“Todo lo que he aprendido del amor fue como que disparaba a alguien que desenfundaba más rápido que yo”, dice en su emblemático ‘Halleluyah’. Mientras él avanzaba por su insobornable senda mística, universal y civil, muchos de sus paisanos quebequenses le estigmatizaban por no ser francófono. Pero es seguro que Leonard Cohen (Montreal, Canadá, 1934–Los Ángeles, Estados Unidos, 2016), fallecido hizo un año el pasado 7 de noviembre, no hubiese sido el juglar planetario que es –con himnos que van desde esa cósmica ‘Halleluyah’ a la intimista ‘Suzzane’– sin su ‘natural’ anglofonía. Del mismo modo que –salvando las distancias– Joan Manuel Serrat no sería quien es (pongo por famosa punta de iceberg de tantísimos autores literarios) si no hubiese combinado su repertorio catalán con el castellano, extendiéndolo, además, con suma audacia, desde lo particular –‘¡Qué bonito es Badalona!’– a lo universal: “…porque yo nací en el Mediterráneo”.
“Un frío y roto aleluya”, nos hace entonar Cohen en un fragmento de bajona de su mítica canción, y uno se pregunta si algo de ese cambio climático interior no lo estará experimentando el cuasi-asilado de Bruselas, CP, que empezó entonando el ‘A mi manera’ (‘A la Meva manera’) de Sinatra, y ya se dirige hacia los tramos más oscuros de Cohen (“Tu fe era cierta pero necesitas demostrarla (…) He visto tu bandera en el arco de mármol / pero no es una marcha de victoria; / es un frío y roto aleluya”).
Al contextualizar el aniversario de la muerte del cantautor canadiense uno cae en la cuenta de que, según el historiador Eric Hobsbawm (1917–2012), ese mismo día se cumplieron cien años del inicio del siglo XX. Vaya. Y como para ilustrar el disloque y la afasia del almanaque, nuestro ex se ubica en Bruselas, émulo de Tintín con su Catalunya-Milú; es decir, en el corazón de Europa, pero para recibir los parabienes de los antieuropeístas de la ultraderecha europea, apoyando un procés propulsado por la catalanista ultraizquierda antisistema… ¡Vaya!.
La cosa es que del ‘cambalache, siglo XX’, según el tango, pasamos a la perdiz mareada –paradójicamente disecada y sangrante– del XXI… Vivimos ya en una suerte de ‘No man’s time’ (tiempo de nadie), reforzada por la confluencia de las globalizaciones digital y geográfica (la ‘No man’s land’ –tierra de nadie–), nos refugiamos en el fetichismo pitagórico de las fechas y las cifras redondas (1-O, 21-D… 155), y en un plazo inmediato, como puertas analógicas al cibercampo. Números blancos en el almanaque, que son gratis, frente a los números rojos de los bolsillos y morados de la corrupción (cifras alargadas, en cualquier caso: “Antes nos controlaban mediante cuentos y ahora nos controlan mediante cuentas”, Jesús Ibáñez, en ‘Sujetadores para sujetar a los sujetos’).
