región fronteriza de Kipushi, llegamos a un cruce y nos desviamos de la “carretera de carga pesada” por una ruta de un solo carril llamada carretera de Kipushi, que atravesaba una zona remota de bosque denso. No había otros vehículos –ni camiones, ni bocinas, ni ningún sonido–, solo una brisa cálida y seca.

Philippe señaló por la ventanilla.

—Hay muchos yacimientos artesanales en este bosque. Los creuseurs de los pueblos caminan hasta aquí por la mañana para cavar. Le pregunté si había niños cavando en el bosque.

—Sí, por supuesto –respondió–. ¿Qué otra cosa van a hacer? No hay escuelas en los pueblos. Cada miembro de la familia debe ganar algo para que el colectivo sobreviva.

Philippe y yo pasamos el día entero explorando estos yacimientos, que consistían en pequeñas parcelas de terreno excavadas por unas docenas de mineros artesanales, entre los que había niños. Eran versiones en miniatura de lo que estaba a punto de ver en Kipushi.

Unos diez minutos después de desviarnos de la carretera, llegamos a un puesto de control de seguridad que estaba a cargo de cinco soldados de las FARDC. Philippe me hizo un gesto para que permaneciera en silencio y mantuviera mi teléfono móvil fuera de la vista. Los soldados examinaron mis documentos, hicieron una serie de preguntas sobre nuestras intenciones y finalmente nos permitieron pasar. Unos minutos más tarde estábamos en el corazón de Kipushi, una típica ciudad fronteriza con una fuerte presencia militar. Además de las habituales iglesias, peluquerías, quioscos de recarga de teléfonos móviles y tiendas de comestibles locales, había numerosos bares y discotecas, presumiblemente para atender al personal militar. Estábamos aún a unos cientos de metros de la mina KICO cuando oí un fuerte zumbido que ahogaba todos los demás ruidos de la zona.

—Ese es el ventilador principal de KICO que insufla aire al pozo primario para que los trabajadores puedan respirar –me explicó Philippe. Pregunté a qué profundidad estaba el pozo.

—Más de un kilómetro.

El recinto de KICO estaba vallado y fuertemente vigilado. Aparcamos a cierta distancia de la entrada principal y caminamos a lo largo del perímetro de la concesión. Justo al oeste había una gigantesca mina a cielo abierto inactiva de varios cientos de metros de diámetro.

—Aquí es donde Gécamines explotaba originalmente la mina –dijo Philippe.

Mirando hacia el interior de la fosa apenas pude distinguir a unas docenas de personas escarbando en el fondo del cráter en varias zanjas. Philippe me explicó que Gécamines ya había excavado la mayor parte del cobre, el cobalto y el zinc de la fosa hacía años, pero que los mineros artesanales seguían rebuscando en el lugar los restos que pudieran encontrar, como aves carroñeras que picotean los huesos después de que los grandes felinos hayan terminado de atiborrarse. Más allá de la zanja abandonada, pude discernir un inmenso paisaje con cráteres sobre el que se movían unos cuantos miles de cuerpos.

—Esa es la principal zona de minería artesanal que llega hasta Zambia –dijo Philippe.

Yo estaba dispuesto a avanzar para explorar la zona, pero Philippe me explicó que primero teníamos que conseguir el permiso de los funcionarios de la empresa Ivanhoe Mines. Aunque técnicamente los mineros artesanales estaban excavando fuera de la concesión de KICO, Philippe me aseguró que los guardias de seguridad de KICO no nos dejarían acercarnos a la explotación artesanal sin permiso.

—No quieren que los periodistas saquen fotos y escriban historias sobre las condiciones existentes al lado de su concesión.

Nos dirigimos a la puerta principal del recinto de KICO y nos recibieron guardias armados, que nos exigieron pasar una prueba de alcoholemia antes de entrar en el recinto. Una vez dentro, el complejo impresionaba por su escala y sofisticación. KICO disponía de suministro eléctrico exclusivo e incluía cómodas instalaciones residenciales para los empleados extranjeros de Ivanhoe, así como un gimnasio y una zona de recreo. Había numerosos camiones de carga, todoterrenos, carretillas elevadoras y excavadoras aparcados en el recinto. Los empleados congoleños vestían uniformes beige con rayas amarillo fosforescente en las muñecas y los brazos, así como cascos amarillos y guantes industriales. Aparte de unos pocos árboles verdes plantados fuera de la oficina principal, todo el recinto era de hormigón, metal y suciedad.

Los guardias nos condujeron a una sala de conferencias con una gran mesa rectangular. Las paredes estaban cubiertas de planos detallados de yacimientos minerales y pozos mineros. Cuando llegó el personal de KICO, les presenté mi solicitud para inspeccionar la zona de minería artesanal. Tras responder a las preguntas sobre por qué, durante cuánto tiempo, con qué fin, etcétera, nos concedieron permiso para inspeccionar la zona de minería artesanal próxima a la mina de KICO, pero solo si uno de sus guardias de seguridad nos escoltaba. Me preocupaba que la presencia del guardia nos impidiera realizar entrevistas y recibir respuestas sinceras, pero, afortunadamente, se aburrió rápido y regresó al recinto, permitiéndonos hablar libremente con los mineros.

La zona minera artesanal de Kipushi estaba situada en una franja abierta de tierra justo al sur del pozo abandonado de Gécamines. Era un vasto páramo lunar de varios kilómetros cuadrados, en extraño contraste con el avanzado complejo minero de KICO situado justo al lado, que disponía de equipos mineros, técnicas de excavación y medidas de seguridad del primer mundo. El yacimiento artesanal parecía retroceder siglos atrás en el tiempo, poblado por campesinos que utilizaban herramientas rudimentarias para picar la tierra. Más de tres mil mujeres, niños y hombres paleaban, raspaban y escarbaban por la zona bajo un sol feroz y una bruma polvorienta. Con cada hachazo a la tierra, una nube de polvo se elevaba como un espectro hacia los pulmones de los excavadores.

