Ahora que vuelve el tema catalán, ya en versión muy descafeinada, he recuperado los carcajeantes y agudos libros de Ramón de España El manicomio catalán y El derecho a delirar. De España, que jamás escribió de política hasta bien entrada su vida adulta, era y es mi columnista favorito sobre esa gran temática tan hispana como ridícula de “tu boina es mejor que la mía”. El tipo tiene una incapacidad de creer a los “hunos” y los “hotros” rara aquí; ese sarcasmo volteriano que jamás envejece. En algún momento de estos textos, llamados a ser sin broma alguna las particulares Cartas persas del “procés”, De España tiene incluso momentos de clarividencia excepcional:
“Lo mío es sentarme ante el ordenador y decir lo que pienso, siempre a título personal y representándome tan solo a mi mismo. Y así me va. Debería ser un poco más gregario: creo que ganaría más dinero”.
Esta confesión de “fracaso económico” es una “victoria moral” en el sentido que sigue ese precepto humanista de “escribir sobre uno mismo”. Este autor, firma poco conocida fuera de Cataluña, es uno de los que yo llamo “columnistas ocultos”. Peatones, lúcidos peatones, de una cárcel de papel llena de presidiarios del absoluto.
El joven Ramón, cuando el Víbora era más importante que el Avui
Hay decenas de ellos, se conciben en ocasiones como bultos sospechosos en los diarios, y casi siempre son los mejores y de mayor hondura: Rosa Belmonte, Gabriel Albiac, José Antonio Montano, Valentí Puig e incluso Lucía Etxebarría. Muchas veces, evitando grandes titulares, tejiendo su propia red de contradicciones -ninguno de ellos ha podido militar y vivir de ser tertuliano universal; esa soga siniestra que puede acabar con tu vida intelectiva-, alcanzan cierto nirvana quizá opaco pero fértil. Riegan, así, su propio huerto esperando que surjan vegetales y, en ocasiones, flores.
Los columnistas conocidos, los Antonio Maestre o Hermann Tertsch, riegan el huerto de otros a través de una guerra civilismo simplón: eso y no otra cosa supone ser súbdito de alguna facción. Algo que jamás fue, en medio de las guerras de religión de Francia, el maestro de todos ellos: el señor de la montaña.