Lo cierto es que, a tenor de las predicciones de Hobsbawm, a las 23.59 horas de la noche del martes 7 de noviembre de 2017, se cumplieron cien años del verdadero inicio del siglo XX, el más corto de la historia, toda vez que, a su juicio, concluiría con el desmantelamiento del bloque soviético, a partir de la emblemática caída del muro de Berlín, también un mes de noviembre, de 1989. Hobsbawm argumenta muy bien cómo el finiquito decimonónico no llegó hasta la conclusión de la Gran Guerra y el broche final que supuso el asalto al Palacio de Invierno, en San Petersburgo. En rigor, ni aquella fue entonces la ‘Primera’ Guerra Mundial –pues no pudo denominarse así hasta que hubo una segunda– ni, de puertas para afuera, se trató de la Revolución de Octubre, pues, aunque así fuera en el calendario juliano, vigente en Rusia, en Occidente regía ya el calendario gregoriano, y ocurría en la noche del 7 de noviembre. Así que si es verdad que cada centuria empieza a los cien años de iniciado el siglo precedente (perdón por el sofisma), ¡bienvenidos al siglo XXI! Y es curioso, entonces, que el brindis por ese redondo advenimiento coincida no sólo con el aniversario de la muerte de Cohen, sino que ocurra, sobre todo, en el mismo año del 150º aniversario de la independencia de su Canadá natal, a raíz de la British North América Act, de 1867, que permitió al país desgajarse del Reino Unido… Dotado de una gran cohen-rencia, aquel juglar extrañísimo hasta lo irrepetible, con susurrante vozarrón de catacumba, hizo siempre elegantes filigranas para explicar su rechazo a una eventual independencia de Quebec. “Estoy a favor del Estado Libre de Montreal. Yo no vivo en un país, yo vivo en un barrio, en un universo aparte por completo de los demás. No soy ni canadiense ni quebequés. Soy, y siempre lo seré, de Montreal”, solía declarar aquel galáctico cantautor de natural anglofonía, nacido en Westmount, un barrio judío angloparlante y de casas y construcciones anglicadas, en el Montreal católico y francófono.
Claro que Westmount no es el Guinardó de Juan Marsé –ni, mucho menos, la Badalona de Manolo Escobar–, ni Barcelona es Montreal. Pero, sobre todo, la radical diferencia ante los tan invocados referendos por la independencia de Quebec y el ‘nonnato’ de Catalunya, estriba en la Carta Magna de sus países respectivos. Mientras que la Constitución canadiense contempla el derecho a la consulta independentista (dos veces realizada y perdida), la española lo imposibilita. Lo explica con mucha gracia el escritor y diplomático José Cuenca, ex embajador de España en Canadá: “A Puigdemont le ocurre con el Estado español lo que a aquel abad que le hacía reclamaciones al obispo: ‘No puedo tocar la campana por veinticuatro razones: la primera de ellas es que no tengo campana…’. ‘Pues entonces no siga; no pierda el tiempo contándome las otras veintitrés…’”.
Ahora Montreal se ha engalanado para homenajear a su hijo pródigo. Sólo que después de muerto, como siempre. Ya fue bastante fatalidad que se marchara en las mismas fechas en que Bob Dylan recibía el controvertido premio Nobel. Pues Leonard Cohen, con diez poemarios en su haber, donde confluyen, sobre todo, denuncia civil y misticismo, más dos novelas, era un digno nobelable, una vez abierta esa brecha de los cantautores. De hecho, en un principio era un consumado poeta que, sólo bien entrado en su treintena, supo sacarle partido a su voz, de veras cavernosa, como de recién despertado de ultratumba, con la seducción segura de ciertos personajes hieráticos que enganchan por su silencio, y por verles conformarse con que el público esté espontáneamente repartido entre los que les ovacionan desde afuera y los que se encuentran pululando en el interior de sus amígdalas y de su sombrero… Al filo de su defunción, sacó un nuevo álbum de título, una vez más, nada contemporizador, You want it darker (“Tú lo quieres más oscuro”), con un trazo de réquiem por estos tiempos. Acaso, es el silente profeta retropregresivo de un futuro misticismo pragmático, que fusionó, con suma extrañeza, los ritmos de Nueva Orleans con el mantra tibetano. No se puede ser, desde Quebec –toma nota, Barcelona– más universal, aunque el mensaje sea sombrío: “He visto tu bandera en el arco de mármol (…) es un frío y roto aleluya”.
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y ABC. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Cuando el verano se va de veraneo, Verano del 77: Adolfo Suárez, cuarenta años después, Salvador Pániker: el tao en la alfombra roja y Archipiélago portátil. De la ‘Utopía’ de Tomás Moro a la muerte de Fidel Castro desde el mirador canario.