Mientras caminábamos por las afueras del yacimiento, Philippe se agachó y me entregó una piedra del doble del tamaño de mi puño.

—Mbazi –dijo.

Heterogenita. Estudié la piedra de cerca. Era compacta, de textura rugosa, adornada con una seductora mezcla de verde azulado y azul celeste, motas de plata y manchas naranjas y rojas: cobalto, níquel, cobre. Ahí estaba el corazón palpitante de la economía recargable. La heterogenita puede presentarse en forma de piedra grande, como la que me entregó Philippe, en guijarros más pequeños o descompuesta en arena. El cobalto es tóxico al tacto y al respirarlo, pero esa no es la mayor preocupación de los mineros artesanales. La mena contiene a menudo restos de uranio radiactivo.

Solté la piedra y seguí a Philippe más adentro de la zona minera. La mayoría de los mineros artesanales me lanzaron miradas suspicaces al verme pasar. Una madre adolescente dejó de cavar y se apoyó en su pala bajo la pálida luz del día. Me miró como si fuera un invasor. El polvo se tragó al escuálido bebé que llevaba atado a la espalda, con la cabeza ladeada en ángulo recto respecto a su frágil cuerpo. Philippe le preguntó si estaría dispuesta a hablar con nosotros.

—¿Quién llenará este saco mientras hablo con vosotros? –respondió ella con enfado.

Seguimos caminando por la mina y encontramos a un grupo de seis varones cubiertos de tierra y barro, de edades comprendidas entre los ocho y los treinta y cinco años.

Jambo –saludó Philippe al grupo, utilizando la palabra suajili para “hola”.

Jambo –respondieron.

El grupo estaba cavando dentro de un pozo de cinco metros de profundidad, de unos seis o siete metros de ancho en la superficie y tres metros en el fondo, similar a los pozos descritos por Frederick Stanley Arnot en 1886. Los más jóvenes cavaban con pequeñas palas más cerca de la superficie, mientras que los adultos lo hacían a más profundidad en el sedimento arcilloso. El fondo del pozo estaba sumergido en unos treinta centímetros de agua de color cobrizo. El más mayor era Faustin, un joven delgado y aguerrido, con la cara achatada. Llevaba zapatillas de plástico, pantalones de color oliva, una camiseta de color marrón claro y una gorra de béisbol.

—La mayoría de la gente que excava aquí viene de Kipushi. Algunos también vienen de pueblos del lado de Zambia –dijo Faustin. Señaló en la distancia. No había ningún paso fronterizo oficial en esta parte de Kipushi, solo una línea invisible en algún lugar más allá de la zona de minería artesanal que la población local cruzaba cada día.
Faustin explicó que él, su hermano, su cuñado, su mujer, su primo y sus tres hijos trabajaban en grupo.
—Trabajamos solo con la gente en la que confiamos –dijo.

Cada día llenaban grandes sacos de rafia con barro, tierra y piedras de heterogenita que sacaban del pozo. Rompían las piedras más grandes en guijarros utilizando un mazo de metal para poder meter más en cada saco. Una vez llenos los sacos, los llevaban a balsas de agua cercanas para tamizar el contenido a través de un kaningio (tamiz metálico). Las piedras de heterogenita ya tamizadas se volvían a cargar en los sacos. Se necesitaban varios ciclos de este tipo cada día para obtener suficientes guijarros de heterogenita con los que llenar un saco grande de rafia.

—Al final de un día podemos producir tres sacos de heterogenita –explicó Faustin.

Le pregunté qué hacían con los sacos.

—Los llevamos cerca de KICO. Los négociants van allí y les vendemos el cobalto.

—¿Qué hacen los négociants con la heterogenita? –pregunté.

—Transportan los sacos a los comptoirs y se la venden.

—¿Por qué no lleva usted mismo el cobalto a los puestos de venta?
—No tengo moto. Otros creuseurs hacen ellos mismos el transporte hasta los comptoirs, pero es un riesgo, porque hay que tener un permiso para transportar mena en el Congo. Si la policía nos encuentra transportando la mena sin los permisos, nos detendrán.

Pregunté qué tipo de permiso se necesitaba. Faustin no estaba seguro de los detalles, solo de que era demasiado caro para la mayoría de los mineros artesanales. Philippe completó los detalles.

—Se necesitan tres permisos diferentes para transportar mena. El precio depende de la cantidad transportada y de la distancia. Los négociants deben pagar algo así como ochenta o cien dólares al año por transportar una tonelada de mena no más de diez kilómetros. Un comerciante tendrá que transportar muchas toneladas de mena, y quizá las distancias puedan ser de hasta cincuenta kilómetros. Las compañías mineras deben transportar miles de toneladas, y podrían recorrer más de trescientos kilómetros si viajan de Kolwezi a Kipushi, por lo que la tarifa en este caso puede ser de miles de dólares al año.

Las tasas de transporte de la mena parecían otra forma del Gobierno para acumular dinero. ¿Por qué, si no, cobrar a la gente por llevar rocas de un lugar a otro? Las tasas también hacían imposible que los mineros artesanales accedieran directamente a los mercados de venta debido a su incapacidad para pagar el impuesto. Estar aislados del mercado los obligaba a aceptar por su duro trabajo precios inferiores a los de los négociants, lo que reforzaba aún más el estado de pobreza que los empujó en primera instancia a la minería artesanal.

Pregunté a Faustin y a los miembros de su grupo por su salud. Se quejaban de tos persistente y dolores de cabeza, así como de heridas leves como cortes y torceduras, dolores de espalda y cuello. Ninguno quería ir a la zona de minería artesanal a cavar, pero sentían que no tenían otra alternativa.

—Lo que puedo decirle es que para la mayoría de la gente que vive aquí no hay otro trabajo –dijo Faustin–. Sin embargo, cualquiera puede excavar cobalto y ganar dinero.

