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Mientras tantoComentarios a la sociedad de control (1)

Comentarios a la sociedad de control (1)


 

Existe un texto tardío de Deleuze que resulta particularmente útil para diagnosticar la estructura del poder político en el parque humano occidental, más abajo de las distintas modalidades que las tradiciones nacionales, la ideología y la economía determinan en cada década. Se trata del Post-scriptum sobre las sociedades de control (1990), donde su autor rinde además homenaje a los análisis de su amigo Foucault. Éste dividió las formaciones históricas del poder en sociedades de soberanía (gravan la producción, más que organizarla; deciden la muerte, más que administrar la vida), sociedades disciplinarias y sociedades de control*.

 

 

I


“Foucault situó las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX; estas sociedades alcanzan su apogeo a principios del siglo XX. Operan mediante la organización de grandes centros de encierro. El individuo pasa sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia, después la escuela (“ya no estás en tu casa”), después el cuartel (“ya no estás en la escuela”), a continuación la fábrica, cada cierto tiempo el hospital y a veces la cárcel, el centro de encierro por excelencia”. La prisión, dice Deleuze, sirve como modelo analógico, pues todos los espacios de encierro tienen la condena carcelaria como límite y horizonte.

 

Concentrar a las poblaciones, repartir en el espacio, ordenar en el tiempo. Es obvio que la configuración disciplinaria del poder se corresponde aún con el viejo estilo patriarcal, autoritario y represivo. Aunque Deleuze sitúa su fin hacia la Segunda Guerra –en cierto modo, un choque de distintas disciplinas-, el régimen disciplinario subsiste todavía en el extrarradio de nuestro Primer Mundo o en entidades especializadas de su interior: instituciones represivas y militares, sectas, logias políticas y empresariales, organizaciones mafiosas o terroristas. El disciplinario era un orden sangriento, cruel, vociferante, pero tenía la ventaja de que, si no conseguía anular al individuo, facilitaba –por reacción o repugnancia- su diferencia, la individuación de cada cual. La disciplina tiene toda la ventaja de las paredes y las prohibiciones; traza un límite visible que, al menos, permite una inteligencia para resistir, una voluntad de rebelión o fuga.

 

¿Cómo fugarse sin embargo de algo que no tiene paredes y adopta la forma cálida de tu propio estilo de vida? Lo más provocativo del análisis de Deleuze es describir cómo nos envuelve hoy, incluso bajo una recesión económica y los recortes estatales consiguientes, un poder muy distinto al disciplinario, un orden sonriente que vela por la salud y adquiere un estilo maternal, deslizante, participativo, femenino.

 

La crisis y la crítica son nuestra forma de gobierno. Nada debe estar seguro, sino sometido a una perpetua transformación. De ahí esta flexibilidad cadavérica de lo que todavía vive; de ahí esta constante resurrección de los muertos. Sea cual sea el sector, en el control nunca se termina nada, pues abre un proceso que permite cambios de curso, revisiones de itinerario, reuniones interminables y una dirección colegiada. No hay en realidad hoja de ruta; la ruta es la hoja. Incluso Hacienda o el Ministerio de Interior negocian con los ciudadanos encausados. Igual que la Unión Europea lo hace con las naciones bajo sospecha.

 

La ley era estable, casi sagrada. La normativa de la sociedad de control es mutante, en permanente revisión transgénica, de ahí que ante ella siempre estemos en falta. Cuando hoy tanta buena gente de derechas o de izquierda, guiada por la cabeza buscadora de la información, se solivianta contra el autoritarismo disciplinario del poder paterno, tanto en nuestro pasado inmediato como en tal o cual personaje execrable o en cualquier nación exterior, no se puede menos de sonreír ante la ingenuidad de tal indignación. Que además, dirigida por la agenda informativa, tiene la función de hacer invisible la violencia autista que nos muestra Deleuze; al mostrar continuamente un exterior horrendo justifica el refugio en nuestra seguridad móvil, en el parque temático de la multiplicidad.

 

El Postscriptum, cuyo título rinde también homenaje a Kierkegaard, nos explica con detalle el advenimiento de algo sonriente y maternal, pero no menos temible que la disciplina de antaño: el control, cuyo concepto Foucault y Deleuze remontan a Burroughs. Si el modelo de fondo de la disciplina era el rompeolas, pues reprimía las ondas de la espontaneidad, por el contrario el ideal del control es la tabla de surf, que te invita constantemente a que cabalgues tu ola y hagas espuma. Sé libre en esta atmósfera ondulatoria; despréndete de viejas ataduras, haz tu vida, goza, deslízate. Así también podrás compartir y participar mejor en el espectáculo social, en sus apasionantes debates: ¿qué anuncio, aunque sea inteligente, no tiene este telón de fondo?

