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Colapso técnico

 

Rafik Hariri Airport. Beirut. 2.20 de la mañana de una madrugada cualquiera. Aquí estoy, carcomida por una mala hostia sideral, comprándole pasteles a la familia que me parió para que sigan preguntando si me he liado con un moro. Escribiendo. Mezclando el Espidifen con los cacahuetes. Si me dicen hace unos años que iba a pasar por este aeropuerto tantas putas veces en mi vida ya le hubiese pedido a los ucranianos que me hicieran sobrevolar Donetsk en un avión militar bien identificado. Pero no, no hay forma de que me echen. Terminaré enterrada en un secarral junto al Mediterráneo, cubierta mi lápida por las bolsas de patatas fritas que tiran los gordos turistas del Pérsico…Vaya un fin literario.

 

Los nervios me revientan, hace noches que apenas duermo un par de horas, gustosamente le pagaría un fin de semana en Gaza a todos esos subnormales que tiran fuegos artificiales en este país, como si los muy desgraciados tuviesen algo que celebrar.

 

Ayer fue la despedida de un amigo. Me presenté tarde porque un zoquete se puso a quemar troncos en el patio interior del edificio. Quizá para vender la madera a esos sirios chupópteros que están acabando con las reservas de este gran país como dice un ministro. Que dejen de beber agua coño, que no enciendan la luz, que llevan más de tres años ya ocupando Líbano por una manifestación que se les fue de las manos…

 

Mi compañía de confianza me manda, precisamente, a un sirio que no sabe cómo llegar a ese gran palacete de la hispanidad lleno de melocotoneros en flor y hombres armados a las afueras de Beirut. Se pierde por las calles hizboleras de Dahie, cubiertas de sacos de arpillera por temor a que algún retrasado del califato islámico venga aquí a inmolarse. Si no era ya suficiente con 18 confesiones religiosas dictando normas y exhibiendo su particular idiosincrasia, sus mierdas en definitiva,  solo faltaban ahora los islamistas queriendo ponernos a todas encima una bolsa negra de basura a 30 grados de temperatura y 800 de humedad.

 

La diplomacia me sale por los poros. Pero se equivocan, se equivocan profundamente los que desde el salón de su casa opinan y juzgan sobre Oriente Medio sin ni siquiera haberlo sufrido, no digamos ya pisado. O te empastillas o te vuelas por los aires con un mercedes catraca de los años  70. No queda otra. El desaguisado no tiene solución.

 

Callejeamos por varias colinas chaboleras mal iluminadas. Y hay quien asegura que Beirut tiene un encanto especial…Lo mismo pensará un tío que vive en una favela. Más imbéciles. ¿Esta noche han salido todos los imbéciles a la calle? Celebran un cumpleaños, bloquean toda la carretera silbando, tocando el claxon. Despliegue de globitos de colores por las ventanillas, los muy cretinos siguen pitando, visten chisteras de colores ideales para fijar el blanco con un rifle de asalto.

 

Una hora después tropiezo con la puerta de entrada. Pronuncio el nombre del homenajeado, Pepe. Pepe, te dejan entrar, daría igual que tuviera unas barbas que me llegaran al chirri, he dicho Pepe con un vestido escotado. Avanti, fatdali, pase usted, cuelgue las bragas donde más le apetezca.

 

Y ahora de nuevo la partida, el ansia por salir, la foto de Hassan Nasrallah lista en la cartera por si en un momento dado hay que poner las cartas sobre la mesa en este aeropuerto controlado por Hizbolá y jurarle lealtad a Ahmadineyad, al azulejo persa, al sha de Persia, o a lo que haga falta…Sin ningún tipo de pudor. Lo que sea por ver a mi padre gruñendo en el coche porque no ha parado de llover, importándole tres cojones Netanyahu, Bashar, los túneles palestinos y el resto de la tropa.

 

Me cuelan porque el tinte desteñido empieza a parecerse al rubio. En inmigración nadie tiene la menor intención de hacerme mentir con preguntas impertinentes. Respiro hondo, a las cuatro de la mañana saldrá mi vuelo.

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