Hice números de cuánto podían ganar los miembros del grupo de Faustin. Los ocho individuos producían una media de tres sacos de mena de heterogenita lavada al día, y cada saco pesaba una media de cuarenta kilos. Los négociants que acudían al yacimiento pagaban 5.000 francos congoleños por saco, es decir, unos 2,80 dólares. Este pago suponía unos ingresos por cada miembro del equipo de aproximadamente 1,05 dólares diarios. En realidad, los niños no recibían dinero alguno; simplemente trabajaban para ayudar a la familia. La heterogenita de Kipushi tenía una ley de cobalto del 1 por ciento o menos, muy inferior a la más cercana a Kolwezi, donde las leyes podían superar el 10 por ciento. La baja ley del cobalto en Kipushi repercutía directamente en los escasos ingresos de los mineros artesanales que trabajaban en la zona.

Cuando terminé de hablar con el grupo de Faustin, dos de los chicos, André y Kisangi, de ocho y diez años, se ofrecieron a hacerme una demostración del proceso de cribado. Les seguí desde el pozo mientras arrastraban un saco de rafia repleto de tierra y piedras, que probablemente pesaba más que ellos. Después de treinta metros, llegamos a una piscina de lavado que utilizaban varios grupos de mineros artesanales para cribar las piedras de la suciedad. La balsa tenía unos seis metros de diámetro y medio metro de profundidad. Había un cubo de metal oxidado, una pala en un extremo y un tamiz metálico de color cobre de un metro por un metro junto al cubo. La balsa de agua era un charco pútrido, burbujeante y de color cobre. A los muchachos como André y Kisangi que tamizaban y lavaban piedras se los llamaba laveurs, y a las mujeres y niñas laveuses.

Los chicos volcaban el saco y vaciaban el contenido a mano en un gran montón junto a la balsa de lavado. André se metió medio desnudo en el agua pestilente y cogió el tamiz por las dos asas. Colocó el otro extremo en la tierra al borde de la balsa. Kisangi utilizó la pequeña pala para vaciar el contenido del saco en el tamiz. A continuación, André tiró enérgicamente del tamiz hacia arriba y hacia abajo a través de la superficie del agua, separando la tierra de la piedra. Parecía que sus pequeños hombros iban a salirse de su sitio con cada sacudida. Al cabo de unos minutos, solo quedaban guijarros en el tamiz. André parecía agotado y apenas conseguía sostener el tamiz por encima del agua, mientras Kisangi sacaba los guijarros con la mano y los colocaba en un montón. Los niños repetían este arduo proceso otras diez o quince veces para conseguir tamizar todas las piedras del saco, y tenían que terminar varios sacos al día.

—Nuestra madre y nuestra hermana recogen las piedras y las meten en ese cubo que utilizan para llenar otro saco con esas piedras –explicó Kisangi.

Del pozo a la balsa, al saco de piedras, la familia había subdividido los pasos necesarios para extraer el cobalto de la tierra y empacarlo para que lo transportaran los négociants. A continuación, estos lo vendían en la cadena de suministro formal a través de puestos de compraventa impersonales situados a lo largo de la autovía. El blanqueo de minerales desde el niño hasta las baterías era así de sencillo.

Philippe y yo nos alejamos de la piscina de enjuague para adentrarnos en la zona minera artesanal sorteando cráteres de distintos tonos marrones. Una bruma opresiva flotaba en el aire. No se veían árboles ni pájaros en el cielo. La tierra había quedado desnuda hasta donde alcanzaba la vista. La mitad de las adolescentes del lugar parecían llevar bebés atados a la espalda. Niños de tan solo seis años adoptaban una posición erguida y hacían acopio de toda la fuerza de sus huesudos brazos para trabajar la tierra con palas oxidadas. Otros se tambaleaban bajo el peso de sacos de rafia a rebosar que arrastraban de las zanjas a las balsas. Hablé con otras familias que funcionaban de forma parecida a la de Faustin. Pasé junto a otras balsas de lavado pútridas y decenas de fosas llenas de hombres y niños que trabajaban a pico y pala. De vez en cuando veíamos a un grupo de niños exhaustos sentados en la tierra bajo el inclemente sol de la tarde, comiendo pan sucio.

En algún lugar cerca de la frontera con Zambia, o quizás justo al otro lado, me encontré con varias mujeres jóvenes vestidas con pareos y camisetas, de pie en fosas poco profundas, con unos quince centímetros de agua cobriza en el fondo. No eran parientes, pero trabajaban en grupo para mantenerse a salvo, pues las agresiones sexuales por parte de mineros varones, négociants y soldados eran habituales en las zonas mineras. Las mujeres me dijeron que todas conocían a alguna a la que habían empujado dentro de un pozo para atacarla, lo que probablemente explicaba la existencia de algunos de los bebés atados a sus espaldas. Las agresiones sexuales eran una lacra en casi todas las zonas mineras artesanales que visité. Las mujeres y niñas que sufrían estos ataques representaban la parte invisible y embrutecida de la cadena de reserva mundial del cobalto. Nadie en la cima de la cadena se molestaba siquiera en hacer declaraciones a la prensa sobre las políticas de tolerancia cero en materia de abusos sexuales contra las mujeres y niñas que trabajaban el cobalto. Una joven llamada Priscille estaba de pie en uno de los pozos con un cuenco de plástico en la mano derecha. Rápidamente recogía tierra y agua con el cuenco y la arrojaba a un tamiz situado a unos metros delante de ella. Sus movimientos eran precisos y simétricos, como si fuera una pieza de maquinaria diseñada solo para este fin. Cuando el tamiz se llenó de barro y arena de color gris, tiró de él hacia arriba y hacia abajo hasta que solo quedó la arena con restos de cobalto, que trasvasó con su recipiente de plástico a un saco de rafia rosa. Le pregunté cuánto tiempo tardaba en llenar un saco con la arena.

—Si trabajo duro durante doce horas puedo llenar un saco al día.

Al final de la jornada las mujeres se ayudaban mutuamente para acarrear sus sacos de cincuenta kilos durante un kilómetro hasta la entrada del lugar donde los négociants se los compraban por unos 0,80 dólares por saco. Priscille nos contó que no tenía familia y que vivía sola en una pequeña choza. Su marido solía trabajar en este sitio con ella, hasta que hace un año murió de una enfermedad respiratoria. Intentaron tener hijos, pero abortó dos veces.

