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Colombia: la guerra interminable

 

Leo en la edición de diciembre de la revista Caros Amigos un amplio reportaje sobre el conflicto colombiano, «O Estado avança mas não ganha a luta», de la periodista Fania Rodrigues, fruto de cinco meses de investigación entre las montañas colombianas. El texto aporta interesantes informaciones que, en líneas generales, se adecuan a las impresiones que me llevé de Colombia cuando visité ese hermoso país, hace ahora un año. Desinformación, manipulación y luchas de intereses que se ocultan tras la sangría cotidiana de desapariciones, desplazamientos y amenazas y exilios a los que se enfrenta la población colombiana desde hace décadas. Los medios de comunicación mezclan guerrilla con narcotráfico como si se tratase de la misma cosa; la realidad, como siempre, es mucho más compleja. Por detrás, también como siempre, mucho dinero y mucha hipocresía. Lo que se sigue es un compendio de algunos datos del reportaje de Rodrigues entremezclados con mis propios comentarios.

 

Después de cincuenta años en pie de guerra, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) conservan su poderío, aunque en declinio. Están en retroceso, han perdido gran parte del apoyo de la población y de la izquierda nacional e internacional, pero siguen haciendo mucho daño al Estado: en 2010, el número de bajas (muertos y heridos graves) de las Fuerzas Armadas fue de 2.540 hombres y mujeres, según la Corporación Arco Iris. El Estado va ganando la guerra, pero no consigue derrotar a la guerrilla, en un conflicto cada vez más desgastante, y caro. Es lo que llaman empate negativo. Y hace ya años que es demasiado largo.

 

«En Colombia, el conflicto es patrocinado por el capital. Pero en el campo de batalla son los soldados, hijos de los pobres, luchando contra los campesinos pobres, hijos de la misma clase exluida. Todo eso en nombre de los interese de los ricos. Al final, estamos contra nuestros hermanos. Los soldados también están comenzado a percibir eso». Así le resumió la situación a Fania un guerrillero de las FARC.

 

El mismo juego tantas veces repetido a lo largo de la historia: los pobres matándose en las guerras, civiles o mundiales, para defender las propiedades de los ricos, engañados con elaboradas disculpas nacionalistas, religiosas, ideológicas o étnicas. Al final, como siempre, es el dinero, estúpido. Y las elites colombianas han sabido entretejer una visión del conflicto mil veces repetida en los medios de comunicación, según la cual la guerrilla es la única culpable del narcotráfico y de la violencia en el país. Es una falacia, aunque ello no impide que la guerrilla haya causado mucho mal en una sociedad que, por eso mismo, masivamente dejó de apoyarla.

 

La reforma agraria es urgente en el país, como en tantos otros en esta América Latina del latifundio y el poscolonialismo, pero las FARC hace tiempo que perdieron legitimidad para ser abanderadas de esa lucha. Es verdad que la guerrilla está envuelta en la producción de hoja y pasta de coca; es verdad que tienen contactos con facciones de narcotraficantes, entre ellas las brasileñas. Pero eso supone apenas un primer paso de la cadena; los grandes capos del narco, los que se llevan la gran tajada, tienen poco que ver con la guerrilla: sus apoyos están entre las elites: políticos y empresarios. Entre ellos, probablemente, el ex presidente Álvaro Uribe Vélez, acusado de tener ligazón con el poder narco antes de su mandato. Y aquí es donde comienza a ser clave, necesariamente repetida, la palabra hipocresía.

 

En sus ocho años de mandato, Uribe, con la complicidad y el dinero del Gobierno estadounidense y de la CIA, abrazó la bandera de la lucha contra las drogas. Hubo muchas muertes, pero las plantaciones de coca sólo aumentaron. En realidad, Bogotá no quería acabar con el narcotráfico, sino con la guerrilla. Los viejos y nuevos ricos aprovecharon la oportunidad para inflar sus riquezas. Amenazados por los militares o los paramilitares, en medio del fuego cruzado con la guerrilla, comunidades de campesinos enteras tuvieron que huir y dejar sus tierras en manos de los terratenientes. Son cuatro millones de desplazados en Colombia. 60.000 desaparecidos.Centenares de falsos positivos, esa aberración por la cual, para mejorar las cifras de la guerra, militares mataron a campesinos para disfrazarlos después de guerrilleros muertos en combate. Durante los ocho años de Uribe, las violaciones de los derechos humanos perpetradas en Colombia fueron de tal calibre que incluso Washington tuvo que modelar su discurso de defensa a su otrora protegido.

 

Uribe se ve cada vez más cercado. La condena a 25 años de cárcel del ex director del DAS (los truculentos servicios de inteligencia colombianos), que actuaba a las órdenes del presidente Uribe, son una clara señal de que los años de la impunidad podrían haber quedado atrás. El presidente Juan Manuel Santos, que fuera ministro de Defensa con Uribe, llegó al poder con todas las sospechas, si bien ha demostrado tener un estilo diferente. El poder judicial parece estar recuperando su independencia: sólo en 2010, hubo 560 condenas contra miembros de las fuerzas militares y policías. Tal vez Uribe está perdiendo el apoyo de sus amigos poderosos. Tal vez, incluso, podría estar cerca el día en que el ex presidente colombiano responda por su responsabilidad en esos ocho años de horror en que los paramilitares y el Ejército sembraron el pánico en las zonas rurales de Colombia.

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