Lo hemos visto en cientos de películas del Oeste. Llega la caballería y dispersa a los indios dejando unos cuantos en el suelo. Nos acostumbraron a eso los propios americanos tan preocupados ahora por sus indígenas. Pero la Historia dice lo mismo. El ejército norteamericano exterminó sistemáticamente a los indígenas a lo largo del siglo XIX. Entre muchas hazañas, el 29 de diciembre de 1890 en Wounded Knee, Dakota del Sur, los casacas azules mataron a 150 indios (según la versión oficial), hombres, mujeres y niños, la mayoría desarmados. Usaron incluso cañones. Y a los soldados que mataron más indios les dieron la Medalla del Honor. El escritor Dee Brown recordó el hecho en 1970 en su libro de emotivo título Enterrad mi corazón en Woundeed Knee.
Y ahora resulta que lo hizo Colón. El navegante genovés viajó por el Caribe y Centroamérica y apenas supo que había indígenas en Estados Unidos (América, dicen ellos, como si fuera la única América). Estos yanquis están alucinados. No quieren enterarse y cuando se miran al espejo disparan al espejo (por qué no, el derecho a las armas es el más sacrosanto para ellos).
Sí, Colón es el culpable de todo. Incluso de las atrocidades que hicieron yanquis contra yanquis. Él perpetró las matanzas de negros (y las sigue perpetrando), la matanza de Oklahoma, los ensayos con armas nucleares en Arizona. Incluso el ataque al Congreso. No es que Colón fuera un santo, como decía León Bloy. Tampoco hace falta. Pero no se le puede culpar de todas las calamidades de Estados Unidos. Tampoco los indígenas eran santos, pero eran seres humanos.
Pero cargar contra Colón significa cargar contra Europa y su cultura. Y tiene gracia. Los yanquis son más que nada europeos, por su lengua, su religión, su arte, sus costumbres. De los indígenas se han cuidado de tomar poco. Tampoco se cuidan mucho de mezclarse con ellos aún ahora. Los segregan y los mantienen en reservas. Y los miran por encima del hombro. A la hora de la verdad consideran que los yanquis valiosos son los anglosajones blancos, es decir, de origen europeo. No quieren ser europeos (al menos de boquilla), pero tampoco quieren ser indígenas, y lo dejan bien claro en muchas ocasiones. ¿Y entonces qué demonios quieren? Si reniegan de Europa reniegan de su propia identidad. Cuando cuelgan a Colón se cuelgan a sí mismos. Y despotrican contra Europa en una lengua europea. Y le hacen reproches morales según la moral europea.
El indigenismo de postal sobrevenido ahora es pura hipocresía y pura retórica. Creen que las frases y las proclamas sustituyen la realidad y la vida. Se esconden en ellas y esperan que les protejan de la complejidad del mundo. Y hacen gestos esquizoides y kafkianos: reivindican a los indígenas mientras los están marginando. Las proclamas, como lluvia benéfica, como un maná de palabrería, les recubren la vida como nieve artificial. Protestan contra la maldad europea de tiempos lejanos, pero ¿qué indios en puestos decisivos ponen ahora mismo? Más razón tenía Hart Crane cuando en su poema ‘El puente’ unía a Colón con los Apalaches y los indios cherokee en ese mito de América con nuevo entusiasmo que dibujó Walt Whitman.
Pero sí, cuelgan a Colón, aunque sea su antepasado, aunque lo llevan en su sangre y su ADN. Me protestan a mí, yo debo pagar por las culpas de hace 500 años (y ni siquiera estaba de acuerdo con mi padre) y lo culpan de todos sus males. Pero los indígenas también se basaban en la dominación, la rapiña y la violencia. Y cuando juzgan a Europa lo hacen nombre de valores europeos. Y en Europa de todos modos tenemos como horizonte (ahora mismo, no hace 500 años) la democracia, los derechos humanos, la igualdad de la mujer. No la violencia y la ley de la fuerza, del dinero o del rifle.
Pero sí, que cuelguen a Colón y le echen la culpa de todo. Si no saben hacer las cosas, la culpa todo la tiene Colón. Y de Europa en general. Culpan al colonialismo, pero los indígenas se colonizaban unos a otros de forma brutal. Que ahorquen a Colón. Pero también a su madre por parirlo, a aquel tabernero por servirle un vino, a los Pinzón por acompañarlo. Eso hacía Stalin con los hombres, cuando decidía que eran culpables de crímenes. Y la ferocidad puritana calvinista de Nueva Inglaterra no es más misericordiosa que Stalin. Tienen una estatua lejana que colgar, una escultura a la que escupir, y así no ven la realidad de ahora mismo. Como en aquella novela de Orwell que había unos minutos de odio cada día. Así la gente no veía que estaba en una dictadura absoluta donde lo controlaban todo.
Pero tiene gracia, la gente soltando discursos contra la violencia y cometiendo violencia continuamente. La gente atacando a Colón por conquistador (cuando los conquistadores llegaron después de él) cuando los yanquis conquistaron el mundo entero de modo despiadado. Con hipocresía indecente reivindican a los indígenas mientras machacan a los indígenas. Pero en Europa Francisco de Vitoria escribió que todos los hombres, también todos los indígenas (también los de la tribu enemiga) tenían alma y merecían un respeto. Y Bartolomé de las Casas, con un ardor visionario, incluso contra su propia gente, defendió los derechos de los indígenas mucho mejor que las autoridades norteamericanas.
Pero los yanquis también tuvieron un Faulkner, un Edward Hopper y una Dina Washington. No seamos simplistas. El simplismo no resuelve nada nunca. Solo escamotea la vida y provoca genocidios. Pero colgar en efigie a Colón en una payasada repetida no les va a resolver sus problemas reales. La gesticulación simplona no suple la lucidez y la decisión.