—Doy gracias a Dios por haberse llevado a mis bebés. Aquí es mejor no haber nacido –dijo.

Al anochecer, terminé la última entrevista y volví a la zona donde empezaba la minería artesanal, cerca del límite del recinto de KICO. Decenas de mineros artesanales habían arrastrado sacos de heterogenita hasta el límite de la mina para venderlos a los négociants. Esperaba ver un equipo de comerciantes oficiales, quizá con uniformes o insignias del Gobierno, pero en su lugar los négociants eran jóvenes vestidos con vaqueros y camisetas. A diferencia de los mineros artesanales, llenos de polvo, sus ropas estaban limpias y radiantes. La mayoría llegaron en motocicletas o en furgoneta, que utilizaron para transportar los sacos a los puestos de compraventa. Había cientos de sacos de rafia blanca, azul, naranja y rosa apilados junto a los mineros artesanales. Los négociants echaban un vistazo superficial al interior de los sacos y ofrecían un precio fijo que los mineros artesanales tenían que aceptar. Philippe me contó que a las mujeres siempre se les pagaba menos que a los hombres por el mismo saco de cobalto.

—Por esta razón, las únicas mujeres que verás vendiendo el cobalto son las que trabajan por su cuenta –me explicó.

Le pregunté qué pasaría si un minero artesanal llenara la mitad inferior de un saco con tierra y la mitad superior con heterogenita.

—Los négociants se darían cuenta en el puesto de compraventa, llevarían una cuadrilla para atacar al minero y nadie volvería a comprarle.
Observé cómo unos cuantos négociants cargaban sacos en sus motos, atándolos en el asiento de detrás del conductor, llevando al límite la capacidad de la moto. Uno de ellos, Eli, dijo que antes de ser négociant vendía recargas para teléfonos móviles para Africell en Lubumbashi, pero su primo le convenció de que se sacara el permiso para hacerse négociant. La cuota era de ciento cincuenta dólares y había que pagarla anualmente.

—Ahora gano en un día dos o tres veces lo que ganaba antes.

Le pregunté si podía ver cómo era el permiso de autorización.

—¡Caducó hace dos años! –me respondió.
—¿Qué pasa si un policía le pide ver su licencia cuando transporta minerales?

—Pagamos una multa, quizá diez dólares, pero no ocurre a menudo.

Después de hablar con algunos négociants más, volví a la zona minera para echar un último vistazo antes de que anocheciera. El paisaje devastado parecía un campo de batalla tras un bombardeo aéreo. Los supervivientes del asalto del día trepaban a duras penas por los cráteres y regresaban a sus cabañas para descansar el tiempo que pudieran antes de volver a soportar la odisea del día siguiente.

Una muchacha solitaria estaba de pie en lo alto de una montaña de tierra, con las manos en las caderas y la mirada perdida en la tierra yerma donde antes se alzaban árboles gigantes. Su pareo dorado y azul índigo ondeaba al viento mientras contemplaba la masa de gente y tierra. Más allá del horizonte, más allá de toda lógica y moral, personas de otro mundo se despertaban y consultaban sus teléfonos móviles. Ninguno de los mineros artesanales que conocí en Kipushi había visto jamás uno.

Tras mi visita a Kipushi fui a investigar los puestos de compraventa a los que los négociants vendían el cobalto excavado por los mineros artesanales. Eran los vínculos poco llamativos pero vitales entre las cadenas de suministro informal y formal del cobalto. La mayoría de estos establecimientos de compraventa de cobalto de Kipushi, así como los yacimientos artesanales más pequeños de los bosques cercanos, estaban situados en “carreteras de carga pesada”. Consistían en chozas de madera con grandes lonas rosadas desplegadas en la parte delantera. Los nombres de estos puestos estaban pintados en letras negras encima de las lonas, $Dèpôt, Dèpôt Jaafar y Cu-Co, los símbolos de la tabla periódica para el cobre y el cobalto. Los precios por kilogramo que los puestos de venta ofrecían por la heterogenita se anunciaban en la parte delantera, escritos con rotulador negro en sacos de rafia en función de concentraciones de cobalto que iban del 0,5 por ciento al 2 por ciento, en incrementos de una décima de porcentaje. Visité nueve puestos de venta en un tramo de seis kilómetros al noreste de Kipushi, y todos menos dos estaban gestionados por empleados chinos. Ninguno quiso hablar conmigo. Las otras dos tiendas estaban gestionadas por indios, Hardeep y Amit, ambos del estado del Punyab.

Me contaron que habían llegado a la RDC con visados de trabajo para el sector de la hostelería. Ambos eran licenciados uni- versitarios y hablaban bastante bien inglés, pero aseguraron que en la India era muy difícil encontrar trabajo. El propietario del hotel para el que trabajaban en Lubumbashi (no quisieron decir- me el nombre del hotel ni del dueño) también trabajaba clandestinamente como comerciante de minerales. Colocó a Hardeep y Amit en dos puestos de venta: el Dèpôt Tigre y el Dèpôt 233. Se presentaban allí todos los días a las diez de la mañana y se quedaban hasta la puesta de sol. Guardaban el dinero de las transacciones en una caja metálica cerrada con candado, que parecía fácil de robar para cualquiera que se lo propusiese.

—Utilizamos el Metorex para determinar la pureza del cobalto –me explicó Hardeep, enseñándome una pequeña pistola láser que, al apuntar a una muestra de heterogenita, devolvía una lectura de la ley del cobalto.

—Las muestras de Kipushi suelen tener un 1 por ciento –dijo Amit.

