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Comemos lo que somos

 

Dicen que somos lo que comemos, pero quizás, también, comemos lo que somos. En una sociedad regida por los dictámenes del Dios Dinero, por un sistema económico que prima el lucro sobre las necesidades humanas, no extraña que la opulencia material conviva con generaciones enteras de niños y adultos que comen mal, en busca del placer grasiento y efímero que se promete al fondo de un colorido y brillante paquete de plástico, en lugar de escuchar nuestro cuerpo y destinar, como sociedad, recursos a desentrañar qué alimentos le hacen bien a nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro espíritu.

 

Es lo que subraya el Dr. Lucio Tennina, que acaba de publicar en Argentina el libro Alimentación inteligente, cuando dice: “No pensamos igual después de comer un paquete de galletas que después de un salmón gratinado con ensalada de rúcula”. Su investigación acerca de la relación entre la comida, la mente y los estados de ánimo le ha llevado a una conclusión similar a la de la periodista Esther Vivas, la argentina Soledad Barruti -autora de Malcomidos– o el cocinero-activista Michael Pollan: que una clave para el cambio individual y social pasa por tomar conciencia de que la alimentación es algo demasiado importante como para dejárselo a los grandes oligopolios del sector alimentario, esos que han descubierto hace años que la desastrosa combinación de harinas refinadas, grasas y azúcar es la base de productos que no nutren, y por ello no sacian, pero nos hacen adictos al tiempo que tornan nuestros cuerpos obesos y enfermos, y nuestras mentes, más torpes y dóciles.

 

Por eso, en esta sociedad de las prisas y los alimentos congelados, recuperar el hábito de cocinar se torna un acto político. Desde comprar las verduras, ¡recordar cómo son las hojas y los tallos!, hasta combinarlos, condimentarlos, poner nuestra energía y creatividad en aquello que vamos a comer, entendiendo los ingredientes que componen nuestros platos, para ir comprendiendo, como recuerda el Dr. Tennina, “qué es lo que nos nutre y nos hace estar de mejor humor”. Que no suelen ser, por cierto, los seudo-alimentos, tan baratos de fabricar y lucrativos para el oligopólico sector de la alimentación, con los que nos bombardea la publicidad.

 

Tennina brinda algunas claves para una alimentación inteligente: incluir las semillas -lino, chia, girasol, sésamo-, evitar el azúcar y las harinas refinadas, privilegiar las legumbres sobre los cereales, comer cada tres o cuatro horas, interiorizar el sentido de las diferentes especias. Y coloca el énfasis en equilibrar la ingesta de ácidos grasos Omega 3 y Omega 6, de los que tanto se habla, pero a menudo de forma tan confusa.

 

El Omega 6 es omnipresente en nuestra dieta, pues está en los aceites vegetales; el Omega 3, sin embargo, sólo se encuentra en unos pocos alimentos, como el pescado y las semillas. El problema es que ambos se deben consumir en cantidades equivalentes: si tomamos demasiado Omega 6, como suele suceder, entonces éste anula el poco Omega 3 que ingerimos. Y el consumo adecuado de estos ácidos grasos esenciales -así llamados porque el cuerpo no puede producirlos por sí mismo- facilita la generación de serotonina y lubrica el sistema nervioso; es decir, nos ayuda a ser felices. lo que, probablemente, no ayude al crecimiento del PIB…

 

El hallazgo último de Tennina, el más inquietante, es que las corporaciones del tabaco, con sus negocios a la baja por las evidencias científicas sobre el poder mortífero de su producto, se están pasando al sector alimentario, a esos seudoalimentos dulces y engrasados que, dice el autor, “son tan destructivos para el organismo como los cigarrillos, no sólo por su acción negativa, sino porque reemplazan a los alimentos buenos”.

 

Tal vez, para transformar el mundo, el primer paso, el más obvio y saludable, sea cambiar la pizza a domicilio por una compra en la verdulería. Y meter las manos en la masa.

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