 

 

II


Para Deleuze, quien toma esta idea de los aviones de combate –según la misión, sus alas pueden adoptar un distinto ángulo-, frente a la geometría rígida de la disciplina el control se adapta a una geometría variable. Un moldeado autodeformable: así la demanda, así el servicio, lo más personalizado posible. Es la mejor manera de plegarse a la deformación particular de cada individuo, al estilo de cada cultura y cada localidad. Además, en la sociedad del conocimiento, mundo informatizado de interiores infinitos –según algunos, “el afuera ha pasado adentro”-, el control ha de ejercerse al aire libre. Hospitalización domiciliaria con visita médica. Hospitales de día, más que centros sanitarios con ingreso fijo.

 

En cuanto sea posible, recuerda nuestro pensador, el régimen abierto o la “pulsera electrónica” substituirá a la condena clásica en un encierro de paredes visibles. Del mismo modo, el viejo zoológico será sustituido por un parque animal de régimen abierto donde los animales deambulan en libertad, con un microchip incorporado que les localiza en una amplia zona delimitada por obstáculos naturales.

 

No se trata ya de interrumpir la vida para administrar la producción, sino de lograr que la vida misma sea capitalista, de poner a trabajar las venas, las emociones, el sexo y la vitalidad. Biopolítica y espectáculo se complementan, al igual que ética y pornografía. De ahí otros tantos logros de la época: la solidaridad con las víctimas, la sexualidad omnipresente, la incorporación de la mujer y la homosexualidad a los cuerpos armados, el cuidado de la salud, la inteligencia emocional, el couching, la conexión perpetua, las redes sociales para la indignación alternativa, la integración total, la cultura del entretenimiento y las series de culto, etc.

 

En alguna ocasión, García Calvo se ha preguntado sobre el sentido de que tantos antiguos cuarteles estén actualmente ocupados por Centros Culturales o Universidades. Dejemos en el aire la cuestión acerca del papel de lo que llamamos Cultura tiene en este poder interactivo, social, participativo. La lección de base es, con todo, bien sencilla: si tú mismo te autocontrolas, el poder social desaparece, se encarna en ti y deja de tener su función. De ahí el empresario de sí mismo, este narcisismo con efecto de masas, un nuevo culto a la personalidad en esta época de neutralización personalizada.

 

El “capitalismo de concentración” desencantó la vida. El capitalismo de dispersión la vuelve a reencantar. Lejos de la alta cultura de antaño, el control reinventa una historia portátil, una religión perfectamente laica, sin escatología trascendente. Se trata de la astucia de una razón histórica que adopta el baile de un devenir, un personalizado pequeño relato, con su cohorte de sentimentalidad, cotilleos y cultura popular. El fragmento, la deconstrucción de toda intensidad, elemental o literaria, es un arma cultural del capitalismo tardío. La decisión, excesivamente viril, decae a favor de la conexión.

 

“El hombre del control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua”. Líquido amniótico, poder algodonoso donde competir es compartir. ¿Kafka y Orwell se quedaron cortos? Más es más. Compartido, lo intolerable es menos. La socialización acelerada debe disimular nuestro estado larvario, este lento languidecimiento de una depresión a plazos. Si todo el mundo está igual de mediado, nadie lo parecerá.

 

Entre nosotros el  modelo es el “inválido equipado” (Virilio). Todos somos por fin iguales ante un poder que reconoce cualquier identidad con tal de que se adhiera a una subcultura definida, por minoritaria que sea. Sólo se discrimina la existencia, la violencia oscura de vivir. Pronto la integración se habrá realizado plenamente y sólo habrá excluidos. Tal vez por eso el extranjero –por no decir el extraterrestre- se insinúa cada vez más como el reverso de la ciudadanía que viene.

 

De ahí un odio larvado que se extiende, un racismo de la fluidez que no está ausente del mismo Marx. La izquierda que arroja flores en la metrópolis desprecia sin disimulo a las naciones “atrasadas” del exterior, símbolo de la vitalidad elemental que causa vergüenza entre nosotros. La extrema derecha, ha comentado con razón Baudrillard, sólo repite a voces lo que el conjunto de la clase media democrática murmura con la boca pequeña.

 

 

* “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. El texto fue publicado en L’Autre Journal, nº 1, en mayo de 1990. En España cierra el precioso volumen de artículos y entrevistas llamado Conversaciones (Pre-Textos, Valencia, 1995). Estos comentarios han surgido de la lectura de ese texto a lo largo de los años, más los debates del Seminario Nietzsche-Tiqqun de esta primavera en la Facultad de Filosofía de la UAM y el encuentro Milestone Project de Girona. Gracias desde aquí a todos los participantes.

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