Al final de cada jornada llevaban los sacos de heterogenita de vuelta a Lubumbashi, donde su jefe la vendía a una planta transformadora. No sabían cuál, ni el precio pagado. Según Philippe, había dos empresas mineras que compraban la heterogenita a Kipushi, Congo DongFang Mining y CHEMAF. Ambas tenían instalaciones de procesamiento de cobalto en Lubumbashi y resulta que las dos explotaban los dos únicos “yacimientos modelo” de extracción artesanal de cobalto en la RDC. Les hicimos una visita.

El precio pagado en el Dèpôt Tigre y en el Dèpôt 233 por 1 kilogramo de heterogenita con una ley del 1 por ciento era de 200 francos congoleños (unos 0,11 dólares). Un saco de 40 kilos, por lo tanto, se vendía por unos 4,40 dólares. Los négociants de Kipushi pagaban a Faustin unos 2,80 dólares por saco. El hecho de tener una autorización para transportar mena implicaba que los négociants que operaban en Kipushi podían quedarse con casi el 40 por ciento del valor de cada saco de heterogenita. Parecía una etapa innecesaria en la cadena de suministro que restaba valor a las personas que más trabajaban. Para el caso, los mismos puestos de venta parecían igualmente innecesarios en la cadena, pues desviaban aún más valor del sistema al proporcionar un punto de entrada informal y no rastreable para el cobalto artesanal en la cadena de suministro formal. No había nada que impidiera a las empresas mineras ir directamente a los yacimientos artesanales y pagar a las mujeres, los hombres y los niños que extraían el cobalto, aparte de la imagen negativa asociada a tener vínculos directos con zonas mineras artesanales peligrosas, con salarios de miseria y repletas de niños.

Había un cierto ambiente tóxico en Kipushi del que fui incapaz de desprenderme durante varios días después de nuestra visita. La tierra, el aire y el agua del lugar parecían totalmente contaminados, lo que sugería que cada minuto que los mineros artesanales pasaban excavando en la mina los exponía a sustancias nocivas que podían tener graves consecuencias en su salud. Para comprenderlas mejor me reuní con un investigador de la Universidad de Lubumbashi llamado Germain, que había estado recopilando datos sobre la salud pública y las repercusiones medioambientales de la minería en el Cinturón del Cobre. Era un investigador metódico con espíritu de activista. Me dijo que tenía que ser muy cauto con su trabajo, pues algunos de sus hallazgos no habían sido bien recibidos por las empresas mineras o el Gobierno congoleño. He aquí parte de lo que describió:

—En los estudios que hemos realizado, los mineros artesanales tienen una concentración de cobalto en la orina cuarenta veces mayor que la de los grupos control. Asimismo, tienen cinco veces más plomo y cuatro veces más uranio. Incluso los habitantes que viven cerca de las zonas mineras, pero no trabajan como mineros artesanales, tienen concentraciones muy elevadas de metales traza en su organismo, como cobalto, cobre, zinc, plomo, cadmio, germanio, níquel, vanadio, cromo y uranio.

Germain señaló que la exposición indirecta a metales pesados por parte de personas que ni siquiera trabajaban como mineros tenía consecuencias negativas para su salud, especialmente para los niños.

—Aunque los niños no trabajen en las minas, la exposición indirecta de sus padres a metales pesados es peor para ellos que la exposición directa a la que están expuestos los adultos. Esto se debe a que el organismo de un niño no puede eliminar los metales pesados con tanta eficacia como los adultos.

Germain añadió que los humanos no eran los únicos que sufrían contaminación tóxica; la fauna salvaje, como los peces y las gallinas que examinó, también mostraba niveles muy elevados de metales pesados.

La contaminación por metales pesados de la población local y de los alimentos estaba provocando una serie de consecuencias negativas para la salud en todo el Cinturón del Cobre. Por ejemplo, Germain había documentado recientemente un alto índice de defectos congénitos en las comunidades mineras, como holoprosence- falia, agnatia-otocefalia, mortinatos, abortos espontáneos y bajo peso al nacer.[10] Germain dijo que en la mayoría de los casos el padre del niño había estado trabajando como minero artesanal en el momento de la concepción y que las muestras de sangre del cordón umbilical tomadas al nacer revelaban altos niveles de cobalto, arsénico y uranio. Las afecciones respiratorias también eran frecuentes:

—La inhalación de polvo de cobalto provoca la “enfermedad pulmonar por metales duros”, que puede ser mortal. Además, el contacto prolongado con el cobalto puede provocarles dermatitis aguda –explicó Germain.

Los cánceres también aumentaron en las comunidades mineras artesanales, sobre todo de mama, riñón y pulmón.

—La exposición al níquel y al uranio son las principales causas de cáncer.

Los casos de intoxicación por plomo también estaban muy extendidos. Las muestras de partículas de polvo tomadas en el interior de las casas de todo el Cinturón del Cobre tenían una media de 1.840 microgramos por metro cuadrado. Germain explicó que el polvo de plomo procedía probablemente de la ropa de los trabajadores de las minas, así como del procesamiento del metal en algunas de las grandes minas. A modo de referencia, la Agencia de Protección Medioambiental de Estados Unidos recomienda un límite máximo seguro de 430 microgramos de plomo por metro cuadrado en el interior de las viviendas. Niveles tan altos como el de 1.840 microgramos por metro cuadrado pueden causar daños neurológicos, dolores musculares y articulares, dolores de cabeza, dolencias gastrointestinales y reducción de la fertilidad en adultos. En los niños el envenenamiento por plomo puede causar daños irreversibles en el desarrollo, así como pérdida de peso, vómitos y convulsiones.

Germain lamentó que el sistema de salud pública del Congo no estuviera equipado para hacer frente a la magnitud y gravedad de los resultados sanitarios perjudiciales que sufrían las personas que vivían en las comunidades mineras.

