La tercera novela del escritor es sobre la infancia, la paternidad. También sobre las relaciones de pareja, de amistad. El amor, la locura. Las novelas de McEwan abordan mucho, son aventuras para el lector atento.
En el libro hay un personaje que se sube a los árboles porque quiere volver a jugar, ser niño, está harto del adulto, de la política, Downing Street, la televisión, el mundo a todas horas.
Hay una niña, Kate, que construye con papá y mamá un castillo de arena frente a la marea del océano. Ella quiere quedarse a vivir en el nuevo hogar, sus padres también, no volverían a la vieja casa. Lo piensan en serio y no importa que los muros se derrumben por el agua.
Hay un presidente del Reino Unido enamorado de Charles, el hombre que trepa por los árboles, como el barón rampante de Italo Calvino, de rama en rama. Hay una pareja que pierde a Kate, su hija, y leemos su separación, el dolor, las depresiones, las reconstrucciones y los avances, los futuros. También la novedad del final y el inicio de otra historia no escrita.
Hay (es que en las novelas de Ian hay mucho) citas al principio de cada capítulo de un manual autorizado de educación. Escojo una de ellas:
“No siempre se ha dado la circunstancia de que una gran minoría que comprende a los miembros más débiles de la sociedad haya sido vestida con ropas especiales, liberada de las rutinas del trabajo y de muchas obligaciones en su comportamiento y haya disfrutado de la posibilidad de dedicar la mayor parte de su tiempo a jugar. Debería recordarse que la infancia no es hecho natural. Hubo un tiempo en que los niños eran tratados como adultos pequeños. La infancia es un invento, un montaje social que se ha hecho posible a medida que la sociedad incrementaba su sofistificación y sus recursos. Por encima de todo, la infancia es un privilegio. A ningún niño, mientras crece, debería permitírsele olvidar que sus padres, como parte de la sociedad, son quienes garantizan dicho privilegio en su propia casa”.
Y al final (última página) de la novela unas líneas preciosas:
“Era un bebé hermoso. Tenía los ojos abiertos y miraba las montañas de los pechos de Julie. Más allá de la cama, y a través de la ventana, podían ver la luna que se hundía en una brecha entre los pinos. Justo encima de la luna había un planeta. Es Marte, dijo Julie. Era el recordatorio de un mundo duro. De momento, sin embargo, estaban a salvo, era antes del principio del tiempo y miraban tumbados el descenso de la luna y el planeta a través de un cielo que estaba volviéndose azul”.
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Dejo una parte de la entrevista que le hizo Anatxu Z. al escritor:
“Mis hijos han aportado una riqueza fantástica a mi vida. Y debo decir que, como tantos hombres, no tenía la ambición de tenerlos. En cambio, mi exesposa lo tenía muy claro. Sin su insistencia me hubiera quedado sin algo”.