—Los médicos no reciben formación para diagnosticar y tratar las dolencias derivadas de la contaminación por metales pesados. Muchos pueblos y comunidades mineras no disponían de dispensarios médicos básicos para tratar dolencias sencillas, por no hablar de enfermedades o cánceres. Germain consideró que había muchos responsables de los problemas de salud pública a los que debían enfrentarse las comunidades mineras, pero tuvo palabras especialmente duras para las empresas mineras extranjeras:

—Las empresas mineras no controlan la escorrentía de los vertidos de sus operaciones de procesamiento. No limpian cuando se producen vertidos químicos. El polvo y los gases tóxicos de las instalaciones mineras y de los equipos diésel se extienden a lo largo de muchos kilómetros y son inhalados por la población local. Han contaminado toda la región, los cultivos, los animales y las poblaciones de peces están contaminados.
Germain señaló que el código minero del país contenía cláusulas destinadas a impedir los vertidos tóxicos por parte de las empresas mineras, pero ninguna de ellas ni ninguna otra ley sobre protección del medio ambiente se aplicaban adecuadamente.

—Antes de obtener una autorización, las empresas mineras deben presentar al Gobierno un plan de gestión de residuos. Por supuesto, no respetan sus planes, pero el Gobierno tampoco envía a nadie a controlar sus actividades.

Le pregunté a Germain por qué creía que el Gobierno congoleño no le había contratado para colaborar en un programa de pruebas más ambicioso y en un sistema de aplicación de la gestión de residuos en las grandes minas. Suspiró y explicó que, como era de esperar, los funcionarios del Gobierno querían maximizar los cánones mineros, lo que significaba maximizar la extracción de mena, lo que significaba dejar que las empresas mineras hicieran lo que quisieran con tal de que pagaran los cánones. La investigación que Germain estaba realizando era un obstáculo, no un beneficio para esta agenda. De hecho, había recibido presiones para que dejara de hacer el tipo de pruebas que me describió.

—No es solo por las empresas mineras extranjeras, las congoleñas son igual de culpables del vertido de residuos en el medio ambiente. Tampoco a ellas les gusta el trabajo que hago –me explicó.

Germain pensaba, con razón, que había pocas probabilidades de que mejoraran las consecuencias de la minería sobre la salud pública si no se obligaba a las empresas a cumplir unas normas mínimas de sostenibilidad y protección medioambiental.

—Igual que en Estados Unidos.
—¿Qué haría falta para conseguir eso? –pregunté.
Germain reflexionó buscando una respuesta, pero permaneció en silencio y se limitó a encogerse de hombros con aire cansino.

En mis primeros viajes al Congo empezó a surgir un patrón. Se corría la voz sobre mis incursiones en las zonas de minería artesanal y, poco después, alguien llamaba a uno de mis guías o dejaba un mensaje en la pensión donde me alojaba solicitando una reunión. Nada más reunirme con Germain, Philippe me informó de que le habían pedido que concertara un encuentro con una organización llamada Investissements Durables au Katanga (Inversiones Sostenibles en Katanga) o IDAK. Esta organización participa activamente en el sector de la minería artesanal de la RDC y tres miembros de la dirección, Alex, Fortunat y Mbuya, me pidieron que me reuniera con ellos en una iglesia de Lubumbashi. Nos sentamos en sillas de plástico en lo que parecía ser un almacén. No había luz, solo una lámpara de mesa y dos ventanas abiertas, que permitían al ruido del tráfico exterior colarse en la habitación.

Los tres parecían deseosos de recalcar ante mí la importancia de su organización para ayudar a los mineros artesanales.

—Fundamos IDAK en 2011 para ofrecer un foro a los representantes locales, el Gobierno nacional, la sociedad civil y las empresas mineras para debatir los retos a los que se enfrenta el sector minero y encontrar soluciones de forma colaborativa –explicó Alex.

—IDAK intenta mejorar la cooperación entre las partes interesadas y desarrollar algunas capacidades y habilidades en la sociedad civil para apoyar a los mineros artesanales.

Alex añadió que IDAK contaba con apoyo internacional para sus esfuerzos y recibía la mayor parte de su financiación de la Deutsche Gesellschaft für Internationale Zusammenarbeit (Sociedad Alemana para la Cooperación Internacional), una consultora que asesora al Gobierno y a las empresas alemanas sobre sostenibilidad y desarrollo internacional.

—La financiación partió de las empresas automovilísticas alemanas para ayudar a limpiar sus cadenas de suministro de cobalto –aclaró Alex.

El equipo de IDAK me dio una copia de una guía exhaustiva que publicaron en 2014 en la que exponían sus recomendaciones sobre la responsabilidad social de las empresas en el sector minero congoleño.

—Esta guía incluye un plan para excluir a los niños de la minería artesanal –explicó Mbuya.

Además de centrarse en el trabajo infantil, el plan de responsabilidad social corporativa de IDAK describía programas para fortalecer las comunidades locales, construir y dotar de personal a las escuelas, promover medios de vida alternativos y mejorar la capacidad y las infraestructuras de salud pública. Todo sonaba muy prometedor, pero no pude evitar preguntarme por qué parecía que no se estaba poniendo en marcha casi ninguna de esas medidas. Describí lo que había visto en Kipushi: cientos de niños cavando en la tierra para obtener unos ingresos ínfimos, miles de personas expuestas a sustancias tóxicas y ningún tipo de seguimiento de los abusos laborales.

—Sí, tenemos esos problemas, pero sin IDAK la situación sería aún peor –dijo Fortunat.

El equipo de IDAK debió de leer el escepticismo mal disimulado en mi rostro porque se pasaron otra hora describiendo los esfuerzos de la organización por mejorar las condiciones de los mineros artesanales. También destacaron la importancia de su papel como mediadores en los conflictos entre estos y las empresas mineras extranjeras.

—Si hay una disputa por la tierra, intentamos resolver el asunto de forma constructiva. Si hay un accidente en la mina, defendemos los derechos de los mineros heridos –dijo Mbuya.

Por mi experiencia al haber hablado con algunas personas, como Makaza en Mukwemba, supe que la resolución de conflictos sobre disputas de tierras era una iniciativa importante, aunque nunca oí hablar de un solo caso que se hubiera resuelto de forma favorable para los desplazados.

Pregunté al equipo de IDAK cuál era, en su opinión, el mayor obstáculo en sus esfuerzos por retirar a los niños de las minas artesanales. Como era de esperar, respondieron que “la pobreza”.

—Los padres se sienten obligados a llevar a sus hijos a las minas a trabajar. Si ganaran un buen sueldo, los niños podrían estar en la escuela en lugar de trabajando en una mina –dijo Mbuya.

Parecía bastante obvio, así que ¿por qué los “buenos salarios” eran tan escasos? ¿Resolvería un salario razonable algunos de los retos a los que se enfrentan los mineros artesanales o, al menos, reduciría el trabajo infantil? Imaginemos por un momento que pagar un salario decente a los mineros artesanales adultos ayudara a que los niños fueran a la escuela en lugar de trabajar en las minas y a las familias a costear la atención médica cuando estuvieran enfermos o heridos, a ahorrar dinero para ayudar a enfrentar los periodos en los que no hay ingresos u otras desgracias, y a aliviar la tensión y la violencia en la comunidad. Imaginemos que un salario decente para los adultos pudiera lograr todo esto y más: ¿quién debería pagarlo? Las empresas mineras extranjeras argumentarán que, como no emplean a mineros artesanales, la responsabilidad no es suya, aunque el cobalto procedente de la excavación artesanal acabe en sus cadenas de suministro y en algunos casos permitan que los mineros artesanales trabajen en sus concesiones para aumentar la producción. El Gobierno de la RDC diría que no tiene dinero para mantener buenos salarios u otros sistemas de ingresos, a pesar de que las concesiones mineras se venden por miles de millones de dólares y de que cada año se recaudan regalías e impuestos multimillonarios basados en gran medida en el valor de los minerales excavados por los mineros artesanales. Las refinerías de cobalto, los fabricantes de baterías y las empresas tecnológicas y de vehículos eléctricos argumentarían que la responsabilidad debería recaer en los sectores más bajos de la cadena, a pesar de que la lucha por el cobalto solo existe debido a que ellos lo de- mandan. Ahí radica la gran tragedia de las provincias mineras del Congo: nadie en la cadena se considera responsable de los mineros artesanales, aunque todos se beneficien de ellos.

Mi reunión con IDAK reveló que había esfuerzos reales a nivel local para hacer frente a los abusos en el sector de la minería artesanal, aunque no parecieran traducirse en avances significativos sobre el terreno. Philippe ofreció una teoría:

—IDAK tiene los objetivos correctos, pero no hay ninguna posibilidad de hacerlos realidad mientras el Gobierno siga estando corrupto y los chinos gobiernen Katanga. Los chinos pagan miles de millones al Gobierno y los políticos hacen la vista gorda. A organizaciones como IDAK y otras de la sociedad civil solo se les permite existir para dejar constancia de que existen.

Cuanto más tiempo pasaba con Philippe, más valoraba la profundidad de su preocupación por la difícil situación de los mineros artesanales del Congo. Una vez que se hubo desarrollado la suficiente confianza entre nosotros, me contó que él mismo había sido minero artesanal. Pasó cuatro años excavando en busca de cobalto en los alrededores de Likasi, durante los que sufrió numerosas lesiones, problemas de piel, enfermedades respiratorias y se rompió una pierna durante el derrumbe de una de las minas. Tras aquello, dejó de trabajar durante dos meses para recuperarse. Cuando llegó el momento de volver a las minas, tomó la difícil decisión de no ir.

—Podría haber muerto ese día y ¿qué habría sido de mi mujer y mis hijos?

Trasladó a su familia a casa de su hermano en Lubumbashi mientras se tomaba un tiempo para recuperarse. Hizo trabajos ocasionales para salir adelante, pero su corazón seguía estando con los que trabajaban en las minas. Según él, los problemas del sector minero se remontan generaciones atrás:

—Si realmente quieres entender lo que está ocurriendo en el sector minero del Congo, primero tendrás que comprender nuestra historia. Tras la independencia las minas fueron gestionadas por los belgas, que se llevaron todo el dinero sin dejar ningún beneficio para la gente. Después de ellos tuvimos la “africanización” de Mobutu, que nacionalizó las minas y, de nuevo, solo beneficiaron al Gobierno, no al pueblo. Con [Joseph] Kabila, creamos el Código Minero en 2002, y esto atrajo la inversión extranjera al sector. Dijeron que el código mejoraría la vida de los congoleños, pero hoy nuestra vida es mucho peor. Puedes comprobar por ti mismo que el pueblo congoleño nunca se ha beneficiado de las minas del Congo. Solo nos empobrecemos.

Philippe formó un grupo para apoyar a las comunidades mineras artesanales. Su equipo se centró en intentar ayudar a los niños a permanecer en la escuela. Pensaba que terminar su educación sería la única manera de ayudar a romper el ciclo de la pobreza. Coincidió con IDAK en que la pobreza era el principal factor que conducía a la explotación de los mineros artesanales, pero también señaló otra fuerza igualmente pérfida:

—Existe una voluntad de promover una imagen falsa de las condiciones aquí. Las empresas mineras afirman que no hay ningún problema, dicen que respetan las normas internacionales. Todo el mundo les cree, así que nada cambia.

Las palabras de Philippe me hicieron pensar en las declaraciones a la prensa de las empresas que se jactan de cumplir las normas internacionales de derechos humanos y las políticas de tolerancia cero con el trabajo infantil. Se suponía que la Global Battery Alliance (GBA) y la Responsible Minerals Initiative (RMI) ayudaban al cumplimiento de estas normas mediante evaluaciones sobre el terreno de las cadenas de suministro de cobalto y la supervisión de las explotaciones mineras artesanales en busca de trabajo infantil. Le pregunté a Philippe si había visto u oído hablar de estas iniciativas. Esto es lo que me contestó:

—Hablan a la comunidad internacional sobre sus programas en el Congo y de lo limpio que está el cobalto, lo que permite a sus electores decir que todo está bien. En realidad, esto empeora la situación porque las empresas dirán: “La GBA nos asegura que la situación es buena. La RMI dice que el cobalto está limpio”. Por eso nadie intenta mejorar las condiciones.

Lo que Philippe estaba describiendo era una cortina de humo montada por poderosas partes interesadas que servía para ocultar la dura realidad en la que se extraía el cobalto. Cuanto más tiempo pasaba en el Congo, más acertadas me parecían sus palabras. Hasta el día de hoy no he conocido a nadie en el Congo asociado con la Global Battery Alliance o la Responsible Minerals Initiative, ni he oído hablar de ninguna inspección en las zonas mineras artesanales de la RDC que se llevara a cabo bajo sus auspicios. Los esfuerzos que hice para hablar con estas asociaciones sobre mis hallazgos no obtuvieron respuesta hasta el verano de 2020, cuando el entonces director de la GBA, Mathy Stanislaus, accedió a hablar conmigo por teléfono. Mantuvimos una conversación agradable sobre la minería artesanal en el Congo, en la que me resumió las diversas iniciativas de la GBA. Cuando le presioné sobre lo que había visto en el terreno, reconoció que había algunos problemas, al menos en lo relativo al trabajo infantil.

—Según la OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico], hasta el 70 por ciento del cobalto procedente de la RDC ha tenido algún vínculo con el trabajo infantil. Hay grandes lagunas de información sobre la cadena de suministro, así que tenemos que reparar el flujo de información de forma fiable –dijo.

Empecemos por la segunda frase. ¿Qué significa exactamente “reparar el flujo de información”? Repararlo para los mineros artesanales sugeriría una evaluación realmente independiente y objetiva de la realidad sobre el terreno. Arreglarlo para todos los demás sugeriría lo contrario. ¿Y fiable para quién? El mismo problema. Es poco probable que los gigantes de la tecnología y de los vehículos eléctricos, las empresas mineras y el Gobierno congoleño confíen en el mismo flujo de información en el que confiarían los mineros artesanales. Esta es precisamente la tensión que Philippe identificó como una barrera para el progreso de los mineros artesanales. El flujo de información predominante describía una falsa realidad según la cual las condiciones no eran tan malas y se las sometía a una vigilancia constante para erradicar los problemas. Un flujo de información más preciso describiría lo contrario: las condiciones sobre el terreno para los mineros artesanales eran peligrosas e infrahumanas, y había decenas de miles de niños que extraían cobalto en esas condiciones todos los días.

Consideremos la primera frase porque es la importante. Si la OCDE y sus integrantes admiten que entre el 70 y el 72 por ciento del suministro mundial de cobalto “tiene algún vínculo” con el trabajo infantil, eso implicaría que la mitad del cobalto del mundo tuvo contacto con el trabajo infantil en el Congo. Este hecho por sí solo acusaba a una parte importante de la cadena de reserva mundial de cobalto, pero el trabajo infantil distaba mucho de ser el único problema en el sector minero artesanal del Congo. ¿Cuánto cobalto del Congo “tocaron” los cientos de miles de congoleños que sufren las consecuencias de la exposición tóxica al cobalto, el uranio, el plomo, el níquel, el mercurio y otros metales pesados? ¿Cuánto “tocaron” los niños que inhalaban a diario el polvo minero peligroso en las minas artesanales? ¿Qué hay de las nocivas nubes de gas y los vertidos tóxicos que contaminaron el aire, la tierra, los cultivos, los animales y las poblaciones de peces del Cinturón del Cobre, y qué hay de los millones de árboles talados para dejar paso a las enormes minas a cielo abierto? No olvidemos el número desconocido de personas que resultaron heridas o algo peor en accidentes mineros. Para cuando se terminase esta lista, ¿cuánto cobalto quedaría en el mundo que no hubiera sido afectado por la catastrófica situación del Congo?

Aún no se me había revelado toda la magnitud de esta catástrofe. Cualquier impresión de que Kipushi había podido ofrecerme un atisbo de la gravedad del sufrimiento de los mineros artesanales del Congo quedaría disipada kilómetro tras kilómetro en la carretera de Kolwezi.

 

Este texto pertenece al libro del mismo título que, traducido por Patricia Teixidor y con prólogo de Xavier Aldekoa, ha publicado la editorial Capitán Swing.

 

Notas:

[1] Livingstone, 1858, p. 357.

[2] Arnot, 1889, pp. 238-239.

[3] Pakenham, 1992, pp. 400, 409-410.

[4] Martelli, 1962, p. 159.

[5] Ibid., p. 194.

[6] Ibid., p. 201. 60

[7] Darton Commodities, 2022, p. 9.

[8] ‘Biggest African Bank Leak Shows Kabila Allies Looted Funds’, en https:// www.bloomberg.com/news/features/2021-11-28/africa-s-biggest-data-leak-reveals- china-money-role-in-kabila-s-congo-looting.

[9] En respuesta a la preocupación por las condiciones en las que se extraían estos minerales, una parte de la Ley Dodd-Frank de Reforma de Wall Street y Protección al Consumidor de 2010 se dedicó a abordar la cuestión de los “minerales de zonas de conflicto 3TG”: tantalio, estaño, wolframio y oro. El artículo 1.502 de la ley exige que las empresas estadounidenses que cotizan en bolsa controlen sus cadenas de suministro y declaren si sus productos contienen minerales 3TG procedentes de la RDC. En caso afirmativo, las empresas deben informar de sus esfuerzos por localizar fuentes alternativas de minerales para garantizar que no contribuyen a la vulneración de los derechos humanos. La demanda de cobalto aún no había estallado cuando se aprobó la ley, por lo que no se incluyó en ella.

[10] La holoprosencefalia es un defecto del desarrollo por el cual el lóbulo frontal del cerebro del embrión no se divide dando lugar a las mitades derecha e izquierda del cerebro, lo que provoca graves anomalías craneales y faciales. En la mayoría de los casos los bebés mueren antes de nacer. La agnatia-otocefalia es un defecto congénito letal en el que el bebé nace sin mandíbula, con las orejas fusionadas por debajo de la barbilla y a veces con un solo ojo.

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